Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Don Anacleto hizo una vuelta extensa para evitar sospechas, y llegó a marchar en línea paralela, apartado unas tres o cuatro cuadras de aquel. Esta marcha monótona duró algunos minutos, procurando en ella el seguidor desaparecer a trechos en las ondulaciones del terreno, a fin de desorientar al miliciano.

De pronto éste, emprendió el galope firme.

El viejo arrimó espuelas, sin desviarse, murmurando:

-¡Es al ñudo!… En cuanto llegués, yo ya estoy de güelta.

El galope simultáneo, fue sostenido. En media hora cruzaron muchos llanos y «cuchillas», un arroyo y varias «cañadas» fangosas.

Se habían puesto lejos del campamento.

Recién entonces llegó a apercibirse don Anacleto que él iba pisando un pago que no conocía, y que su hombre lo llevaba más allá de lo prudente -acaso a una emboscada muy peligrosa.

Reflexionó. El seguido debía ser un «resertor», si es que no era un enemigo disfrazado que iba a dar cuenta a los otros de lo que había visto. Esto pasaba de grave, y el teniente había tenido razón en hacerlo «bichear» hasta descubrirle la «güeva». Habían pasado cerca de una «pulpería», y el hombre ni siquiera hizo ademán de pararse, apurando por el contrario su galope; habían encontrado algunos «ranchos» en el tránsito, y se había apartado cuidadoso al punto de aproximársele a él más de lo conveniente; lo que en tantas otras ocasiones, lo puso en el caso de volver riendas al overo, obligándolo en la última a detenerse junto al palenque.

Entonces el perseguido se apeó, para apretar la cincha.

-¡Si estuviese aquí el teniente Cuaró!… -díjose entre dientes el viejo.

En ese momento el miliciano puso en él los ojos, mirándolo con mal ceño.

Don Anacleto resolvió en el acto entrarse al «rancho», que estaba allí a unos pasos; y haciendo sonar junto a la puerta el sable, dijo, ahuecando la voz:

-¡A ver un hombre que sirva de baqueano en el pago!… ¡Y listo, porque tengo orden de afusilar al que se retobe!

Apareció en la entrada así evocado, un sujeto ya viejo, muy barbudo, larga cabellera y aire bonachón, cubierto con un poncho verde-botella en extremo usado, un chambergo incoloro de alas tendidas y flotantes sobre la melena entrecana, y llevando en vez de botas unas ojotas grandes o sean abarcas de cuero peludo atadas con «tientos» por encima del empeine, con relleno de bayeta; las que daban a sus pies la forma de muñones propios para apisonar la huanera de los corrales.

-¡Buenos días! -dijo con acento manso-. Ahora mismo iba a montar para ir hasta el bajo a repuntar la tropillita, porque me han dicho que anda todo revuelto… Si es de su gusto, pase… Aquí está toda mi gente, afligidísima. Mis dos mozos mayores se han ido desde ayer de tardecita.

-Gracias por la oferta -contestó don Anacleto-. Pero no puedo echarme a sobonear en la hora en que estamos, porque el caso es de pronta resolvencia. Monte y venga a priesa.

Rascose el hombre la nuca, y aunque vacilante, montó en su cabruno.

Ya el miliciano había desaparecido del vallecico en que se apeara para arreglar su «apero».

– XI –

Don Anacleto mostrose colérico; si bien su rostro revelaba cierta íntima tranquilidad. Montó ágilmente, diciendo con el entrecejo fruncido:

-Vamos a apurar hasta el «duraznillo» aquel que se columbra en la loma, porque el venao se me pone lejos del tiro…

Los dos pusiéronse al galope corto.

Para más tampoco daba el cebruno del baqueano, cuyo arreo guardaba armonía con las prendas del dueño. Consistía en un «recado» que había prestado largos servicios, a juzgar por las ranuras de la carona y las grietas de la cincha, así como por los escasos vellones que le quedaban a una piel de carnero que le servía de cojinillo; el rendal era sobrio de adornos con sólo dos botones casi deshechos y otros tantos pasadores de bronce, el sobrepuesto de cuero de «carpincho» agujereado, en varios sitios, y el «lazo» de «torzal» o sea de tiras ajustadas en serpentina, arrollado al anca.

