Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

La casa en que vivían era muy hermosa, en la calle de San Fernando. Muchas habitaciones con paredes macizas, patios grandes, jardín, huerta, y en el fondo un estanque. Tenía vistas a la plaza principal y a una iglesia de ladrillo desnudo, que era la Matriz.

Desde un pequeño mirador del fondo se divisaba la ciudadela con sus dos cúpulas chatas, la muralla del norte, la puerta de San Pedro y más allá el campo, las colinas ondulantes y el montículo de la Victoria.

A la izquierda, por encima de las techumbres rojizas y de las casernas de piedra con sus medias naranjas cubiertas de hierbas, las aguas en anfiteatro modelando la península, nuevas lomas airosas y el cerro con sus faldas sembradas de viviendas dispersas, como oscuros abejones en verde dosel.

Los buques de la armada asomaban sus cofas por arriba de la isleta de la bahía, a modo de lianas confundidas entre árboles sin hojas.

Don Carlos Berón tenía por costumbre en las tardes ir al mirador, en donde permanecía un rato, observando con un anteojo las naves que entraban o salían. A veces, el campo era su panorama predilecto. Espaciaba la visual en la vasta zona que se descubría delante, largos momentos, atento a las menores novedades del horizonte. Cuando descendía, daba sus noticias con aire sesudo. La fragata venía a toda vela del Janeiro; o un bergantín verileaba por la punta del este, rumbo a Maldonado; si ya no era que el vigía de señales indicaba buque a la vista; o unas nubes de occidente impelidas con fuerza, presagiaban la llegada del «pampero».

A ocasiones, reinando la borrasca, con un gorro de piel de mono y envuelto en una capa, subía a su observatorio, a fin de persuadirse si el viento y las olas habían hecho garrar los barcos de pescadores o las lanchas de guerra. Cuando era muy recia la «suestada», veía en la playa del norte como una resaca de gánguiles botes y balandras, unas de borda en las arenas, otras de quilla para arriba. En las costas del levante solía distinguir contra las piedras pequeñas embarcaciones hundidas que sólo enseñaban la mitad de los mástiles. Hacia el sur, naves dispersas empeñadas en ganar de bolina el puerto; o una goleta juguete de las olas con el timón roto, o una barca sin velamen ni masteleros que se ocultaba o resurgía entre crestas espumosas, para sepultarse al fin en el abismo.

Entonces cuando bajaba, traía nuevas de sensación a su esposa y huésped reunidas con otras personas en el comedor, al amor de la lumbre.

Condolíanse todos de los sufrimientos ajenos, en largos y animados comentarios: pero al fin caían en los propios, sin apercibirse de ello, como corolarios forzados de todas las conversaciones o íntimas confidencias.

Aquellas ideas de don Carlos al mirador eran frecuentes, aun en días crudos; siendo así que antes sólo lo hacía por pasatiempo, como un ejercicio higiénico, evitando en lo posible el contacto del aire frío. Su esposa había llegado a notarlo; y acaso adivinando la causa, sin trasmitirse impresiones, lo miraba fijamente al rostro cada vez que volvía, como si quisiera leer en él alguna nueva extra ordinaria.

El viejo soldado de Ruiz Huidobro nada decía que no fuese relato de algún accidente del puerto o apreciación del estado de la atmósfera. Aparte de eso su gran casa de comercio absorbíale casi todo el día. No se llevaban sin embargo los libros a su gusto, y esto, a pesar de dirigir él mismo la contabilidad con aquel esmero y pulcritud que tanto distinguían a los hombres probos de la época. Algo creía el viejo Berón que fallaba allí, que él no se explicaba claro, por lo cual siempre se exhibía a sus dependientes de mal ceño, rígido, al punto de ser temida su presencia detrás de mostradores.

Y como viese que nunca dejaba de tener una razón de disgusto, preguntole una tarde a su esposa si ella no notaba lo que a él le parecía gran deficiencia en su despacho.

-Sí, -había contestado la señora con un gesto de tristeza infinita-. Falta el tenedor de libros.

