Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

No dijo palabra. Escupiose en las manos nervioso, empuñó el astil, y revolvió su cebruno, ya sobresaltado por el ruido de los disparos.

La yegua madrina de su «tropilla» manca de los encuentros, con el vientre casi al ras de las hierbas, jadeante y sudorosa pasó posada, sin fuerzas, a su lado, batiendo el esquilón.

Mirola de soslayo, en las ancas, donde llevaba dos o tres surcos sangrientos hechos por los sables; y llegó a arrojar un grito ronco retenido hasta ese momento por el arrebato en su garganta, semejante a la nota de un ave de rapiña a raíz de una pedrada en la cabeza.

Gruñó otra bala redonda desgarrando a su caballo la piel del cuello; lo que acabó de ponerlo ágil y saltarín, al punto de tascar el freno despavorido.

Él lo cuadró con mano experta, y sin perder los estribos, en los que apenas encajaban las puntas de sus «ojotas», acometió echado sobre el pescuezo al igual del toro que busca romper el cerco.

La lanza trazó un semi-círculo dividiendo al grupo, luego una recta inclinada que terminó en la garganta, de un soldado, derribándolo por grupas; después un molinete, veloz que remató en un golpe de flanco abriendo a un segundo el vientre; y por último, blandida con furia en un altibajo para ensartar a un jinete de frente y despedirlo lejos de la montura, el hierro marró el bote y el astil se hizo trizas en el arzón sembrando el aire de astillas.

Sonaron dos o tres detonaciones. El hombre de las «ojotas» cayó de boca sobre las crines del cebruno, bamboleose un instante y enseguida se deslizó a las hierbas con un ruido de mole que rueda en un barranco.

En medio de su pavura, don Anacleto lo vio caer con dos agujeros negros en el rostro a ambos lados de la nariz. producidos por la doble descarga de una pistola de dos cañones, a quemarropa.

A uno de los soldados, tendido boca arriba, brotábale como un surtidor la sangre del cuello. Aun así seguía retorciéndose. El otro estaba inmóvil, con el vientre desgarrado.

– XII –

Avanzaba la tarde llena de celajes, destemplada, presagiando noche de hielo. El sol descendía, y ya sobre el horizonte sus rayos mortecinos abriéndose paso entre festones de un matiz de perlas, teñían los cirrus de la opuesta zona de un rosa vivo, tan puro e intenso, que éstos semejaban alas de enormes flamencos surcando de través los aires en apiñada batida. Una especie de bruma sutil extensa y colorante, que no era más que menudo polvo difundido en la atmósfera a lo largo de la carretera, denunciaba, desde lejos a los vecinos inquietos la marcha de una gruesa columna de caballería,

En realidad venía hacia Guadalupe gran tropel de escuadrones a bandera desplegada. Oíanse a intervalos toques cortos de clarín.

Era la fuerza patriota que avanzaba en dos columnas, precedida por una gran guardia de tiradores y lanceros, y cubierta por una doble línea de flanqueadores que iban a regular distancia del núcleo, guardando entre ellos los trechos de ordenanza.

Aquella masa se movía en orden, con rapidez, deteniéndose de vez en cuando breves momentos para rectificar líneas y dar resuello a los caballos. Numerosas «tropillas» de relevo y reserva se aglomeraban a retaguardia, fuera del camino real, trotando en las praderas colindantes en densas agrupaciones.

La hueste revolucionaria se dirigía a Guadalupe, en donde se hallaba el coronel brasileño Pintos, con el segundo cuerpo de paulistas.

En la columna de la derecha y al frente del primer escuadrón, marchaban juntos Luis María e Ismael.

Cuaró iba en el ángulo de la mitad algo separado de la tropa, con la vista fija en el extremo de la columna de la izquierda. Componían esta columna los dragones de Rivera.

Luis María iba preocupado por la falta del miliciano que había hecho seguir, en su salida del campamento, y mucho más con la del individuo de tropa que enviara en pos de él. Estos detalles, nimios para otro, tenían a sus ojos una importancia seria, a partir de los hechos alarmantes de que estaba en posesión. ¿Qué habría ocurrido, que no aparecía sin más demora don Anacleto?

