Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

¡Qué bien empleada estaría en beneficio de los que sufrían por su tierra!

Natalia abrió el arca, cogió en puñado las monedas sin contarlas, púsolas de nuevo en su sitio, y preguntó algo afligida:

-¿Alcanzará esto, Lupa?

-¡Yo creo, niña!

-¡Si es un puñadito!…¿Y por esto se compra un hombre?

-Por mucho menos. ¡Oh, como su mercé no conoce estas cosas!

Por cinco «patacas» se vende un cabo, y por diez un sargento cuando tiene ganas de desertar, dice Esteban; ahora, figúrese, su mercé, qué ojos abrirá éste que da trabajo, cuando él le ponga al alcance dos no más de esas amarillas.

-No importa, Lupa. ¿Cuándo viene Esteban?

-Mañana, niña.

Bueno. Así que venga se las darás todas, aunque yo creo que no bastan para lo que él quiere. Si fuera así, dímelo en el momento mismo, que yo veré cómo se ha de remediar eso. En el cofre ahí en la mesa, de donde lo tomarás mañana y se lo entregarás, con mucha recomendación de que guarde el secreto.

Prometió Guadalupe en cumplir todo religiosamente; puso el arca en el sitio indicado; y después de permanecer un rato todavía en conversación animada con su ama, se retiró a esperar con ansia el sol del nuevo día.

Esteban fue puntual a la cita.

Conducíase tan bien en el servicio, era tan hábil en su profesión de soldado, y cedía tan dócilmente a la regla de severa disciplina, que sus superiores habían concluido por reconocerle méritos a su confianza.

Como no abusaba nunca de la licencia, caso poco común, concedíansela ahora sin objeción, pues que ella sola podía ser aprovechada entre muros sin oportunidades tentadoras.

Alguien, sin embargo, los había advertido que tuviesen en cuenta la circunstancia de haber sido el liberto asistente de un joven «revoltoso» que era ayudante de Oribe, y que figuraba con cierto brillo, por pertenecer a una de las principales familias del país.

Al principio esta prevención puso en cuidado a los jefes; pero, el celo llegó a adormecerse a medida que la buena conducta del liberto se fue afianzando.

Sin temor alguno, pues, desde que las sospechas se habían desvanecido, Esteban venía haciendo su trabajo de hormiga negra.

Nada había comunicado a don Anacleto, su compañero de desgracia, sabiendo que al viejo capataz se le soltaba con facilidad la lengua; en cambio, habíase atraído aquellos elementos del escuadrón que en su concepto eran los indispensables a la empresa, lo que probaba que él sabía distinguir y utilizar los hombres -calidad superior de que carecían muchos que ocupaban más altos puestos.

Al habla con Guadalupe, y enterado de las disposiciones de su joven ama, el liberto no pudo menos de sorprenderse y de expresar su contento con todo género de demostraciones cariñosas a la esclava. Aquello superaba sus mayores deseos.

No era necesaria una suma tan crecida. Con la mitad bastaba.

-La niña da todo -dijo Guadalupe;- pero, ¡que ha de callarse sobre esto!

-Nadie lo ha de saber -contestó Esteban,- o no soy hombre libre. Mi ama puede quedar tranquila. Tomo yo la mitad, y guardas el cofre sin decirlo nada a la niña.

Yo he de volver cuando sea tiempo, y todo esté pronto.

El liberto se fue, con las seguridades de Guadalupe de que iba a rogar a la virgen de los milagros porque fuese él feliz en su intento, cuanto iban a serlo los amos y ella misma, así que lo viesen libre con sus compañeros de la tiranía del recinto.

Por otra parte, sentía cierto orgullo de que fuese Esteban el iniciador y el actor principal de aquella temerosa aventura.

Con todo, transcurrieron bastantes días sin que el liberto apareciese.

Tampoco había vuelto Nerea, la mensajera siempre anhelada, con nueva correspondencia secreta.

Natalia acudía todas las mañanas a su observatorio haciendo funcionar el catalejo a diversos rumbos, deseosa de descubrir algún indicio de grato augurio.

