Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Y repartía cachetes en los hocicos.

-En encontrar estos «sotretas» se me fue la hora… Pero son gordos y de aguante. Tú irás en la delantera y yo de «cuarteador», para andar con menos tropiezos. Va a hacernos nochecita clara, el camino es como pared de iglesia, y no hay que mudar para dar la sentada hasta «Tres ombúes»… ¡Diablo de «sotreta»! El que te domó fue a la fija un maula, porque te dio entre las orejas por la vida ociosa. ¡Vaya, matungo!

Y sonó otro puñete recio en las narices.

El caballo dio un salto de manos y un resoplido, estornudó y se estuvo quieto.

Con los escasos arreos de Jacinta, concluyeron de enjaezar el tiro a fuerza de mano dura e ingenio; y antes de asegurar y colgar los «muchachos», Esteban hizo una inspección en el interior del vehículo.

El herido se había puesto boca arriba, y seguía en su modorra. Lo arrebujó convenientemente en previsión de peripecias en el viaje; y, aunque titubeando, acercó a sus labios secos la calderilla con agua, después de haber vertido en ella una buena cantidad de «caña». Al principio, el herido los removió resistiendo, pero luego bebió con ansia hasta dejar casi vacío el recipiente.

Cuando el liberto descendió, ya Celestino estaba en la delantera empuñando el rendal.

Llenó él las últimas diligencias, tentó con los dedos ruedas y quinas por si faltaba algún accesorio; colgó los puntales y, dando al fin un gran resuello, montose en el caballo de «cuarta» diciendo bajo:

-¡Vamos!

El vehículo se movió al paso, dirigiéndose por los sitios más solos, hasta salvar la próxima loma.

Una blanca claridad bajaba de los cielos y se extendía plácida en el infinito mar de las hierbas.

Como fugaces sombras, a la par que negras rumorosas, con un rumor de alas fornidas, solían cruzar lentas la atmósfera hacia el llano, sembrado de despojos, bandas dispersas de grandes aves graznadoras.

– XXXIV –

El día que se siguió a la salida de Bentos Manuel de Montevideo, reinó verdadera alegría en la casa de Berón motivada por la presencia de don Luciano Robledo, que recobraba al fin su libertad merced a los reiterados empeños del capitán Souza con el barón de la Laguna.

Este grato suceso compensó en cierto modo las angustias que causaba la partida de la columna brasileña; y por tres o cuatro días se celebró sin reservas en aquel hogar tan combatido.

Don Luciano, sin embargo, manifestó su resolución inflexible de irse al campo a atender sus intereses tan largo tiempo relegados a la suerte, aun cuando para cumplirla fuera preciso arrostrar todo género de dificultades y peligros.

En vano se le pidió que la postergase, en atención al estado en que se encontraba la campaña y al hecho de habérsele dado la ciudad por cárcel. Robledo se mantuvo firme.

Entonces, Natalia díjole que no se iría sin ella.

Esto hízole vacilar algunas horas.

Trató a su vez de convencerla con las razones más concluyentes. Llegó a agotar sus extremos cariñosos.

La joven mostrose tan resuelta como él.

-¿Acaso te soy pesada? -díjole con amargura.- Puedes necesitar de mí, ahora más que nunca. Yo quiero ir a la estancia; allí descansa mi hermana y están todas las memorias que amo, bien lo sabes… ¡Si no me llevas, me iré sola!

Don Luciano la abrazó, accediendo a todo.

La partida debía hacerse, por la vía fluvial, en una sumaca de don Pascual Camaño, la que los conduciría en la noche a la barra de Santa Lucía, aprovechándose del alejamiento momentáneo de las naves de guerra que vigilaban las costas del Este, a la espera de corsarios.

La noche de la despedida fue de sensación.

La madre de Berón, que había observado en Natalia a más del que le guiaba al acompañar a su padre, el interés de aproximarse y aun de ponerse al habla con su hijo, retuvo a la joven entre sus brazos reiteradas veces, como disputándole aquella primicia deliciosa; y hasta llegó a decir que ella se pondría en viaje también, pues que se sentía fuerte para ello.

Esa lucha fue de largos momentos, y sólo cesó cuando Natalia dijo llena de fe y entereza:

-Si así lo quiere la suerte, yo he de cuidarlo, mucho… ¿No cree V. madre que yo soy capaz de hacer por él todo lo que V. en su ternura? ¡Oh, sí!… ¡Que digo verdad, Dios lo sabe! No tema, no, porque hemos de ser felices. Yo le escribiré todo lo que sepa; y si lo veo mucho más. ¡Nada dejaré por decir!