No dejaba de causarle inquietud un incidente que acababa de producirse, y que se ligaba de un modo estrecho a sus alarmas.

Ladislao había cambiado de filas, yéndose sin pase ni consulta siquiera a las del brigadier, con quien iba a esa hora conversando muy animadamente.

Al irse, había cruzado silencioso delante de sus compañeros de fogón. Cuaró le había mirado con encono.

Como al pasar, lo hiciera encogido al punto de similar corcova, en las espaldas, el teniente mal prevenido le había dicho en voz alta y airada:

-Ponele un puntal al rancho… ¡Mirá que se te va a caer!

Luego, Cuaró se puso fulo. Su cortezuda piel apareció más negra que de costumbre. Las alas de la nariz se le estremecieron varias veces, como si trataran de desplegarse con el venteo de un animal de presa.

Luis María llamó la atención de Ismael sobre la actitud del teniente.

Cuando Velarde lo observó, Cuaró ojeaba taciturno a Ladislao.

-Recuerda lo del fogón -dijo.

-Así ha de ser. Por lo menos adivina lo que pasa.

-No quiere a Frutos. Dice que es un «aguará» rabón.

Sonriose el joven ayudante, y murmuró bajo:

-Ladislao asegura por su lado, que nuestro jefe quiere que todos marchen con el mayor orden, cuando lo justo sería que sólo en la pelea los hombres obedeciesen. Mientras que esto no sucediera los paisanos podrían andar de rancho en rancho, disputar con los jefes, jugar a la «taba» y hasta dormir fuera del campamento si sentían deseos de cama blanda.

Ismael guiñó un ojo, alargando el labio; gesticulación habitual en él, cuando ciertas ocurrencias lo parecían despropósitos.

Después, resumiendo en una frase lacónica de estilo pintoresco su opinión sobre el individuo, dijo seco y breve:

-Criao a monte.

-Mal ejemplo, compañero, si cunde. El respeto y la obediencia son tan necesarios al soldado como el valor para ir a la batalla. Por eso admiro al bravo que sólo lo es delante del enemigo. Ese triunfa o muere en su ley.

Ismael, aunque casi insociable, cerril, tenía el espíritu vivo y perspicaz; algunos años de roce con ciertos hombres lo habían hecho un tanto accesible. Las palabras de Berón, si bien no muy claras para él, halagaban su oído como una música extraña. A veces lo dejaban en suspenso. Luego miraba al rostro del joven con un aire de admiración y de tristeza que esparcía en el suyo como un resplandor del instinto inteligente, ansioso de encontrar para manifestarse notas como aquellas de un idioma sonoro.

Así lo miró ahora melancólico y huraño.

Después murmuró:

-Por eso, antes no vencimos. Los hombres se juntaban como yeguares cuando el campo se quema, y coceaban al fuego. Ansina morían, rabiosos, pero sin miedo.

-Nuestras derrotas gloriosas no han sido más que lujos de heroísmo -dijo Luis María-. Se peleó sin organización, sin disciplina, sin ideal militar. En la hora de la prueba cada uno daba de sí toda la médula de su coraje, con su sangre o con su vida, pero antes de ese momento supremo, ninguno pensó que un cobarde hábil podía más que cien valientes imprevisores. Se creía en la pujanza del brazo como en el golpe de una centella; los briosos paisanos hacían la cruz a los fusiles en son de burla, y se reían de los cañones hasta el punto de enlazarlos de las ruedas… Sin embargo, esos fusiles y esas piezas, que ellos comparaban a las arañas negras cuando se arrastran por el camino, fueron los que inutilizaron su esfuerzo y su denuedo… ¡Acuérdese V., capitán! V., que puede enseñarme el camino del sacrificio y hasta reprenderme si me muestro débil en el día del combate; acuérdese y diga si eso es verdad.

-¡Como que aura es noche! -contestó Ismael, ingenua y suavemente.

