Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

Todo eso no tenía importancia. Llegando aquellos, se pondrían pronto al habla. Ella era capaz de salir a verlos y de volver a entrar con muchas novedades, sin que las guardias se lo privasen. Ahora se sentía con un valor que nunca hubiera sospechado. Que la sangre de su raza era briosa, lo probaban Esteban y tantos otros compañeros que venían en las filas «insurgentes». ¡Verdad que eran nativos, y se habían criado entre señores!

Entre estas y otras reflexiones semejantes, Guadalupe llegó a la casa, entrándose casi corriendo hasta el jardín.

La estaban aguardando con ansiedad visible. Por lo que a modo de borbollón, empezó a hablar trasmitiendo todos los informes recibidos entro demostraciones de júbilo.

Sus amas llegaron hasta cogerla de las manos, en su alegría, haciéndose repetir uno por uno los detalles que oían con un placer cada vez creciente.

¡Oh, entonces él venía también, sano y bueno!… Siquiera ya no había duda sobre lo ocurrido, aunque empezaran nuevas zozobras para el mañana.

Pero ellas sabrían más pronto lo que pasase allí cerca; inventarían algún medio de comunicación, aunque se echaran los cerrojos a los portones al toque de queda, y se formase un cordón inmenso de centinelas de este lado del foso.

No era un muro de granito el que había de evitar que las frases de cariño llegasen a la zona en que ellos debían detenerse. Esos como gritos del sentimiento y de la pasión volarían por encima de los baluartes y baterías, sin que fuesen escuchados por otros oídos que por aquellos a quienes serían dulces y gratos.

Don Carlos Berón vino a compartir con las señoras el regocijo. Enterado de todo, no ocultó su impresión de alegría, ordenando en el acto que en su nombre y en el de Robledo se llevasen ropas a don Anacleto, con una buena cantidad de «patacas» para sus vicios.

¡Ya era mucho lo que el capataz les había comunicado después de tantos días de incertidumbres y pesares!

Nata estaba sonriente, fresca como una rosa, agitándose sin cesar. Brillábale en los ojos una fruición íntima que la estremecía toda, como si la tomase de sorpresa aquella emoción que hacía mucho tiempo no experimentaba de una manera tan intensa. La madre del ausente la seguía en todas sus manifestaciones con mirada cariñosa.

Estas dos mujeres habían llegado a quererse. Una y otra se sentían vinculadas por el lazo de un hondo afecto, el que cada una a su modo, profesaba al joven voluntario. Día a día, a veces horas enteras, lo habían recordado con afán haciendo votos por su ventura. En esas confidencias, llegaron a creer que serían oídas y se lisonjeaban de que sus esperanzas y vaticinios se cumplirían contra todas las eventualidades de la suerte.

Sin embargo, ¡cuántas congojas las asaltaron y aún las asaltarían! ¡Era tan voluble la fortuna, tan caprichoso el éxito en las luchas crueles! La muerte acechaba a cada paso, a cada minuto, a los que se batían.

¿Caerían otra vez en la taciturnidad preñada de tristezas? ¡Quién sabe cuántas nuevas impresiones les reservaba el porvenir, allí, en medio de enemigos, donde se cuidaba no decirse nada de favorable a los «insurgentes», aunque un grande malestar reinante, una ráfaga fría de odios y venganzas llegase hasta el fondo de los hogares!

– XVI –

Al día siguiente temprano, Natalia, fuese al mirador.

Era éste un cuarto muy pequeño, con techo de teja y dos ventanillos, uno que miraba al norte y el otro al este. No tenían rejas; por manera que el anteojo tenía que ser apoyado en el alféizar cuando se quería mirar al campo para mayor comodidad, poniéndose el observador de rodillas sobre una banqueta acolchada colocada allí con ese objeto.

Natalia se hincó limpiando con esmero el lente hasta dejarlo sin una mancha para lo cual había separado el disco del tubo. No contenta con esto, lo empañó varias veces con el aliento, para repasarlo y complacerse luego en la limpidez y transparencia del cristal.

