Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Otro de los proyectiles se alojó en el cuerpo de Jacinta.

El disparo había sido hecho a quemarropa, y su blusa humeaba.

Al reincorporarse iracunda, cayole de costado el taco ardiendo, y ahogó por un instante su voz el humo de la pólvora.

Dos o tres de los más valerosos, tentaron levantar el estandarte con la punta de sus sables; pero Jacinta dio un brinco y sepultó su lanza a dos manos en el vientre del dragón de talla gigantesca, que alargaba cuanto podía su brazo para alzarse con el trofeo.

Se alzó, sí, más con la lanza prendida en sus carnes por la media luna invertida a manera de arpón, que se llevó en la fuga.

Luego, Jacinta cogió el sable de Luis María en su diestra, rodeó con su otro brazo el cuerpo del herido y empezó a arrastrarle con todas sus fuerzas, diciendo desesperada:

-¡A él no, bárbaros!… ¡Déjenlo por compasión que yo le cierre los ojos; no ven que ya está muerto!… ¡A él no, salvajes!

Y sin dejar de arrastrarle, repetidas veces herida en la cabeza y en los brazos, bañado el rostro en sangre, tambaleando, asiéndose entre crispaciones de las hierbas, su mano sacudía el sable apartando los hierros a golpes de filo.

Por dos ocasiones gritó, saliendo su voz como un ronquido:

-¡Cuaró! ¡Cuaró!

El teniente no podía oírle.

En cambio, sintió de cerca el toque de carga y la reserva con Lavalleja al frente acuchillando todos los escuadrones enemigos dispersos en la ladera, apareció bruscamente en la loma, descendió a escape al llano, y en lúgubre entrevero fueron cayendo uno a uno la mayor parte de los que habían hecho cejar a la línea del centro.

En esta carga cayeron prisioneros, entra otros jefes y oficiales, Pintos y Burlamaqui.

Jacinta, arrodillada junto al joven y libre ya de implacables adversarios, percibió entre desfallecimientos y zumbidos sordos, dianas y gritos de victoria.

Miró azorada a través de tules rojizos.

La llanura aparecía cubierta de centenares de cadáveres y despojos. Lejos, en el horizonte iluminado por los esplendores del sol, percibió regimientos en desorden, caballos sin jinetes, cuerpos hacinados entre los pastos, galopes furiosos, ecos de cornetas que semejaban aullidos de pavor.

Después se volvió hacia Luis María, cogiole el rostro entre las dos manos, levantole los párpados para mirarle las pupilas, peinole los rulos con los dedos temblorosos, diole un beso en la mejilla, y exclamó al fin desolada entre hipos violentos:

-¡Ay, flor de mi alma, sol de mi pago! Que salga de estas heridas toda mi sangre, por una mirada de tus ojos…

Pálida, vacilante, sus manos crispadas se cogieron al cuerpo inmóvil; sacudiéronlo; y en pos de este esfuerzo abrió los brazos para estrecharlo, resbalose suavemente y quedose acostada a su lado, exangüe, tiesa, sin temblores.

– XXXII –

El desorden en la línea del centro, y sus episodios, sólo habían durado algunos minutos.

Puesto Lavalleja al frente de la reserva que mandaba Quesada, y llevada la carga, quedó limpia de enemigos la ladera, rehízose en el acto la división de Oribe, y el escalón de Ismael, con su alférez a la cabeza, trepo a escape la loma, hallando solo y a pie su capitán entre los caídos en la pelea.

Al ver a sus soldados, dijo con su aire calmoso:

-¡Cayeron a tiempo!

Y enseñó el sable roto por el medio.

Alcanzáronle un caballo ensillado, uno de los mejores que por la falda vagaban sin dueño; y una de las lanzas arrojadas en la fuga por los escuadrones de Bentos Manuel.

Cogiola con desdén, y al montar murmuró:

-Puede que en esta mano alcance y sobre… ¡Avancen!

El escalón empezó a bajar la cuesta.

Toda la línea, en cuanto la vista dominaba, se movía al trote para ocupar el campo en que tendiera al principio la suya al enemigo.

Los cascos de la caballería iban chocando con millares de armas esparcidas en el suelo, y estrujando cuerpos muertos; delante, en un hermoso valle verde, los despojos eran más numerosos, y allí se arrastraban algunos hombres y bestias con las entrañas de fuera y un rumor de agonía.

Más allá, divisábase como una nube negra extensa que se agitaba en ondulaciones de serpiente, que era la de los restos brasileños, empeñados sin duda en hacer pie firme para tentar el último esfuerzo.

