Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

-Lo que nos convendría, sería difundir la especie de la reincorporación una vez que invadiéramos; inspirar confianza con nuestros propios actos al gobierno argentino y manifestar públicamente el propósito en todas partes, siempre que la suerte nos favorezca de algún modo en la empresa.

En la primer proclama, debería expresarse con claridad que perseguimos un fin práctico, y que detrás de nosotros hay un poder pronto a socorrernos, de otro modo, el proyecto, queda abocado al fracaso; sería pretender un imposible.

Por otra parte, en Montevideo los trabajos sobre el espíritu de la misma tropa, siguen con éxito. Algún concurso importante nos vendrá de allí, a pesar de la vigilancia de Lecor, pues consta a ustedes que contamos con amigos decididos hasta entre las mismas mujeres.

Sé bien que se habla de los hechos y episodios pasados como de una razón de resistencia en los paisanos, a una nueva guerra; pero, toda campaña militar en cualquiera época no siembra sino sinsabores, por sagrada que sea la causa… Después, sólo algunos resistirían a esta empresa y ya sabemos quiénes son… Poco debe importarnos, desde que los más nos secunden; como estoy seguro sucederá, si llevamos al frente de la invasión al comandante Lavalleja.

El aludido, que era el hombre bajo y vehemente, y el encargado del saladero, arqueó las cejas, replicando:

-Ya he dicho que acepto el honor; ¡y vuelvo a declarar que antes de retroceder dejaré la vida!…

Pero, creo que es conveniente aclarar estos puntos… El primero ¿están ustedes conformes en que proclamemos la anexión, como cosa necesaria, dejando al tiempo que confirme o no este acto tan grave?

Reinó un momento de silencio. Moviéronse las cabezas en actitud de vacilación; luego, todos fueron asintiendo sin discrepar en detalles. Uno, arguyó:

-¡Sí! Después los sucesos dirán…

-¡Pues que hablen los sucesos! -exclamó el caudillo con violencia. Lo que yo quiero es que pasemos cuanto antes; que pongamos mano a la obra con la ayuda de quien buenamente la preste… sea a condición de eso que ustedes dicen necesidad, sea para nuestra libertad completa. El sable, que tengo ahí colgado, se salta de la vaina. Acordemos los medios… poca política, ¡que ésta, todo lo embrolla! ¿Qué piensa V., comandante Oribe?

El así nombrado volvió a hacer uso de la palabra, diciendo con una mesura que no excluía la firmeza:

-Cuando el cabildo de Montevideo, contra la opinión de los de Canelones y Maldonado que estaban cohibidos por los imperiales, sostenía la idea de la independencia absoluta, todos nosotros la defendimos con las armas, aunque infructuosamente… Creo que ahora estaríamos dispuestos a lo mismo, si alguien nos apoyase, como entonces lo hizo el general, Álvaro da Costa. Pero, ¿quién ha de venir en nuestro auxilio en las presentes circunstancias? Los gobiernos nos hostilizan. Por eso ha sido mi insistencia que procuremos atraernos al de Buenos Aires, nuestro aliado natural. No sé si lo conseguiremos: habrá que tomarse mucho empeño en ello, si ha de darse solidez al movimiento.

Luego, es preciso explorar el ánimo de los paisanos prestigiosos…

-Ese era mi segundo punto… la madre del borrego. Se nombrarán tres de los compañeros en comisión. Enseguida de esto, queda el rabo por desollar: ¡Frutos!…

Y el caudillo apretó nervioso los dos puños.

Los demás, quedaron en suspenso.

-¡Frutos! –prorrumpió al fin Oribe-. Al brigadier, si se puede, se le utiliza. Quedaremos en la alternativa de hacerle plena justicia si reacciona, o de eliminarlo si se obstina. Dada la posición que ocupa, lo primero sería de gran eficacia, y lo segundo de gran efecto.

-¡El gazapo es pura maña! -murmuró Lavalleja con la vista en el suelo, como si mentalmente esbozase ante ella la figura de su antiguo y astuto compañero de temerosas aventuras.

Como se ve, la lucha a emprenderse presentaba para estos hombres todas las perspectivas angustiosas con que la desconfianza y la duda rodean siempre a las tentativas arduas. De suyo heroica, esta exigiría un temple nada común en sus actores, una decisión a toda prueba y una voluntad inquebrantable en el propósito que pusiera de relieve su grandeza y le atrajese el concurso de las energías populares. Rivera tenía prestigio real en campaña.

