Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Observó un momento al herido, y volvió a salir a paso lento, suspirando con fuerza.

Guadalupe y Esteban permanecían quietos en los extremos, sin abrir para nada los labios.

De pronto, Nata se dirigió a ellos, mirándolos también en silencio con los brazos caídos y el aire desolado.

Ellos se fueron al comedor.

Estúvose Nata todavía unos instantes con la vista en el suelo, como escuchando el rumor de esos pasos.

Después se volvió hacia el herido clavando en sus facciones desencajadas la vista ansiosa, se acercó bien, arreglole la almohada, apartole a los dos lados el cabello, y púsose a contemplarlo con muda fijeza.

Como viese que él no se movía, cogiole suave entre sus dos manos el rostro y lo besó en la boca.

Luis María hizo un movimiento, abrió los ojos y los puso en ella.

Volvió a cerrarlos y a abrirlos cual si luchase por reconocer; y al fin, como si reuniese todas las fuerzas que le quedaban, alzó trémulo el brazo, que ciñó al cuello de la joven, la atrajo hacia sí nervioso juntando con la suya la linda cabeza, y dijo anhelante:

-¡Cuánto bien! Así… así…

Ella dejó hacer. Se puso de rodillas en el suelo, lo estrechó contra su pecho y oprimió con los suyos sus labios ardientes sin hablar, entre mimos y retozos, suspiros que eran risas ahogadas, risas que eran llantos comprimidos, fruiciones preñadas de amargura, deliquios que eran ansias de una vida que se iba y de una dicha malograda.

Él pareció renacer; ella olvidar.

Se estrechaban como si buscasen desafiar juntos la temida, hora de la muerte con la fuerza de su cariño.

Arrastrándose de uno a otro sitio sobre sus rodillas, con el seno entreabierto, la boca roja, la pupila brillante, Natalia sostenía entre sus brazos la cabeza del joven, evitándole esfuerzos y venciéndolo en cada arranque con una caricia infinita.

Enseguida se quedaban mirándose, y ella decía:

-¿Es éste un consuelo?…

-Oh, sí -contestaba él.- ¡Más! Que no mata, y hasta el dolor cesa…

Yo quiero vivir, mi bien.

-¿Y por qué no? Dios lo ha de querer, pues que en su bondad permite que hasta los malos gocen… ¡Si te mejoras pronto, verás que dicha! Está el campo que rebosa de alegrías, y vienen los follajes… Iremos allí, donde me bajaste del árbol aquella vez. Me hiciste temblar de miedo, o qué sé yo qué… ¡Pero, tenía un gusto! No pude dormir, entonces; estaba como una aturdida…

Y esto diciendo, escapáronsele las lágrimas que había luchado por reprimir, escondiendo el rostro en la almohada.

Luis María volvió a acariciarla febril, violento, atrayendo con brusquedad su cabeza como quien presiente que la vida se le escapa por el recomienzo del escozor en las heridas.

Natalia se abandonó nuevamente a aquel delirio, a aquella ardorosa ternura que recién se manifestaba intensa, profunda, en el ahínco por la existencia.

La ahogó él con sus besos.

Cada vez que quería hablar, su boca, llena de fuego, cerrábale la suya con energía varonil, y su mano crispada le retenía la cabeza unida como un áncora de esperanza.

Cual si saliera de un sueño, Natalia dijo temblante:

-¡No puede esto dañarte…! ¡Qué locura! Reposa, por favor.

-Hay tiempo -murmuró Luis María con voz apagada.

Otra vez… otra…

Dio luego una sacudida, se arqueó, puso el semblante en el seno de la joven y escapósele un sollozo.

En pos de esa contracción, su cabeza resbaló en la almohada y hundiose en ella.

-¡Ay! -exclamó Nata- ¡qué tortura horrible!

El herido había cerrado los ojos y respiraba con gran fatiga. Ardían sus sienes.

Púsose de nuevo Natalia de pie, alzándose pálida y rígida como una muerta.

Cogió con mano convulsa la infusión de corteza de «quebracho», y le hizo beber dos o tres sorbos.

Examinole las vendas.

La del brazo no ofrecía novedad alguna. No así la del pecho. Debajo de ésta se dibujaba una mancha de sangre y sentíase un resuello sordo, intermitente de fuerza viva que se aniquila.

-Yo habré apresurado su muerte -susurró Natalia conteniendo los alientos.- Pero él lo quería… Era un pobre y último goce que no podía negarle, ¡pobre goce! ¡Más merecías, mi amado, ya que vas a morir; todo mi ser fuera poco!