Hacia la derecha Zufriategui, después de doblar con ímpetu el ala izquierda enemiga desordenándola y poniéndola en fuga, había vuelto a su posición y traslomaba ahora la colina al son de las dianas.

Bajo el sable de sus escuadrones habían caído los más esforzados soldados de la izquierda imperial, cuando hecha la descarga por sus carabineros dio media vuelta en dispersión, al comienzo mismo del combate.

Hacia la izquierda notábanse tumultos, avances, repliegues; y llegaban ecos de clamores, de clarines, de fuego graneado.

Se llevaban cargas todavía. Allí estaba Rivera.

En el primer choque, con su empuje acostumbrado y su bizarra osadía, el brigadier no dejó un adversario a su frente, confundiendo en una mole informe los regimientos de Bentos Gonzalves.

Pero, acorridos éstos por su reserva, se reorganizaron en parte; trajeron nuevo ataque; hesitaron otra vez; volvieron grupas, y el sable de los dragones orientales, esgrimido sin cansancio, golpeó sus espaldas en todo el largo de la llanura, sembrándola de cadáveres.

Era lo que se percibía de la línea del centro.

Ismael observaba atento a todos rumbos; algo buscaba con sus ojos con cierta ansiedad; tal vez a Luis María, acaso a Cuaró.

El panorama era demasiado confuso para distinguir personas. Todos se movían y cambiaban de puesto con rapidez; los cuadros solían disiparse, apenas se esbozaban; los episodios se sucedían por minutos; el ambiente estaba nutrido de azufre y salitre, y el ánimo pasaba por la emoción de lo trágico, del desborde de los instintos conflagrados.

Por encima de todo, los clarines seguían incansables en su toque de diana llenando de notas agudas el espacio, como una música alegre que acompañara en su viaje a los muertos, siendo himno de vida, salmo de gloria, para los que se alzaban en los estribos rugientes bajo el sol de aquel día de gloriosa primavera.

Ismael señaló con la lanza el ala izquierda, y dijo cual si hablara a solas:

-¡Frutos!

Recordó tal vez que los dispersos de la extrema izquierda del centro se habían recostado a esa parte, y presumía que allí estaban sus amigos.

Bajando la cabeza, emprendió el galope hacia aquel rumbo.

El escalón, bien alineado, siguió detrás.

Antes que traspusiesen una «cuchilla» intermedia, en cuya cresta terminaba la línea de Rivera, y cuando sonaban ya lejanos los últimos disparos de los imperiales, apareciose en la altura un jinete que sujetó de golpe su caballo y clavó en tierra una lanza de moharra larga y forma culebrina.

Este jinete, al instante reconocido, mereció una aclamación de la tropa y un saludo de Velarde con el astil de su lanza.

El jinete cogió la suya, la remolineó muy alto como si manejará un junco, contestando marcialmente al saludo; y vínose al galope.

Era Cuaró.

¿Por qué se encontraba allí?

Cuando bajó al llano envuelto en un torbellino de jinetes y de aceros, sin auxilio alguno en su trance amargo, al favor de su redomón de pecho que se abalanzaba a saltos de fiera, había logrado arrastrar a su vez el grupo de agresores hacia la línea de Rivera eludiendo los golpes de muerte con tendidas a los flancos de su montura y devolviéndolos con renaciente vigor.

Ya encima de los dragones de Frutos, el grupo se fue desgranando, y al llegar al declive de la colina, los últimos abandonaron su presa.

Cuaró apareciose, pues, disperso en la columna.

Viéndolo Ladislao Luna de lejos, despertósele la inquina y gritó de modo que él lo oyese:

-¡Miren ese que anda como avestruz contra el cerco! ¡Háganlo formar!

Al escucharlo, el teniente sintió que la sangre se le subía en oleadas a la cabeza hasta producirlo un vértigo.

También el odio se le enroscó como una víbora en las entrañas.

A pesar de eso, se estuvo quieto.

Para no mascar rabia, sacó del cinto un pedazo de tabaco en rollo y se le puso en la boca.

Quedose un rato inmóvil mirando a Ladislao, que conversaba con Rivera, con una mirada opaca, sombría; volviose a alzar hasta el hombro la manga de la camisa hecha pedazos y teñida por coágulos de sangre salpicada, y sin hacer caso al toque de atención que resonaba en la línea, puso espuelas y se dirigió a la loma.

