Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

-¡Qué ha de ser! -dijo la señora reprimiéndose-. Que ésta nunca se explica claro y la tiene a una en angustias a veces… ¿Qué ocurre, Nerea?

La voz de la madre era tan imperiosa y afligida, que la negra, sin atinar a hablar, se arrancó de un tirón el pañuelo que cubría su cabeza, cayendo al suelo dos cartas muy dobladas.

Fue aquello como una revelación.

Nata, presa de un sacudimiento nervioso, dobló su cuerpo gentil, y precipitose sobre las cartas, recogiéndolas y oprimiéndolas contra el seno agitado con sus dos manos ceñidas.

Quedose mirando a la señora de hito en hito, con sus grandes ojos húmedos, y fijos, la boca entreabierta y una especie de latido en la garganta que parecía haber paralizado su habla.

Nerea empezaba a explicarse levantando los dos brazos; pero la señora no la oía.

Temblándole las mejillas, alargó hacia Natalia una mano blanca y rugosa, diciendo:

-¡Y bien, pues!… ¿Son de él, hija?… ¡Dame la mía, que una ha de haber!

Nata apartó callada las cartas del seno, leyó atenta los sobres; dio una; quiso retener la otra; pero de súbito, saliendo de su aturdimiento, sintió que el semblante se le encendía y balbuceó ruborizada:

-¡De él son, madre! Esta para ti, esta para mí… ¡Tómalas las dos!

Y extendió su manecita estremecida.

-¡Oh, qué dicha! -exclamó la madre-. Guarda la tuya, querida. La mía me basta…

Y apretando la carta contra el pecho, se entró en su aposento casi sollozante.

La joven siguió mirando y contemplando aquella letra amada por algunos momentos, sin atreverse a romper la cubierta; y como fuese reponiéndose de su primera emoción, de modo que ya viese claro, puso aquella ante sus ojos una vez más.

Parecíale que conversaba con él, muy cerquita, como otras veces, cuando sonaban sus palabras en el oído encantado como trinos, y su aliento le entibiaba la mejilla y le enardecía la sangre…

Sonrió, acarició a Nerea, puso la carta dentro del seno, la volvió a sacar y, sin saber lo que hacía, guardola de nuevo y, tornó a extraerla, alisando las arrugas, observándola por todas partes por si había rotura que denunciase su secreto.

Por último, dijo:

-No te vayas, Nerea. ¡Cuánto tenemos que hablar!…

Y huyó a su habitación, radiante de alegría.

Noche de júbilo fue esa en la casa de Berón.

Nerea tuvo que quedarse allí porque debía dar todos los datos más minuciosos.

Ella lo hizo punto por punto, siendo escuchada con la mayor atención.

Si bien no la ayudaba su manera de expresarse, desempeñose con éxito, narrando todo lo sucedido desde que la encontró en las «cachimbas» Luis María, hasta que se fue.

A causa de interrogarla don Carlos con aire inquisitorial, se turbó más de una vez, pero bien pronto repuesta; contestaba a todo añadiendo detalles inesperados.

Había venido a la ciudad sin tropiezo. Nadie la había detenido ni registrado. El niño estaba bueno; era un gran jinete, y había llegado hasta a una milla de las murallas.

Como ella dijese que tenía la cara morena de tanto viento y sol, y la nariz despellejada, el señor Berón, sin dejar de mostrarse en cierto modo adusto, trabó una especie de controversia sobre si ese desperfecto momentáneo provenía de la acción solar o del aire enrarecido. La negra sostenía que la tostadura venía del pasado verano.

En este punto, la madre preguntó grave y melancólica:

-¿Y le ha crecido la barba, Nerea?

-¡Si viera, su mercé! Es corta, pero le relumbra de dorada.

-Debe sentarle muy bien a mi Luis -dijo la señora con ternura-. Él es muy rubio y tiene la cara bonita.

Y miró a su marido.

Éste pestañeó, sin pronunciar palabra.

Natalia estaba como absorta.

Había motivo. ¡La carta encerraba tantas cosas seductoras! No cabía en sí de contento.