Don Carlos había tosido, sin replicar e ídose al mirador a paso firme, muy metido en su capa.

Esa tarde bajó casi de noche, diciendo que en el puerto y en todo el largo de la rambla del sur andaban varios barcos voltijeando sin tino y desgarrada la vela, buscando algún peñasco en donde abrirse o algún aterrado en donde enclavarse. Se habían izado señales y disparádose cañonazos de socorro; pero la mar estaba muy gruesa, del sur venial, como montañas de aguas verdinegras y espumas y el cielo oscuro prometía lluvia torrencial. Las goletas y patachos sacudidos en sus ancladeros lo mismo que grandes corchos, habíanse afirmado con cabos y maromas a los postes cercanos a los muelles, bien arreado el velamen. ¿Qué sumaca había de atreverse a verilear por la restinga de punta Brava para prestar auxilio sin caer en los bajíos pedregosos?

La tormenta iba tomando el giro del huracán.

Como una confirmación de estos datos, llegaba un sordo estruendo de atrás de las murallas del sur mezcla de los bramidos del viento con los furores del oleaje.

-¡Pobre de los pescadores y marineros! -dijo la señora-. Pero… ¿de la parte del campo, nada viste?

-¡Nada! -prorrumpía con violencia don Carlos-. ¡Está desolado y monótono, con sus eternas lomadas, sin alma viviente en parte alguna, como si todo lo hubiese arrasado una peste maldita!

En estos sus enojos de todos los días con un fantasma, pues a nadie nombraba, concluía siempre por irse a su habitación.

Su esposa y Nata quedábanse meditabundas, con una gran sombra de pesar en las frentes.

De este estado solía sacarlas la avispada Guadalupe entrando de improviso y trayendo alguna noticia oída entre los grupos de la calle o del café, de la esquina inmediata, cuando no la había recogido de labios de los esclavos de confianza o de los negros pasteleros que pululaban en las aceras de la plaza con sus canastas de empanadas rellenas.

No siempre sus informes eran verídicos o halagadores; pero por lo menos reavivaban las impresiones y deseos, engendrando nuevas dudas o esperanzas sobre la suerte de los «insurgentes».

Las medidas que se habían dictado contra los jefes del movimiento eran tan inflexibles, que hacían pensar cosas terribles acerca del fin que pudiera caberles a los que con ellos servían. Se habían ofrecido premios de sumas cuantiosas por ciertas cabezas, y era de temerse que este aliciente empujara a la perfidia y a la traición, pues que todos los medios se consideraban lícitos para restablecer el orden.

Las nuevas de Guadalupe se referían día a día a estas resoluciones, y a las seguridades que se daban de ser presentados pronto al gobernador los cráneos de los caudillos audaces.

Otras veces, eran rumores vagos, pero alarmantes sobre hechos ocurridos en el interior de la ciudadela y otros cuarteles. Se hablaba de extrañas maquinaciones, de síntomas inquietantes en la infantería pernambucana; y hasta llegó a difundirse con misterio la especie de haberse aplicado crueles castigos en las casernas a varios soldados.

Los principales hombres nativos, avecindados en el recinto de la plaza, habían sido apresados y conducidos entre guardias a bordo de una corbeta de guerra, la misma en que se encontraban don Luciano Robledo y otros patriotas, purgando imaginarios delitos.

La mano militar se hacía sentir a plomo. Últimamente no se toleraban reuniones, y al toque de queda todos debían recogerse en sus moradas, bajo la amenaza de una represión segura.

El mismo afán de inquirir datos para mistificarlos en beneficio de la situación, como recurso de adhesión pasiva, iba desapareciendo. Se conversaba con miedo, a medias palabras, sin afirmar nada concreto; de ahí que no viniese de la calle, otro ruido que el de los instrumentos militares y del paso precipitado de las tropas que relevaban los puestos.

No era solamente Guadalupe quien sorprendía a sus amas, en medio de las preocupaciones de cada día.