Fue entonces cuando se encontró con Ismael.

-Van a entrar a perseguir -díjole.- Sería güeno seguir al flanco.

Efectivamente, el ala izquierda se movió al galope en columna, dirigiéndose hacia el paso de Sarandí.

El escalón de Ismael, a una voz de éste, tomó la misma dirección.

Los escuadrones de Rivera corrían a media rienda en la llanura; y a medida que iban adelantando terreno todas las fuerzas estacionadas en esa dirección, volviendo grupas y aglomerándose bajo el pánico, se precipitaban al vado en tropel.

Acaeció entonces que el regimiento de dragones de río Pardo, cuerpo regular que había causado mucha parte del estrago en las filas libertadoras y que se retiraba en orden por mitades, en la imposibilidad de dominar el tumulto sin comprometer su formación, contramarchó de súbito, y alineándose junto al monte, se rindió a la gran guardia de Rivera.

Parte de la fuerza que éste mandaba había cruzado el vado, cuando llegó Ismael; quien viendo rendidos a los dragones imperiales, preguntó a Cuaró:

-¿Seguimos el rastro, o damos resuello a la gente?… Ya la flor se entregó.

-Calderón va delante con los dos Bentos -respondió el teniente,- y hay que alcanzarlo aunque sea con un tiro de bolas… ¡Recién principia la corrida!

Ismael, sin observar nada, ordenó pasar el arroyo; y ya del lado opuesto, notaron que el brigadier lo cruzaba a su vez seguido de un fuerte destacamento y se perdía luego a media rienda en las ondulaciones del terreno.

-¡Mirá amigo,-dijo Cuaró,- es preciso apurar!

Ismael mandó al galope.

Un zambo que llevaba de clarín sopló el instrumento con todas sus fuerzas.

La tropa se precipitó por las faldas y los valles.

A uno y otro lado huía un enjambre de enemigos a pequeños grupos, y de los ranchos esparcidos en los contornos salían de súbito viejos y aun mujeres armadas de trabucos, que descargaban sobre los fugitivos a su alcance, desmontando a unos y ultimando a otros.

El escalón llegó a enfrentar a una especie de «tapera» en cuya puerta se veían varias chinas que daban voces iracundas, y agitaban cuchillas en sus manos.

A pocos pasos, yacían tres hombres, uno de ellos con insignias de jefe, a quien habían abierto el pecho con una daga.

Era el teniente coronel Felipe Neri.

El escalón pasó a media rienda sin preocuparse del episodio; atravesó un extenso valle cubierto de cardos; traspuso una altura alanceando en su tránsito a algunos rezagados de Bentos Gonzalves, y fue a detenerse en el nexo de dos «cuchillas» para dar aliento a los caballos y examinar el horizonte.

Empezaba a caer la tarde.

La espesa selva del Yi se distinguía próxima, enseñando una orla inmensa de verdura que culebreaba en el terreno hendido hasta perderse muy lejos detrás de las grandes lomadas; multitud de dispersos corrían diseminados por los pequeños valles acosados por el continuo silbido de las «boleadoras», y más allá un grupo considerable, contorneándose en espiral, penetraba en el bosque y se hundía velozmente en su espesura.

-¡Paso de Polanco! -exclamó el teniente.- Por aquí se van los jefes pero el río trae mucha agua… Tienen que cruzar en la balsa y nos dan tiempo.

-Tocan a reunión en el campo de Frutos -dijo Velarde, con el oído atento a los ruidos de aquel lado, y la vista fija en el valle.- La gente se retira.

-¡Sí; ya no «bolean»! -observó Cuaró.- Vamos a atropellar el paso, capitán Mael.

-Mejor sería que «bombeáramos» desde aquellos saúcos para ver lo que pasa.

-Como mande.

Los dos se separaron de la tropa al galope, dirigiéndose hacia el paso.

Recorrieron alguna distancia, y bajaban a un sitio rodeado de quebradas, desde el cual todo quedaba oculto a la vista, cuando en la altura del frente apareciose de súbito Ladislao Luna, quien les gritó a voz en cuello:

-Ya está güeno de perseguir… ¡Dejen que los mate Dios que los crió, aparceros!

-¿Quién manda? -dijo Ismael.

-Frutos. Se ha tocao a riunión y es juerza obedecer.

Cuaró se echó el sombrero a la nuca.

Se había puesto verdinegro, palpitábale el párpado como el ala de un murciélago y las espuelas hacían música de trinos en sus botas de piel de tigre.