Luis María se quedó pensativo, y miró de soslayo la columna de la izquierda. Ismael siguió aquella mirada, y se amorró.

Continuaron marchando en silencio.

Comenzaba una noche muy despejada, con su polvareda de estrellas y su aire frío como vaho penetrante de cultos abismos. Los soldados se habían envuelto en sus ponchos. Las dos líneas de bultos negros siguiendo paralelas guardaban un promedio de cincuenta pasos, al trote firme. Entre los prisioneros nadie alzaba la voz.

En la columna de la izquierda cierto bullicio sordo como de enjambre se extendía de la cabeza al otro extremo: los milicianos conversaban, reían, canturreaban, lanzábanse pullas como flechas o entreteníanse en levantar en las puntas de las lanzas algún residuo visible al paso, que luego despedían sobre el escalón delantero a modo de bola perdida. Con este motivo, a veces algún redomón enarcaba el cuello al sentirse rozado en los corvejones y sacudiendo los lomos hería el aire con los cascos, introduciendo el desorden en las filas. Si el jinete lo domeñaba, el elogio circulaba de boca en boca; si medía el terreno, el ruido del desplome producía una explosión de risas que podían resumirse en una sola y colosal carcajada.

En más de una ocasión, se impuso silencio.

En la derecha la actitud era distinta. La consigna había sido de observar la mayor compostura; y a causa de no cumplirla varios hombres fueron remitidos a la guardia de prevención. En caso de reincidencia, debían de marchar a pie con el caballo del cabestro.

El comandante Oribe, que era el que había dado la orden, decía que el voluntario estaba obligado por su misma abnegación a excederse al soldado de línea, sin lo cual su desprendimiento sería un acto vanidoso y su virtud guerrera un pueril alarde. El que ofrecía lo más, que era el contingente de su sangre, y aun de su vida, debía lo menos que eran el respeto y la obediencia. La victoria dependía de mil voluntades unidas como eslabones, sin perjuicio de la libertad individual relativa que no hacía sino afianzar la unidad de esfuerzo. Otra línea de conducta, sólo engendraba un espíritu de insubordinación y de licencia, que al estimular los resabios concluiría por torcer los planes mejor combinados, y por erigir la prepotencia personal en única autoridad respetable. El soldado se debía a la disciplina, como el ciudadano a la ley.

Todo esto había dicho a sus subalternos horas antes con firmeza y desenvoltura militar, recorriendo a paso lento las filas.

Sus palabras habían hallado eco.

De ahí que en el escuadrón reinase el orden. Sólo uno se había retirado, descompuesto y arisco, que era Ladislao Luna.

El diálogo de Luis María y de Ismael, no había sido más que un comentario a aquella arenga en favor del buen servicio.

Sobre esta terna se seguía hablando a la cabeza de la columna, cuando se mandó un alto de descanso.

Todos echaron pie a tierra, no poco deseosos de desperezarse fuera de los estribos con entero desembarazo; y las bestias resoplaron de contento, sacudiendo frenos y monturas.

Uno de los oficiales, el capitán Meléndez, se acercó al grupo formado por Berón, Ismael y Cuaró, diciendo:

-Parece que ha habido hoy un pequeño choque de partidas sueltas a este lado del camino, pues los exploradores han visto tres muertos en el bajo.

-¿Enemigos?

-Dos de ellos. El otro, no se sabe si pertenecía a los nuestros. Aseguran que no debía ser de la milicia; no se encontró arma alguna a su lado, ni siquiera un cuchillo.

-¿Viejo o joven, ese muerto? -preguntó Luis María.

-Hombre maduro, el pelo entrecano, que llevaba «ojotas». Le habían acertado dos balazos en la cara; lo que de lejos hacía creer que tenía cuatro ojos. Los otros muertos eran de caballería de línea. Por el uniforme debían de pertenecer a la que está de guarnición en Montevideo. Uno estaba casi degollado, y al otro le habían revuelto en el vientre una lanza con cuatro medias lunas, de modo que no le quedase entraña que no luciera al sol.

-¡Que cornada fiera!