Comprendiéndolo así, esmerábanse en conciliar los medios de ejecución con la enormidad del obstáculo.

Sobre ese tema inculcaron, prolongándose gran parte de la tarde en el animado diálogo. Tuvieron en cuenta los elementos propios; las nutridas filas enemigas; las grandes dificultades de los primeros momentos; la porción de suerte, que entra siempre, como fuerza coadyuvante en la acción desesperada; las consecuencias que aparejaría una posesión completa de la campaña; las eventualidades posibles en lo internacional y político, dada la situación respectiva de las los naciones rivales; y por último, bordaron con mano caprichosa en tela tan vasta las ilusiones más seductoras.

Designose como avanzada, exploradora a Manuel Lavalleja, Manuel Freire y Atanasio Sierra. Estos patriotas, debían de recorrer la zona meridional del país donde residían los principales nombres de prestigio, a fin de consultarlos y atraerlos al pensamiento. También les estaría encomendada la misión de ir hasta Montevideo para ponerse al habla con ciertos vecinos de representación y valimiento.

Tratose de la bandera.

-Mantendremos la única que ha flameado en nuestras guerras, -dijo Oribe.

-Sí. Ninguna otra. La bandera de Artigas. Es la que conocen como propia los paisanos, la que seguirán con resolución, aunque les recuerde los tristes desastres… ¡No hay trueque con otra, ni se cambian caballos en la mitad del río! Este es mi modo de pensar. Si viene otra derrota, será la última, porque caeremos envueltos en esa bandera.

-¡De acuerdo! -exclamaron diversas voces que en lo excitadas revelaron hervor en las pasiones.

El recuerdo había herido fibras sensibles. La enseña del heroísmo aparecía simpática y atrayente ante los ojos de los que la habían visto ondear en los campos de la derrota, en los postreros días de la pelea implacable con sus tres fajas de colores saltantes, sencilla, sin moharra de plata ni flecos de oro, en un astil de coronilla, con su tela rejoneada por el acero y cubierta de manchas de sangre en testimonio mudo del esfuerzo y del sacrificio.

– III –

Dos días después de esta reunión, diose principio a ciertas maniobras que apenas trascendieron en Buenos Aires; pero que, en la banda oriental del río, tuvieron su prolongación y eco entre determinadas personas avecindadas en el litoral. Empezó a decirse que «la semilla cuajaba»; que «pronto sonaría la hora».

Hablábase de asuntos no menos graves. El gobierno argentino había prohibido decididamente todo trabajo tendente a romper las relaciones de amistad que existían entre la república y el imperio a consecuencia del último tratado. Se vigilaba con el mayor celo los pasos de los emigrados; por manera que sus planes tenían que ser sofocados en embrión. Y aunque así no fuera, aunque lograsen llevar la iniciativa al terreno, ¿de qué medios se valdrían para cohonestar las hostilidades de los dos grandes adversarios entre los cuales colocaba su misera suerte a los patriotas?

Cuando el general Lecor, hombre astuto y político, se posesionó de Montevideo, había convocado el cabildo; y apercibido del incremento de la emigración, así como de los peligros que esta incubaría, apresurose a invitar al regreso a varios de los vecinos influyentes que se encontraban en Buenos Aires, entre ellos al alcalde de primer voto y al regidor defensor de menores. Pedía a esos ciudadanos que siguiesen sirviendo sus empleos, asegurándoles en nombre del emperador «un completo olvido y respeto sumo», si acataban su autoridad. ¡Su majestad estaba lleno de clemencias! Interpretábalas complacido el general vencedor, sabiendo que aquellos personajes habían ido comisionados para pedir auxilios al gobierno argentino.

Como se veía, esa actitud de Lecor y la de los hombres públicos de Buenos Aires coincidían en el sentido de atemperar las pasiones y de cerrar toda puerta a la esperanza. Algunos expatriados volvieron. El mayor número, quedó; sin olvidar sus viejos lares. Añadíase que en vez de darlo todo por concluido, los próceres se empeñaban con gran celo en atraerse recursos y ganar voluntades, recurriendo a las personalidades descollantes por su poder e influencia. Con este motivo, dábase como un hecho que el general Estanislao López, gobernador de Santa Fe y caudillo prepotente del litoral habíase comprometido a socorrer con municiones a los hombres que meditaban proyectos tan extraordinarios como los cuentos heroicos de los «payadores».