Y contemplándole como extraviada, la angustia subió de punto.

Volvió a abrazarse a él y lo movió diciendo con acento bajo y entrecortado:

-No te vas así tan pronto… Yo no quiero que te mueras. ¡Oh, crueldad de la suerte! ¡Vuelve, mi bien, sí, vuelve!… Un último beso para tu madrecita querida, que yo lo recibiré todo en mi boca. Sonríete como antes; ¡ánimo! ¡sí, ánimo, que esto pasará, mi amigo adorado!

Sonreía ella a su vez, viendo que el herido abría los ojos y se volvía, como cediendo al esfuerzo de sus manecitas temblorosas que le opriman las sienes dulcemente.

Pero fue un arranque supremo.

Un fulgor opaco lucía en sus pupilas, que se concentraron sobre la joven con la dureza de la agonía; quiso hablar, y de su boca salió un hálito leve, y al sellarse en un último beso los labios de los dos, sacudió un momento la cabeza, la posó en la almohada y se quedó inmóvil.

Natalia lanzó una voz semejante a un ronquido, y dioso vuelta anonadada.

Vio a su padre, a Esteban, a Guadalupe, a don Anacleto en la penumbra que miraban hacia el lecho, como buscando entre sus pliegues un signo de vida.

-Inútil empeño -dijo Natalia.- ¡Todo acabó!

Sin vacilar acercose al lecho, y posó sus dos manos en los párpados del muerto.

Allí las tuvo un rato.

Después las separó y miró…

-Estaban plegados. Parecía dormido.

El resplandor tenue del alba penetraba por las rendijas del ventanillo y con su aparición coincidía el variado concierto de las aves que anidaban bajo el alero. De afuera venía como una oleada de vida, cargada de trinos y de aromas; y las luces brillantes no tardaron en unirse al festival de la mañana, con el coro lejano del ganado y el vaivén del esquilón.

– XXXVII –

Cuando caía el sol al día siguiente en medio de una atmósfera de ámbar y rosa confundidos, un pequeño grupo de personas mustias y calladas salía de las casas y se dirigía a lento pago hacia el estrecho valle que el bosque del Santa Lucía orillaba con sus frondas.

Componíase el grupo, de cinco hombres y dos mujeres. Cuatro de ellos llevaban a pulso un cajón, algo como un féretro cubierto por un paño negro clavado en la madera a trechos.

En la tapa de estas andas veíanse esparcidas ramitas verdes y flores silvestres apiñadas, sin orden, cual si sobre ella hubiese volcado al azar uno de sus búcaros la primavera.

Los gajos del aromo y del laurel agreste se entremezclaban con la yedra y los claveles del aire. Algunas violetas aparecían aquí y allá entre los vivos matices, como arrojadas por un soplo de angustia.

La fosa se había abierto junto a la que encerraba a Dora.

Natalia quiso que su amigo descansara al lado de la que le amó como ella; ¡tal vez con la misma intensidad e idéntica ternura!

Una cruz de coronillo alta y retorcida, en cuyos brazos se enroscaban parietarias lanzando a todos rumbos un centenar de guías, señalaba el sitio en que reposaba la cabeza de la amable joven, que fue luz del pago.

Cerca, en un grupo de «talas», una banda de «horneros» bulliciosos hería el aire con sus gritos alegres, que a don Cleto parecieron ecos de aquellas risas encantadoras de otro tiempo.

Guadalupe llevaba una cruz semejante a la que adornaba la tumba de Dora; fabricada en la noche, como el ataúd, por Esteban y el capataz.

En tanto sepultaban el cuerpo de Luis María, Natalia se puso de rodillas al borde del hoyo, siguiendo con la mirada cómo subía a oleadas la tierra negra que caía sobre la caja.

Las flores habían sido amontonadas a un lado, para ser luego desparramadas encima.

La joven tenía los ojos hundidos y el rostro de una blancura casi transparente. Más rígida que nunca, ni una crispación se notaba en sus facciones, ni en sus labios marchitos. Parecía haber apurado de un sorbo toda la hiel del sufrimiento.

Antes de abandonar las «casas», había besado muchas veces al muerto en la frente y en las mejillas; y apartada de allí, había vuelto en silencio con gran fuerza de voluntad, y estrechado contra la suya su cabeza, besándolo entonces en los labios yertos con una caricia interminable.

