Grito de Gloria – Eduardo Acevedo Díaz

En un país de cien mil almas, cuyos ciudadanos, sin escuela de gobierno libre, eran soldados, y a quienes en esas horas críticas les era corto el tiempo para preocuparse de otra cosa que de batirse a muerte contra un adversario diez veces superior, no debía esperarse tampoco que la voluntad del conjunto, la expresión meditada y tranquila de la voluntad soberana se manifestase por otros medios más correctos.

El día 25 de Agosto la asamblea había declarado al país, de hecho y de derecho, libre e independiente del rey de Portugal, del emperador del Brasil y de cualquier otro del universo; y en pos de esta declaratoria viril, hecha en medio de zozobras y peligros, había dictado también la ley que lo incorporaba a las provincias unidas del Plata como porción integrante de su antigua soberanía.

Era ésta, sin duda, una concepción más clara y luminosa de la patria, cuyo sol debía nacer en el confín sur brasileño y hundirse detrás de los Andes, después de alumbrar inmensas regiones destinadas a todas las razas laboriosas del mundo y a todas las libertades sin arraigo en las naciones caducas; era el haz de fuerzas que hacían la solidaridad perseguida, la cohesión de los medios y la armonía en los fines, dando aparente solución al problema del equilibrio platense.

Aparente, porque ¿no invocaba el imperio iguales títulos que su rival a la posesión y exclusivo dominio de la tierra disputada, y no eran sus pretensiones antecedentes de funesto augurio para el futuro?

La fórmula de incorporación, que era en sí misma expresión de poder y de fuerza, resultaba para el dominador impuesta por la brutalidad de los hechos, y como un reto a su soberanía, por cuanto los nativos, años atrás, habían resuelto la anexión al imperio por intermedio de sus cabildos, únicos cuerpos de carácter representativo y popular.

En esta grave querella, para nada tenía en cuenta el Brasil que los orientales no querían en el fondo lo que sus cabildos hicieron; ni Buenos Aires se daba por entendido tampoco de que la célebre declaratoria no era un acto espontáneo de los pueblos oprimidos.

Dirimían sus antagonismos sin consideración a la prenda. Y la prenda anhelaba ser entidad neutra y por lo mismo libre y respetada. Pero, no siendo eso práctico por sus solos recursos, ninguno más adecuado como quien saca fuerza de flaqueza, que el de aquella declaratoria. La incorporación al cambiar el dominio traía consigo el conflicto, y hacía teatro de la lucha el mismo suelo disputado; mas al fin de esa lucha podría bien suceder que del exceso de sangre vertida surgiese la zona neutral por utilidad recíproca, y de esta situación, una independencia que era imposible adquirir por otros medios.

Por eso, condensando su pensamiento en las propensiones locales firmemente acentuadas, el joven patriota recordaba entonces la frase lacónica pero expresiva que había recogido en más de un labio a raíz de aquella última declaratoria:

-¡Libertémonos del yugo extraño, y después Dios proveerá!

Resumía esta frase, con los anhelos de una generación formada al calor de la lucha y que todo de la lucha lo esperaba, lo incierto de su destino.

Tal vez se descubría en ella el fondo de soberbia genial que constituía la base de las rebeldías indomables; pero esa naturaleza bravía favorecida en su desarrollo por las condiciones geográficas del territorio, aislado de los otros en casi su totalidad por mares y grandes ríos, era precisamente la causa del conflicto, la razón inicial de la aventura legendaria.

Y bajo esta faz el problema de futuro ¿podía considerarse asimilable el elemento nativo?

La pregunta era honda, y eludió satisfacerla como si se hubiese abocado a un abismo insondable…

En la bandera a cuya sombra los orientales peleaban se leía con letras negras la inscripción de ¡libertad o muerte! que era su grito de guerra y también de gloria.