A pesar de tales rumores, los vecinos reflexivos se resistían al convencimiento; atribuyendo la propaganda que se hacía al deseo constante y vehemente de sacudir una opresión que les imponía renegar de su idioma, cambiar los hábitos políticos y aun las costumbres sociales, en nombre del derecho de conquista.

Algo vino no obstante bien pronto, a difundir nueva alarma en el país.

En ciertos pagos empezó a esparcirse como en secreto la versión de que los hombres emigrados se proponían cosas muy serias respecto a la situación imperante. Una junta o centro directivo había al país varios sujetos, bien vinculados a sus propósitos por solemne juramento para que explorasen los distritos y consultaran la opinión de los patriotas acerca de una tentativa revolucionaria a realizarse.

Estos emisarios habían penetrado al territorio de una manera misteriosa, pues nadie les vio poner pie en las playas del río. Internáronse sin ser sentidos. Cruzaron las campañas de incógnito levantando murmullos de asombro, de esperanza, de alegría entre aquellos que eran dignos de conocer sus secretos; y marchando audaces a través de guardias enemigas, íbanse deteniendo aquí y acullá, en poblaciones aisladas, para continuar en la noche su camino, a modo de sombras fugaces. Hablaban a puertas cerradas; comían del «asador» poco y aprisa, tomaban «mate» amargo con el pie en el estribo o de a caballo; decían ¡adiós! con un acento extraño, de forasteros furtivos, y luego desaparecían sin dejar rastro. Se aseguraba por unos, que traían a los paisanos «memorias del viejo Artigas»; otros sostenían el viento, como indicio, «de un pampero fuerte», soplaba de Buenos Aires.

El hecho era que estos personajes de «agüero» iban recorriendo ciertas zonas en donde vivían gozando de prestigio algunos caudillos, aunque esa su vida era comparable con la de las alimañas a monte, acechados por un cordón de soldados que vivaqueaban en todas direcciones.

Los emisarios avanzaban, sin embargo, eludiendo peligros. Habían estado en Pando. De allí, se habían dividido sin tropiezo alguno, después de conversar con antiguos servidores del vencedor de las Piedras, unos para el centro de la campaña, otros para Montevideo, como si fuera fácil atravesar sus murallas defendidas por cien cañones, sin inspirar recelos.

De pronto, habían sido sentidos, a pesar de andarse con tantos disfraces; y a una, todos los destacamentos desparramados por los campos a modo de «perros tigreros» se lanzaron sobre ellos; siguiéronles la huella con tesón; los acosaron de cerca y consideraron, seguras las presas, antes que los hombres misteriosos llegaran a la ribera del gran río.

Interés como pocos, había en apoderarse de ellos. Y así se creía sucedería, dados los exiguos medios de fuga de que podían echar mano en un país conquistado; con todo, confirmando la sospecha de las gentes sencillas que los habían visto cruzar taciturnos por delante de sus ranchos de que no debían ser más que «ánimas de valientes»; caídos en otros años, borrascosas en los charcos de Corumbé y de Aguapey que regresaban a sus hogares convertidos en «taperas», evaporándose al final del rastreo a modo de duendes, y los perseguidores encontrando la soledad siempre por delante, arroyos sin manadas en sus ribazos, y montes de aspecto siniestro de cuyo seno parecían salir resuellos de fieras, que descansan, se decidieron al fin a volver riendas; persuadidos de que una cosa es descubrir el «matrero» por la humaza del fogón encendido en su guarida de bóvedas flotantes y otra, cogerlo, a lo largo del boquete, o sentado, en una rama.

Se había sabido, después, aunque sin certidumbre que aquellos hombres desconocidos habían atravesado el ancho río en medio de peligros idénticos a los que acababan de conjurar, a causa de las embarcaciones armadas que hacían la vigilancia de costas; que la corriente les fue tan propicia como la suerte en tierra, y que el capitán de una cañonera brasileña aseguraba no haber visto bote ni chalupa alguna en el canal, sino un «camalote» en el que iban dormitando varios tigres que arrastraban hacia abajo las aguas correntosas.