Arrancada de nuevo del sitio, había retornado sin mirar a otro objeto que al que fue su adorable deliquio, con un gesto tan duro y sombrío, que nadie se atrevió a detenerla; y otra vez acarició al muerto, cortole dos rulos, que guardó en el seno, echole sobre el pecho un puñado de flores, arreglole bien la almohadilla, y después dijo con acento dulce:

-Ahora sí… ¡No hay más que hacer!

Cuando salían, habíale dicho su padre a modo de ruego:

-Tú no vas, hija. Basta con nosotros.

Y ella respondido con una firmeza tranquila:

-¡Sí, que iré!

Y había venido ahogando sus sollozos, altiva en su dolor, hasta aquel lugar reservado para el último sueño de su novio.

Vio echarle tierra sin modular una queja, en apariencia insensible.

Apenas en el párpado nervioso podía notarse su honda agitación interna, y en la expresión desolada de sus pupilas el abismo abierto a sus fervientes amores.

Sin duda se había secado la fuente del llanto, y sólo quedaba dentro ese pesar agudo que hace latir la arteria a saltos y denuncia una revolución de los afectos más ardientes del ánimo.

La fúnebre tarea duró breves instantes.

La tierra llegó al nivel; se aplanó; púsose la cruz en línea recta con la de Dora, a igual altura; y por último esparciose sobre las dos tumbas; un poco de arena fina traída de la ribera para rellenar las más pequeñas grietas del suelo.

Hecho esto, Nata se levantó y diseminó en aquel corto espacio las hojas y flores como quien rocía con agua bendita.

Después, dijo a su padre:

-Les haremos aquí una casita que les preserve de la lluvia que filtra y del hielo, ¿verdad?

-Sí.

Natalia echó a andar, y todos siguieron en pos.

El grupo, al llegar a las casas, se disolvió silencioso, como se había reunido. El pesar era profundo.

Natalia, entró a su habitación sin fuerzas; y arrojose en el lecho. En él quedó como muerta, hasta el otro día.

Con el alba se levantó, y púsose a escribir a la madre de Berón.

Parecía serena; tenía firme el pulso, y trazó los caracteres con calma dolorosa.

«Ya acabó de sufrir -decíale entre otras cosas de mujer convencida de que nadie ha de dolerse más que ella.- Su último beso fue para ti y lo recibió todo mi boca. Yo le cerré los ojos, y le corté dos rizos; uno para ti, otro para mí. Ahí va el tuyo… Lo acompañé hasta el sitio que yo había señalado para que durmiera, y vi como lo acostaban. ¡Está en buena compañía madre! y lo he de cuidar siempre… Tendrás mi visita todos los días y muchas flores, de las más hermosas que se encuentren en mi jardincito y en la ribera; además les haremos una «glorieta» a los dos, con ceibos y claveles del monte. ¡Nunca se apartará de mí su memoria! Sea cual fuere la hora en que te acuerdes de él, yo también estaré pensando en el amigo adorado que fue la ilusión de mi vida. ¡Ay, madre! por más que las dos lloremos, no hemos de llevar el vaso de amargura en la medida en que lo hemos bebido… ¡Consuélate, a pesar de todo, de que siempre tendremos lágrimas!»

Como esta carta decía, elevose en el lugar solitario un pabellón que rodearon los ceibos y enredaderas de la selva, y al poco tiempo se formó un cerco espeso de flores y follajes.

Después, los céspedes se unieron a los ceibos que retoñaban, las enredaderas y lianas hiciéronse trenzas largas y ondulantes y se asieron a las cruces con todo el vigor de brazos que se crispan ansiosos de apoyo.

Las cruces llegaron a desaparecer poco a poco en un boscaje que se alzó trepando en torno del cenador por dentro y fuera, y sólo quedó en el interior como un sendero tortuoso que terminaba allí donde estaban los símbolos funerarios.

Las avispas y las abejas salvajes zumbaban en los días ardientes bajo la bóveda y elaboraban su miel en la espesura de mburucuyáes y «camambués».

Cuenta una tradición del pago que en aquel búcaro enorme, ornado siempre de frescas frondas, guías y festones y a la vez que criadero exuberante de selváticas aromas, venían los pájaros en nutridas bandas a fabricar sus nidos, oyéndose al cuajar la aurora y al morir la tarde un himno eterno de complicados silbos y arrullos; y añade la tradición también, que a esas horas, unas veces entre luces y otras entre sombras, veíase entrar y salir del cenador a una mujer taciturna, rígida y fría que no por esto dejaba de sonreír a los vivos, pero que sólo parecía hablar con los muertos.

FIN