Otra persona, a quien ellas y el mismo señor Berón recibían con deferencia por razones bien explicables, venía de vez en cuando a ofrecerles sus respetos, de un modo tan cortés y afectuoso que, venciendo naturales escrúpulos, veíanse en el caso de retribuirlos con agasajo aun en medio de las tribulaciones de ánimo.

Era esa persona el teniente Pedro de Souza, de la caballería imperial -gallardo mozo de modales cultos que llevaba el uniforme con bastante bizarría y no arrastraba por el suelo la contera del sable, como otros de su arma.

Medido y circunspecto, sus frases nunca rozaban las cosas del día sino por incidencia, en cuanto eran ellas estrictamente precisas. Asuntos familiares eran sus temas; a veces delicados comentarios sobre la necesidad de la paz, el don precioso para los países jóvenes y ricos.

Jugaba al ajedrez o al dominó con don Carlos, quien rara vez perdía; por lo cual el visitante tenía para él sus méritos incuestionables. En ciertas noches se hacia tertulia a la malilla por breve rato. Las visitas no eran largas; mucho menos en el tiempo de que hablamos, porque el servicio exigía múltiples atenciones y se combinaban los medios de abrir campaña de un momento a otro.

Alguna vez la señora de Berón se permitía aventurar alguna expresión en sentido de investigar la verdad de lo que estaba pasando.

El teniente notaba entonces cuán fijos en su rostro se ponían los lindos ojos de Natalia, muy abiertos, cual si a ellos se agolpase de súbito todo lo que concentraba en el fondo del cerebro. ¡Emoción extraña le causaban aquellas pupilas llenas de luz serena!

Contestaba solícito diciendo que los informes no eran nunca seguros; pero lo cierto parecía que la insurrección había alcanzado algunas ventajas. Nada más agregaba. Era necesario resignarse.

Natalia había sido siempre con él atenta; pero reservada, casi prevenida. Algo de aspereza acompañaba a sus palabras, y de forzado a sus sonrisas.

Aquella joven blanda y bella sentía mal sus nervios en presencia del oficial extranjero. Causas concurrían para ello, aunque no fuesen de odio o antipatía profunda. Las vicisitudes de su familia y los pesares propios, inclinando su espíritu al aislamiento la habían hecho indiferente a todo anhelo que no naciese de lo que ella había amado o quisiera aún, como suprema aspiración de su vida solitaria.

Era una juventud llena de primores, pero adusta. Algo de altivez y de dureza se descubría en su ceño, a pesar de la expresión suave de sus pupilas sombreadas por doradas pestañas. Sus actitudes imponían a Souza, que ahogaba siempre en sus labios alguna frase insinuante, si es que a medias no la emitía coma fórmula de un pesar oculto o de un sentimiento amable. Sin duda ella había comprendido que el teniente reprimía deseos vehementes de expansión, ansias quizás de revelarse por entero; y ponía delante su frialdad como valía insuperable. Con todo; cuán bien dispuesta se hallaba en el fondo de estrechar más aquella relación, de hacerla más comunicativa y familiar, siquiera fuese para vencer las reservas discretas de Souza respecto a lo que ella tanto anhelaba conocer en sus menores detalles.

– XIV –

Una mañana, muy temprano, Guadalupe dirigiose presurosa a la pescadería del norte en busca de pescadillas de rey; bocado predilecto de don Carlos, que ella era muy hábil en preparar, y que a indicación de Natalia tenía dispuesto a lo menos dos veces en la semana. Iba la negra con su canasto al brazo, luciendo un vestido nuevo a listas moradas y un pañuelo de colores vivos cruzado por el pecho, echando miradas por encima del hombro a los pernambucanos del tránsito, cuando al llegar a la calle de San Pedro viose en el caso de detenerse, pues estaba obstruida por un regimiento de caballería.

Ella miró con atención. Sabía distinguir los cuerpos del ejército por sus números, aun por sus uniformes; y conocía a sus jefes por haberlos visto muchas veces en revistas y paradas.