Arreglado convenientemente el catalejo, que ella miraba con cariño como a un compañero que le señalaba el secreto de las soledades, lo apoyó en el alféizar, y dando un suspiro cerró uno de sus bellos ojos, acercando el otro al vidrio.

Todo fue una nube color de agua al principio; una visión del vacío, con sus estrías misteriosas y su claridad difusa.

Aquel plano inclinado era muy defectuoso; o era que ella, por hábito miraba demasiado arriba, ¡al azul celeste!

Movió con suavidad el instrumento, procurándole una posición más adecuada, entre susurros incomprensibles cual si estuviese regañando a un ser querido.

Enderezolo bien hacia el Cerrito.

Después, volvió a acercar la pupila húmeda y brillante.

Tuvo algunos instantes la vista fija; era una mirada ansiosa, profunda.

De pronto el párpado vibró; las manos cogidas al catalejo se estremecieron, toda ella experimentó una conmoción.

Bajó el tubo temblando, volvió a contemplarlo con cariño, y pasose la mano por los ojos como si algo los anulase.

Cuando de ellos la retiró, una sombra estaba delante; sombra inmóvil, silenciosa.

Natalia se levantó de súbito, y abrió los brazos sin abandonar el catalejo.

-¡Oh! -exclamó con un acento inexpresable-. ¡Están ahí… madre!

La señora de Berón, pues era ella la que acababa de presentarse en el observatorio obligado, ávida de nuevas, cogió el catalejo besando a la joven sin decir palabra.

Luego paso una rodilla en el almohadón, acostando el tubo en su apoyo del marco, y observó a su vez.

La visual recorrió primero parte de la bahía de aguas semiazules y serenas sembrada en su centro de queches inmóviles, de goletas sin gavias rasas y finas, de polacras con las latinas velas recogidas, de veloces falúas de carroza a popa y de lanchas de atoaje, gobernadas con espadilla y remos pareles, que remolcaban lentamente hacia afuera dos barcas cargadas de frutos.

Rozó de paso la isleta pedregosa que en la primera guerra tomó Quesada por asalto con un destacamento de dragones que llevaban los sables entre los dientes, y que ahora en vez de la bandera ibérica o portuguesa, enseñaba la brasileña en lo alto de un asta enorme.

Detúvose en la ribera circular, como un esquife que embica empujado por el viento, allí donde se derraman tributarios humildes el Pantanoso y el Miguelete; y alzándose ansioso, púsose al nivel del pequeño morro que esos dos hilos de agua flanquean y casi circundan, nutriendo la gorda tierra de sus declives.

Entonces alcanzó a ver lo que había conmovido a Natalia.

Un reducido escuadrón tendido en línea sobre la cumbre destacábase correcto, quieto, muy visible en medio de la atmósfera sin celajes.

Aparecían los jinetes de un tamaño diminuto; las lanzas como agujas verticales; la bandera de colores vivos enarbolada en la cima como un guión de compañía. Tres de estos jinetes recorrían la fila sencilla. En manos de uno, brillaba de vez en cuando un objeto herido por el sol, acaso un clarín, cuyos ecos ahogaba la distancia.

En el fondo del diorama luminoso no se veía más que el cortinado azul del cielo, y una que otra nubecilla como capullo blanco sobre la línea del horizonte. Ni un convoy asomaba en las colinas, ni una pieza de artillería se erguía en sus afustes a modo de luciente escarabajo, ni una carreta forrada en piel de toro subía las cuestas con su pesadez de piedra. ¡Ah! ¡Pero ellos estaban allí!

La distancia era grande; no se podía determinar personas. Apenas se percibían mayores que el puño.

¿Qué importaba esto? Lo esencial era que ya habían clavado en la cumbre su bandera.

La madre apartó la vista del lente para mirar a Natalia. Expresaban sus ojos la alegría y la ternura.

-Ya no cabe duda -dijo dulcemente-. ¡Están allí!

En ese momento un paso conocido se hizo oír en la escalera, y no tardó en aparecer don Carlos cejijunto, con la mirada desconfiada, un tanto nervioso, caído el gorro de piel de mono sobre la oreja derecha.