Pocas novedades ocurrieron en los contornos, aparte de muy lejanos tiroteos, de salidas y entradas de regimientos que hacían el servicio de plaza y de pasajes frecuentes de partidas por la zona libre a tiro de cañón.

El invierno era riguroso, aunque ya corría a su término; y a su influjo el campo presentaba un aspecto de profunda tristeza con su extenso tapiz recubierto de cardizales del color de la escarcha que retoñaban fecundos al pie de los que había secado el último estío.

Los agaves exóticos comenzaban a largar sus pitacos gruesos y enhiestos de un morado y verde sombrío, aún sin anteras ni liseras, orillando las tierras arables con sus anchas y múltiples hojas armadas de agudos pinchos. Destacábanse en esqueleto los «ombúes» descubriendo a la vista todo su tronco robusto, y formando contraste el amarillo claro de su ruda corteza con el verde sin fin de las hierbas.

De la parte del este, por encima de los tejados bajos que se extendían ondulando según las inflexiones del terreno hasta la costa riscosa, espaciábase el inmenso río a perderse en el océano hinchado y tumultuoso bajo las alas del viento sur.

Un buque de dos mástiles y bauprés, velas cuadradas y una gran cangreja, que no llevaba en el palo mayor aparejo de bergantín goleta, surcaba veloz las aguas rumbo al Buceo, de cuyo pequeño puerto distaba apenas una milla.

Muy atrás, en el horizonte del sur, navegando también a todo trapo, divisábanse otras dos naves que parecían venir en persecución de la primera en orden de escuadra.

El bergantín redondo no traía bandera. Tendido sobre una de las bordas, con gruesa ampolla en el velamen, alzábase sobre el olaje ágil y marinero, como una enorme gaviota que rozase las crestas con el extremo de sus alas.

Natalia dirigió el anteojo a las más apartadas; y a poco de observar, percibió al tope los colores del Brasil.

Vivamente inquieta, volvió el tubo al bergantín. Este izaba bandera tricolor en ese momento, y viraba de bordo poniendo proa al océano. Las lonas, en parte recogidas, se sacudieron, flojas algunos minutos, luego se inflaron formando elipses, y el buque, acostándose muellemente sobre una de sus bandas, arrancó mar afuera.

Los otros venían ya próximos. Una nubecilla blanca como un copo de algodón con un chispazo que se esparció del centro a los bordas, brotó de la banda del bergantín, y tras una pausa llegó el eco de una detonación distante.

A ésta, se siguieron otras.

Los disparos salían de los tres buques, especie de bocanadas de humaza que el viento clareaba al instante, y cuyos retumbos se perdían roncos en la atmósfera.

El bergantín verileaba audaz eludiendo los escollos de la punta Brava, y aumentando la delantera a sus perseguidores, que marchaban en línea paralela; y con el sol, que ya descendía, dejose al fin de ver su casco, luego los estays, los foques, el velamen hundiéndose en el horizonte brumoso.

Natalia se retiró del mirador impresionada.

El patrón de una sumaca pescadora que había estado en la ensenada de Santa Rosa, contó después a don Carlos que un bergantín del corso acosado por otros dos brasileños, consiguió burlarlos por la tarde; y que en la noche pudo desembarcar un contingente de armas y hombres en punto seguro de la costa.

-¡Ese sí que es lobo de mar! -había dicho don Carlos-. Muchos de esos quiero yo en auxilio de los que no tienen más esperanzas que sus propias fuerzas, bien reducidas y pequeñas, y un ideal tan grande como un despropósito, ¡por Santiago! Lo que afirmo: ¡alas de águila en cuerpo de pollo, y no digo más!

– XXV –

En esas largas noches de invierno, don Carlos retenía a sus amigos de confianza algunas horas al amor de la lumbre, comentando con la mayor minuciosidad todos los sucesos y abriendo juicios sobre cosas de futuro.