Ante estas seguridades, la madre cedió.

La partida se hizo ejecutivamente en la sumaca con toda felicidad. El embarque se realizó sin tropiezos ni dilaciones a la hora prefijada y en sitio aparente.

Soplaba un ligero viento sur que condujo la pequeña nave a la barra con rapidez.

Una vez allí al romper el alba don Luciano tuvo que andar poco para llegarse a la «estancia» uno de sus viejos amigos, quien le facilitó un carro con su tiro correspondiente que le condujese con su hija y Guadalupe a «Tres ombúes».

La llegada a la estancia, después de tantas vicisitudes fue de emociones.

Don Anacleto salió a recibirlos, excusando a Nerea y Calderón, los peones viejos, que a esa hora se encontraban en faenas de pastoreo algo distantes de las «casas».

-Que vengan -dijo Robledo.- Quiero yo mismo poner en orden todo esto, pues confío en que no han de volver a apresarme. ¡Antes, gano el monte!

El capataz estaba contento y dio buenas noticias a su patrón del ganado.

Poco se había perdido.

Aquel era como un rincón oculto, espaldado por inmensos bosques, y a causa de eso sin duda, las partidas que «arreaban» haciendas vacunas y yeguares habían pasado de largo «repuntiando a gatas», como decía don Anacleto, algún trocito de morondanga del lado allá del paso.

¡Hasta su «terneraje orejano» se había librado del arreo!

Los «matreros» se habían comido algunas vaquillonas con cuero; pero la pérdida era de poca monta.

Natalia y Guadalupe pusieron mano activa y celosa al arreglo de la casa; todo lo removieron, limpiaron y reformaron, al punto que don Luciano no pudo menos de decir, cuando volvió de recorrida del campo, que sin mano de mujer no había nunca hogar que se quisiera.

Al verlo tan aseado y alegre, en su misma humildad, sintió que renacía su amor al viejo arrimo.

Todas las plantas se habían multiplicado y entretejido; las enredaderas silvestres, sin miedo a la poda, alargándose cuanto pudieron, serpentiformes y enmarañadas, se habían trepado a los arbustos y de éstos pasado a los árboles en cuyos troncos formaban rollos gruesos como maromas. Los retoños venían con fuerza.

Caían las últimas florescencias en los frutales y follajes nuevos de un verde-morado cubrían los grandes caparachos de gajos.

Las golondrinas habían vuelto a anidar bajo el alero, y los «dorados» en las copas de los ceibos que enseñaban ya semi-abiertos sus racimos de flores granate.

En la huerta nada se había cultivado.

En cambio, los agaves desprendían sus pitacos enhiestos de entre las últimas hojas listadas de amarillo y verdi-negro.

A un costado el bosque de Santa Lucía intrincado y espeso se revolvía en giros caprichosos, cubriendo inmensa zona; al fondo los cardos recomenzaban a llenar el pequeño valle con un enjambre de tallos y de pencas, y más acá, a poca distancia del linde de la huerta, habían rodeado aquel sitio de todo género de plantas de la selva, de modo que era un boscaje o red de infinitos hilos, troncos y ramajes entrelazados y confundidos, muchos de los cuales aparecían cuajados de flores y brotos.

Natalia consagró a este lugar su primera vista. Hallolo muy agradable, en la medida de sus deseos. Simulaba una «glorieta» sin armazón artificial, modelada por ceibos jóvenes, sauces y parietarias diversas.

Lo hizo expurgar; desbrozar el terreno, y añadir otras plantas de su predilección.

En esta grata tarea empleó varios días. Cada uno de éstos que pasaba, era para ella un deleite ver los progresos adquiridos.

Se hicieron senderos, diose a la vegetación la forma de dos círculos concéntricos, de manera que se pudiese más adelante levantar un cenador verdadero en el espacio intermedio que se cubriese de nutridos doseles.

El sitio en que descansaba Dora quedó libre, con bastante trecho a uno y otro lado.

Aunque se formase encima una cúpula de siempre-verde más tarde, el interior conservaría capacidad suficiente para dar paso a los visitantes, siempre que se detuviese el avance atrevido de las parásitas, que la tierra negra cubría con maravillosa savia.

Por más de una semana se dedicó Natalia a estos cuidados. ¡Se sentía tan bien en medio de ellos cuando vigilaba la tarea sentada en un tronco junto a la cruz!

– XXXV –

Volviendo una tarde de aquel sitio, vio que de la colina del frente bajaba un carretón conducido por dos hombres.