-¿En qué pago estamos? -interrogó don Anacleto con tono de imperio.

-Estos son campos de Núñez, señor -respondió el guía, suave y bondadoso-. Están cuasi encima del distrito de Canelones; aquella población que se ve allá al costado del duraznillar es lo de Moreira a este otro rumbo, como a media legua, va el camino a Guadalupe… Si V. fuese servido de no llevarme lejos, había yo de agradecerselo con el alma. Tengo a la mujer un poco apestada y un chico con el carbunclo…

-De llevarlo o no lejos, a sigún -repuso don Anacleto-. Siento que el «daño» ande en su casa. Pero preciso que me indilguen en estas alturas que parecen lomo de lunanco, hasta que yo no mire turbio… Si juese en las cuchillas de Navarro y de Marrincho, naide me ganaba a listo.

Los campos por delante aparecían solitarios, regados por una luz esplendorosa, con sus pastos de un verdor intenso. En la loma no se percibía ni una sombra, ni una manifestación de vida.

Don Anacleto fue desarrugando el ceño, e invitó a su guía a picar tabaco alcanzándole un trozo en rollo.

Para esto, púsose al paso, y entabló conversación, muy unido al compañero, riéndose de los temores de éste, lleno de un aire de protección y valentía que inspiraba respeto.

Su voz bronca formaba contraste con la muy atiplada del guía y no menos sus carcajadas ruidosas con la risa comprimida de aquél, propia de paisano franco y retozón. Don Anacleto hablaba de sus cosas juveniles.

Hicieron alto para dar fuego a un yesquero y encender los cigarros.

En tanto don Anacleto acercaba la yesca a una cola que se había sacado de atrás de la oreja, añadió a lo dicho, gravemente:

-Como le iba rilacionando, nunca tuve vertud para el casorio. Siempre jui solito como ombú en despoblao. Y no es que mozas muy garridas no quisieran arrocinarme, sino que era grande la armada. ¡De balde, paisano! a saltitos les hacía la cruz. ¡Para otros ese quiveve!

Y dígame por su vida ¿cómo cuántos hijos tiene?

El baqueano atizó el cigarro con la uña del pulgar, y atragantándose con el humo, dijo:

-Doce y la pava echada.

-¡Por Cristo, que avestruz padre! La docena del flaire.

-¿Le parece mucho? Para eso andamos en el mundo, amigo viejo, aunque ya medio lisiados.

-¡Hum! no es mala chuza la que V. maneja, paisano… ¿A la cuenta todos son machos?

-Y hembras también, que Dios los cría juntos.

-¡Ya se ve! ¿Y cómo se llaman esos pedazos de corazón?

-Anicasia, Canuta, Jesusa y Nicanora para servirle.

-¡Gracias! Han de ser bien formadas y de linda pinta. ¿Y cómo se maneja la «doña» para vestir a tanto perjeño? Porque la cosa es de asustar a un santo que juese…

Riose el hombre de las «ojotas» observando:

-Deberían los hijos nacer con plumas como los pollos…

-Para que se larguen al primer volido, ¡a la cuenta! -exclamó don Anacleto retozándole el buen humor por todo el cuerpo.

Llegaban en este instante a la cresta de la «cuchilla». Desde esa altura la vista dominaba un vasto paisaje, bajo una atmósfera purísima. Los horizontes clareados por el sol permitían distinguir al ojo del campero los bultos que se movían a la distancia, y clasificarlos sin error.

A la derecha, sobre la carretera que conducía a Guadalupe elevábase una nubecilla de polvo, distendida y paralela al horizonte, a semejanza de una humaza en el ambiente sereno.

Un jinete, que se percibía reducido como un muñeco de plomo, se dirigía hacia ese punto; del que no debía distar mucho, pues trepaba la aspereza del declive próximo al camino.

Los dos hombres se quedaron atentos, en silencio.

Aquello era novedoso. Don Anacleto ahuecó la mano sobre la frente, a moda de visera y dijo:

-Aquel que se va encimando, es el melico que yo seguía… No hay más que el flojonazo me saca el bulto.

El baqueano, que a su vez observaba sin parpadear, exclamó en tono de quien está bien seguro de lo que afirma:

-Aquella es gente armada, la que se ve por el camino… Arrean caballos a los costados, y van al trotón firme.