Ya no era un misterio que el barón de la Laguna se había resistido a emplear sus tropas de línea en una campaña contra las irregulares de la revolución, y aconsejado a su soberano que sólo destinase a ese objeto el elemento similar río-grandense, apto y suficiente para detener sus progresos y domeñar sus ímpetus, concluyendo de un golpe a cercén con la obra de la temeridad. Fundaba su opinión en la experiencia adquirida. Sus datos ciertos denunciaban un país casi despoblado, cuyos escasos moradores, grandes jinetes, aparte de una bravura indomable, robustecían su acción y su audacia en la alianza natural con las ventajas del terreno, pidiendo a las serranías, a los montes, a los ríos, a los llanos los elementos necesarios para neutralizar o reducir a la impotencia las más hábiles combinaciones de la táctica y la estrategia.

Era la guerra de recursos; ante cuyas astucias y artimañas se estrellaba la teoría de escuela y se rompía la regla de disciplina, aniquilando la moral militar. En ese concepto las tropas sujetas a ordenaba sólo deberían permanecer en puntos fortificados, especialmente en las tres plazas principales que disponían del trasporte fluvial y marítimo: Montevideo, Colonia y Maldonado. Teniendo en memoria que en la campaña contra Artigas no había sido propiamente el ejército regular portugués el que arrollara los obstáculos y alcanzara la gloria del vencimiento, sino antes bien, las fuerzas de Río Grande, cuyas condiciones y aptitudes tenían alguna analogía con las de los orientales, la pericia aconsejaba que el hecho se repitiese, no habiendo sufrido modificación seria el estado del país, desde Artigas a Lavalleja. La ofensiva debería corresponder entao, aos chefes e soldados brasileiros que pe lo Río Grande do Sul invadiram a Cisplatina na guerra de 1817, e expelliram por fim Artigas e sous seguazes.

Resultaba, pues, por la llegada de la columna del coronel Ribeiro y por la muy próxima de otra bajo las órdenes del coronel Gonzalves, que el emperador había escuchado el consejo, a más de atender al reclamo de Lecor sobre el envío de refuerzos de infantería de línea y de naves de guerra para defensa de los puertos.

La columna de Bentos Manuel Ribeiro había hecho un estreno ruidoso en su travesía por el territorio.

Desprendida de la división del general Abreu que vivaqueaba en Mercedes, llegó al choque con Rivera en el Águila haciéndolo ceder ante su superioridad numérica; y, tras de este encuentro feliz corriose a marchas forzadas hacia Montevideo, al abrigo de cuyas murallas se había puesto, renovando parte de su armamento y fornituras.

Recibido como vencedor, se encarecían sus dotes de experto guerrillero y de soldado valeroso; y aun cuando don Carlos y sus contertulianos hallaban justicia en el elogio, reconocían, sin embargo, que aquella efímera victoria «del triple contra sencillo» sólo era un combate sin laureles.

Afirmábase que el coronel Ribeiro, celoso de gloria, había prometido a Lecor batir a Lavalleja antes que Rivera, muy apartado de él, pudiese incorporársele en el Durazno; para lo cual pedía las armas y municiones necesarias.

Se añadía que el barón de la Laguna había aceptado este plan de batir en detalle, pero que, siempre cauteloso, daba al valiente río-grandense el consejo de servirse de las tres armas para emprender la ofensiva, a cuyo efecto pondría a su disposición dos batallones y una sección de artillería, remontando a mil seiscientos sus jinetes.

Al principio, el fogoso guerrillero había rehusado el contingente de fusiles y cañones, diciendo que bastaba con suos cavalleiros; no obstante, se había decidido a acoger sin reservas todas las advertencias del experimentado capitán.

En su columna, por otra parte, revistaban cuerpos de línea.

No faltaba quien asegurase que el plan era más vasto, por cuanto se había resuelto complementarlo en esta forma: la división de Bentos Manuel buscaría su incorporación con la de Bentos Gonzalves para librar el combate, mientras que el general Lecor con su cuerpo de ejército, dejando la plaza convenientemente guarnecida, emprendería marcha a retaguardia para tomar posesión de la villa de Florida o de San Pedro, si ésta era evacuada. Las caballerías de Gonzalves eran de la calidad y el número de las de Ribeiro, probadas, sufridas y prácticas en el terreno: el barón de la Laguna llevaría dos mil infantes, baterías de campaña, y caballería de línea con jefes maniobristas.