El vehículo caminaba despacio, sus conductores parecían evitar con trabajo los hoyos o sajaduras del terreno, como si transportaran un enfermo de gravedad.

Uno de ellos era negro y venía «cuarteando» en eses y zig-zags con una destreza digna de atención.

Natalia lo reconoció al momento, y alargando el brazo lanzó una voz:

-¡Esteban!

Todo lo adivinó, invadida de repentina angustia. Él debía venir allí; ¡pero en qué estado!

Por un momento sintió que sus fuerzas le faltaban quedándose inmóvil, perpleja, aturdida; mas, pronto reaccionó y fuese paso tras paso al encuentro de aquel convoy siniestro que no demoró en llegar al palenque.

-¡Ay Esteban! -exclamó anhelante;- es él que viene ahí, ¿verdad? Es tu señor que viene herido, acaso moribundo… ¿Hubo entonces combate? ¡Oh, pronto! ¡Bájenlo, quiero verle; no vayan a hacerle daño al tomarlo!…

Esteban dijo:

-Ayer se dio una batalla y triunfamos. Mi señor fue cortado en el centro y herido dos veces; pero ahora está un poco tranquilo, y con el cuidado de su mercé ha de ponerse bien.

-¡Dios te oiga! -gritó la voz fuerte y viril de don Luciano; quien había escuchado esas palabras y se hallaba ya delante del carretón…- Abre la portezuela para que carguemos con él sin pérdida de tiempo… En estas cosas se obra ante todo… Tú, hija, ve a arreglar la cama. ¡A ver ustedes; ayuden! -prosiguió dirigiéndose al capataz y peones viejos que acudían.- Vamos a bajarlo y conducirlo en un catre hasta mi dormitorio de modo que no le griten las heridas. ¡Listos, canejo! Bien se ve que a ustedes no le duele, mandrias. Ya me temía yo este desastre en el primer refregón… ¡No se hacen las cosas a medias por estos muchachos de sangre caliente que se imaginan como lo más sencillo de este mundo llevarse todo por delante! ¡Estos son los gajes, por Cristo!

Bueno… ¡A ver el catre aquí, en frente de la puertecica, y manos a la obra!

En tanto Robledo daba sus voces de mando y preparaba así el transporte del herido, Natalia había corrido veloz al dormitorio y aderezado el lecho con mano convulsa, casi sin alientos.

Era el mismo lecho que el joven había ocupado la otra vez.

El aposento presentaba igual aspecto que entonces; las cortinas del ventanillo habían sido renovadas.

Delante de la cama, Guadalupe puso una gran piel de «yaguareté» que estaba antes en la habitación de Nata.

Como su ama, la negrilla se sentía hondamente atribulada.

Mirábanse las dos, en medio de su faena febril, en silenciosa ansiedad.

Solía una deshacer lo que otra hacía, confusas, sin tino; hasta que deteniéndose de súbito Natalia, como para recobrar algo de la calma perdida, pareció lograrla tras de un largo sollozo, y dijo con aire resignado:

-Es preciso no rendirse a la aflicción… Arregla despacio, Lupa, y que todo esté en orden. Yo voy por hilas y vendas, que han de ser muy necesarias ahora mismo. Que traigan agua del manantial, y tú ponte a cocer corteza de «quebracho» en abundancia. ¡Ay, Dios!… ¡No sé por qué tiemblo tanto!

La joven se puso las dos manos en la cara, y salió.

Llevaba las mejillas ardiendo.

En el comedor se encontró con la ambulancia improvisada.

Al verla, Luis María se sonrió. Aunque muy pálido, parecía tranquilo. Le traían en el catre, cubierto hasta el pecho con una manta.

Extendió su mano izquierda a Natalia con un gesto de anhelo íntimo y satisfecho.

Ella se la tomó con las dos, estrechándola sin escrúpulos, acercó bien al de él su rostro, y lo estuvo mirando un rato con ansia indefinible.

Lo examinaba detalle por detalle, como si quisiera cerciorarse de que la muerte, no lo había aún sombreado con sus alas. Respirando a grandes alientos, la alegría asomaba a sus ojos mientras lo contemplaba y sus labios se removían lo mismo que si regañasen en sueños.

Todos guardaban silencio.

Al fin, Natalia dijo, abandonando suavemente la mano del herido y mirando llorosa a su padre:

-Todo está pronto, papá. ¡Pásalo allí!…

El joven fue colocado en el lecho.

Desde ese instante, empezó el cuidado asiduo.

Laváronse las heridas, cambiáronse hilas y vendajes; alimentose al paciente; todos se pusieron en la casa en actividad para procurar lo indispensable a su curación inmediata.