-¡Mire V., señor! -murmuró Natalia estremecida-; ¡mire V.!…

Y le señaló el cerrito, con un aire tal de pasión y acento tan candoroso, que el viejo se metió el gorro hasta las cejas sin atinar en lo que hacía, y luego la cogió de las dos manos como tomado de improviso, clavando en ella sus pupilas oscuras, fijas, inquisidoras.

-Sí, -dijo, como adivinando- sí… Deben estar, hija. Es forzoso que estén… Habrán llegado en el alba de hoy sin duda alguna, porque así les convenía. ¿Qué te parece, mujer? Dame el anteojo. Hem… Siempre sostuve en que tenían que llegar esos bizarros descendientes de españoles…

Y mientras se apoderaba del catalejo y lo arreglaba a su gusto, pálido, trémulo, proseguía aparentando dominio sobre sí mismo:

-¡Descendientes en línea recta! Eso de «tupamaros», no fue más que una pequeñez rencorosa. Sí, señor. En línea recta. La sangre es la misma en los más, bravía, castellana. Si desconocemos aquí la semilla, ¿a qué queda reducido el honor de España?… ¡Tontería! Éstos valientes son dignos del romancero; ¡ya lo creo que son! Sin lisonja banal de que soy enemigo.

Veamos… ¡Sí! Sobre el airoso montículo observo bien claro el grupo y los movimientos, la bandera, los jefes que andan de uno a otro lado, un clarín que va detrás, banderolas en las lanzas, carabinas al tercio; ¡buenas figurillas de soldados a fe mía! el escuadrón maniobra con la dureza de una regla y el aplomo del cuadro veterano…

Y esto diciendo, el señor Berón, sacudiendo la cabeza, apartó el ojo del lente, para acercarlo sin mayor dilación, agregando:

-Levantan la bandera, que de aquí no es más grande que una cofia, y la elevan muy arriba… ¡Bien hecho! ¡Es una bandera tan digna como la más pretenciosa, por Santiago! La llevan hombres que saben combatir, que a nadie tienen miedo, desde que vienen a la boca del peligro como quien va a caza de «mulitas»… ¡Cosa singular, señoras mías, que la causa que ella simboliza haya sido siempre agobiada por el número, y que nunca haya sido, sin embargo, vencida!… Eso me entusiasma de veras me vengan con que son pocos, que nada valen, que nada pueden, que nadie los respeta, que todos los estrujan; porque puede y vale el que se impone al fin de la jornada, y a eso van pese a la fuerza, y a los poderosos, estos pobrecitos perdidos en un rincón del mundo.

Verdad que ese rincón vale más que un Potosí. Así se explica que se vengan a las manos de esta manera descomunal, nunca vista, sin fijarse en el cuantum, ni en la especie, a pecho descubierto y visera levantada, ni más ni menos que el héroe de Cervantes frente a los molinos de viento. ¡Por Cristo, digo y juro! Esto no es racional ni hacedero, o yo soy un calvatrueno sin sentido común…

Don Carlos, así hablando, levantó crispado un puño.

Y sin separar la vista del instrumento, impuso con el índice un silencio que nadie pensaba interrumpir, añadiendo:

-¡A no ser que ésta no pase de una gran guardia! Tal vez el grueso esté detrás de las lomas, un tanto agazapado, como gente que lo entiende… No hay que fiarse cuando la maña acompaña al valor; pues ningún matrimonio de esta clase fue nunca desgraciado.

-¡Cuántas cosas estás diciendo! -dijo la señora interrumpiéndole en tono dulce y reposado-. Mira bien, por si, más feliz que nosotros, descubres a Luís María.

-¡Hum!… Eso mismo procuro desde el principio. ¡Pero mujer, si son como soldaditos de plomo! Ya no me da el ojo. Bien distinto era, unos diez y nueve años atrás cuando yo revistaba también en filas. ¡Donde ponía ese ojo ponía la bala!… Quisiera distinguir a algún gallardo oficial de morrión azul con plumas blancas de cisne, de uniforme bien ceñido, montado en un bridón fogoso de pelo alazán, para comunicarte algo de agradable. A pesar de mi empeño, no diviso más de lo que digo; muñequitos que se agitan allá en la comarca verde.