Oía; sin embargo, cuánto se hablaba, de modo que al dicho de la madre, repuso ella con deleite:

-¿Qué importa que el sol lo haya tostado y que la barba lo haya crecido? ¡Siempre será hermoso!

La madre pasole el brazo por el cuello y la estrechó con cariño.

Natalia la miró dulce, transportada, murmurando como si estuviera a solas:

-¡Qué dicha volverlo a ver bueno y vencedor! Madre, ¿cuándo se acabará esta guerra?

Desde esa noche, la joven se sintió más confortada, tierna y risueña después de tan largos silencios.

Leyó muchas veces la carta, hallando siempre en ella algo de nuevo.

Aquella pasión que había sabido inspirarle, la enajenaba por completo. Sentía un placer íntimo que la abstraía llenando su espíritu de extraños goces.

Recreábase en recordar; recordar siempre… ¡Qué deliquio! Palpitábale el seno a impulsos de emociones desconocidas, llevando allí trémula su mano, fijos los globos azulados de sus pupilas en un diorama ideal como si en rigor se reflejara delante de una imagen querida, digna de sus ternuras y compañera de sus soledades.

Todo agitaba su sensibilidad, cualquier paisaje mezcla de verde y luz, cualquier cuadro tierno de familia, el esplendor de la mañana, la serenidad de la noche, el canto de los pájaros, el rimo del aura y de las hojas, las escenas sencillas de la naturaleza. Veía siempre en todas y en cada una de ellas cierta relación con el estado de su espíritu, algo de belleza múltiple y cambiante que servía de marco a esa imagen escondida en su cerebro.

Pensar en que volvería a verle, en que lo tendría cerca de sí pronto para no alejarse ya; pensar en que entonces ella sería capaz de atreverse a una caricia, a un ruego, tal vez a un reproche, eran cosas que la estremecían trasmitiendo a su ilusión el tinte de la dicha verdadera.

Así, buscaba la soledad como un refugio, como el campo de asilo de sus ensueños donde la mente divagase suelta, entusiasta, ardiente. Esa soledad muda para otros estaba para ella llena de notas gratas y de encantos virginales; y era entonces cuando echaba de menos aquellas frondas silenciosas del Santa Lucía, donde recogiera sus primeras impresiones en compañía de su hermana ya muerta.

Escribió a Luis María, esperando otra de él llena de encantos.

Después, vinieron días tristes. Una inquietud mortificante dominó su ánimo, y viósela marchita, pasar del jardín al mirador y de éste al jardín y a la huerta, inclinada la cabeza, el paso tardo y vacilante, arrancando al pasar hojas a los árboles con mano nerviosa.

Con la mirada vaga recorría siempre el largo sendero orillado de boj, que iba sembrando de hojas verdes, sin advertirlo.

Un obstáculo la detenía de súbito.

Era el estanque del fondo con anchas franjas de juncos y totoras; extenso, inmóvil como un inmenso vidrio ojival, criadero de ranas y culebras, que solían mostrarse unidas por los apéndices al cogollo saliente de un recio «caraguatá» que en la banda opuesta del estanque se erguía solitario, y en redor del cual formaban con sus anillos al rayar la aurora o al caer la tarde como un haz de móviles diademas.

Miraba con miedo aquella verde nidada que se agitaba en rueda al calor del sol, dirigiendo a todos rumbos sus chatas cabezas ornadas de brillantes ojillos negros en lentas ondulaciones, entrelazándose y desenlazándose, reuniendo a veces sus bocas en caprichoso grupo como una pequeña hidra o apartándolas en forma de tentáculos de un pulpo.

Pero, eran inofensivas; reptiles acuáticos, veloces nadadores que nacían y morían entre la paja brava y el junco, reproduciéndose sin cesar al caliente vaho de las orillas.

Cuando alguien se ponía cerca, el haz de aquellas húmedas esmeraldas se deshacía con singular rapidez sepultándose en las aguas entre círculos y estrellas de espuma.

Entonces, si ella estaba próxima, miraba con terror las burbujas y se apartaba ligera del sitio.