-¡Mi gente no puede ser! La dejé acampada -arguyó don Anacleto con alguna alarma.

-Es tropa de Lecor, a la fija la misma que pasó ayer al clarear, por junto aquel «totoral» del playo donde hizo la carneada.

Una línea negra efectivamente se dibujaba en la loma, por debajo de la cerrazón gris formada por el polvo del camino. Era como una serie de puntos corriéndose hacia el sur con una velocidad no interrumpida de marcha forzada.

-¿No será esa la división de Pintos? -preguntó don Anacleto.

-No señor. El regimiento de Pintos está de firme en Guadalupe, y de moverse lo ha de hacer para Montevideo. El hombre sabe que el viento malo viene de aquí, atrás en donde todo parece que se ha puesto al revés; y crea que antes de darle cara, se ha de mirar mucho… Esa tropa que vemos ha salido de la plaza; y al tocar alguna cosa que no ha de haber sido espuma de «chajá», se viene reculando como alacrán con la cola entre los cuernos… Un toque a degüello, cerquita, los ponía en desbande.

-¿V. ha sido melitar? -interrogó con gran seriedad don Anacleto.

-Serví algún tiempo, paisano. Después de Corumbé me recogí a cuidar de mi familia.

-¡Ya maliciaba yo que abajo de esa mansedumbre había entraña de dragón, canejo! Y pues que ha olido pólvora lo convido para allegarse conmigo al totoral aquel, a mirar de más cerca a esos mandrias que se van a brincos de «quirquincho» derecho a la cueva.

-¡No se fíe, paisano! Mire que esos hombres acostumbran ir arreando cuanto animal caballar encuentran a los flancos, y no sería difícil que hubiesen desprendido algunas partidas ligeras a esta parte del campo, donde saben que hay yeguada alzada.

-¡Nunca supe que era miedo! -exclamó el viejo exaltado-. ¡Vamos hasta las totoras sin mirar para atrás!

-¡Como quiera! -repuso el baqueano.

Don Anacleto remolineó la lanza, y los dos arrancaron castigando.

En mitad de la carrera, el guía en voz que denunciaba absoluta calma, prorrumpió, señalando con su diestra el nexo de dos colinas:

-Por ahí viene a toda rienda una partida echando por delante mis yeguas… ¡Ponga la oreja y oirá el batir del cencerro!

Don Anacleto miró, sujetando.

Cinco o seis jinetes bajaban ya la ladera azuzando con las culatas de las carabinas y aun con los sables una «punta de yeguares». Daban gritos aturdidores, y venían desplegados en arco para mantener los animales en núcleo.

-Son portugos… Sino, fíjese en esos trajes color de garzamora que traen y en los embudos de hule metidos en la cabeza.

-¿Y dónde se endereza? -preguntó bastante demudado don Anacleto-. Son muchos esos águilas para aguaitarlos.

-Es así. Lo mejor sería corrernos por este playito rumbo al talar de aquel arroyo. ¡Si alcanzamos, ni el polvo!… Pero a V. lo condena esa lanza con banderola y nos van a cargar.

-¡Rumbeemos! -gritó don Anacleto, procurando ocultar su rejón, y haciendo entre los dedos un guiñapo de la insignia.

Silbaron dos balas por el flanco de improviso como una ratificación del dicho del baqueano.

Luego, otra, que picó delante haciendo saltar algunas briznas.

Apuraron el galope.

Pero un nuevo proyectil acertó en los cuartos traseros del overo, que se puso a corcovear, dando con don Anacleto en tierra.

El baqueano se detuvo, alargó el brazo y cogió el rejón que escapado de la mano de su dueño en la caída se había hundido por el cuento en plano oblicuo y derivaba ya hacia el suelo por el peso de la moharra.

El semblante del guía se había puesto violáceo, cual si un aluvión de sangre inyectara la periferia, y de sus ojos oscuros brotaba un brillo extraño. Su chambergo incoloro flotaba sobre el dorso, y la melena suelta se alborotaba sobre las dos mejillas crispada y ondulante, dándole un aspecto imponente que aterró a don Anacleto, descoyuntado e inmóvil en los pastos.