Sin embargo, nunca dejaba de volver como atraída por aquel detalle de la naturaleza próvida que por doquiera hace surgir la vida, en lo alto del espacio como en el cieno del pantano, dando anillos al que priva de alas, élitros sonoros al que no lanza trinos, y blandos lechos de musgo a los que en vez de plumas llevan escamas. No era, pues, el suyo, miedo pueril; algún recuerdo la mortificaba ante aquel receptáculo de reptiles y de enquélidos semejante a un remanso, que al mismo tiempo la retenía.

Acaso era el recuerdo de su hermana Dora, que vivía fresco en su cerebro, punzante, doloroso.

¡Pobre Dora! Ella había amado al mismo hombre con toda la fuerza del candor, lo había amado entusiasta e ingenua, en medio de los estragos que en su pecho hacia la «gota coral»; -aquella dolencia hereditaria de eternas ansias y zumbidos, dueña por entero de su presa como un gusano venenoso.

De aquel amor desgraciado y de esta perenne mordedura, su muerte triste…

Una noche de luna tibia y aromada se escapó a la ribera, bajo las frondas, y allí, acometida del vértigo, cayó a un remanso de flotantes «camalotes», a modo de ave dormida. Del fondo la sacó un compañero de Luis, y la llevó en brazos. Se acordaba: era un soldado formidable, bronceado, taciturno, con alma de niño.

Pero, venía muerta, con un color de cera casi transparente, los ojos inmóviles como los de una muñeca de las que ella se entretenía en vestir y arrullar en sus raptos pueriles, y los cabellos lacios enredados con lianas verdes, elásticas, tornátiles como aquellas culebras que anidaban en las totoras y envolvían el «caragnatá» con sus anillos.

Su padre y ella fueron presas de un gran dolor; todos sollozaban; hasta aquel hombre sombrío pareció conmoverse cuando puso en el suelo con cuidado a la pobre muerta…

¡No podía olvidar! Menos en esos días en que sufría hondos desalientos.

La presencia misma del teniente Souza reavivaba las memorias.

Él había querido a Dora, tal vez sin esperanza de poseerla; después parecía que el afecto se había cambiado por ella, que Souza la miraba con ternura, con esa intención que no se oculta porque necesita traslucirse en la pupila aunque la palabra no se atreva a revelarla.

¿Sería esto así?

Las simpatías que Dora despertara ¿habrían recaído sobre ella, como un afán que perdura?

¡Ay! así debía de ser por aquella insistencia muda en hacerse estimar, por aquel empeño y aquella discreción paciente que busca exhibirse a modo de faz de alma levantada.

Entonces ¿no sucedería ahora a ese afecto lo que antes, no estaría condenado a vivir siempre escondido a manera de un pecado que jamás se confiesa, porque nadie ha de absolverlo?

¡No! Esa constancia era inútil. ¡Cuán distintos eran sus ensueños!

Y al meditar sobra esto, volvía la imagen del ausente, del débil, del abnegado a retratarse en su espíritu lleno de congoja, al igual de una luz serena y brillante en las medias tintas de un crepúsculo.

Entonces poníase a andar, de una a otra parte cabizbaja, al punto de que encontrándola a su paso don Carlos solía volverse, y decirle con mucha serenidad:

-¡No te aflijas, hija; si todo se ha de allanar! ¿No me ves a mí vivo?

¡Y qué te figuras! Muchas balas me silbaron en la oreja y muchos cuchillos buscaron con sus filos mi garganta. No por eso me tendieron a lo largo por siempre. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo con este mancebo voluntarioso?

Como en otra ocasión análoga, él repitiese el epíteto, Natalia díjole:

-¡Ay, no! Él es noble y bueno… como su padre.

Y se había inclinado llorando, para recoger unas violetas que cayeron de su seno. Contemplando un instante aquel cuerpo esbelto y aquel rostro lleno de frescura y de gracia a pesar de su sello de aflicción, el viejo corrió hacia ella y la besó en la frente, replicando solícito y apurado:

-¡Sí, hija mía, sí por Dios! ¿Quién puede dudarlo?… Si a veces no sé lo que me digo de rabia contra estos rancios que se empecinan en retenerlo que no los pertenece por derecho. Porque…

Y ahogándose, había huido don Carlos a su escritorio.