En ese lema se resumían sus ideales; en ese grito sus virtudes guerreras. ¿Se obstinaban ellos en probar que eran capaces de ser libres dentro de un gran todo o de una gran patria de comunes sacrificios; o buscaban significar con ese lema, que tenía su origen en Artigas, que toda dependencia les sería odiosa aun dentro de la comunidad primitiva?

Se inclinaba a creer esto último; y un día dijo a su jefe lleno de ardimiento:

-Si vienen los argentinos y libran la gran batalla, nuestra esperanza llevará camino de realidad, mi comandante.

-¿Por qué? -había preguntado Oribe.

-Porque hoy ninguno de los rivales podrá obtener victoria definitiva, fuertes como uno y otro lo son; y entonces nos harán el fiel entre los dos platillos.

-El caso es que los argentinos vengan. Mientras eso no suceda, no habrá fiel, desde que no haya balanza que equilibrar.

No ponía en duda Berón este aserto; pero consolábale la idea de que el auxilio vendría, hecha como lo había sido la declaratoria de incorporación, y factible como era un hecho de armas que de un momento a otro, asegurase a los «insurgentes» el dominio de la campaña.

Muchas otras circunstancias concurrían a preparar el espíritu del gobierno argentino a una actitud resuelta.

La marcha misma seguida por la revolución estimulaba al socorro, en nombre de principios que ella se esmeraba en consagrar sobre el terreno de la lucha. Sus prácticas no desdecían de la alteza del propósito. Hacia la lucha humana, sin crueldades ni venganzas.

El joven patriota sentía por ello una íntima fruición, que se renovaba con frecuencia por las voces que se alzaban en la otra orilla en defensa de los oprimidos.

Una tarde su goce subió de punto.

De la tienda de Oribe había pasado a la suya una hoja impresa, un número de El Piloto, que aparecía en Buenos Aires, cuya prédica reflejaba los nobles deseos del pueblo argentino, y en cuyas columnas leyó, entro otras expansiones entusiastas y generosas, estas líneas:

«Un pueblo que ha pasado por cien vicisitudes podrá acaso, como Roma, no hacer votos por los buenos días de su libertad; pero los pueblos que no han tenido lugar aún de gozar de aquellos bienes, no pierden así sus sentimientos ni sus esperanzas de conquistarlos: ellos hacen lo que los orientales conducidos por el inmortal Lavalleja, cuyos heroicos hechos han sido coronados con el sublime ejemplo de perdonar el extravío de sus hermanos.»

Y al leer esto, que era gloriosa verdad, tuvo presente que la revolución había aceptado aun a los descreídos en su seno; recordó que Calderón, enviado por Oribe al cuartel general con la nota de traidor y condenado a muerte por el consejo de guerra, había merecido gracia el día del cumpleaños de Lavalleja, por interposición de Rivera, sin otro compromiso que el del juramento de no hacer armas contra sus antiguos compañeros; juramento violado a los pocos días, uniéndose al perjurio nuevamente la traición.

Hizo también memoria de muchos otros que debieron la vida a la lealtad caballeresca, y de más de mil prisioneros actualmente en depósito que eran objeto de tratos humanitarios; y aun cuando hallaba algún punto oscuro en la actitud de Rivera en el episodio de Calderón, dadas las facetas sombrías de este personaje, no podía él menos de decirse interiormente, como un resumen de levantadas ideas: «con esta moral se irá lejos».

– XXIX –

La vida de campamento no era tampoco sosegada como al principio, y desde algún tiempo atrás se venía poniendo a prueba el músculo en marchas y contramarchas a toda hora según las exigencias de orden militar, devorándose distancias con buen sol o bajo la lluvia, en hermosas mañanas como en noches sin estrellas.

El caso era no ser vencido en previsión, ni aventajado en actividad. Había que esforzar las aptitudes y que suplir el exceso del número con el valor y la audacia.

A pesar de esta vida agitadísima, en ciertos días y en determinadas horas su jefe, celoso de la profesión, ordenaba y dirigía personalmente la práctica de evoluciones por mitades, compañías y escuadrones; todo el campo poníase en movimiento; ejercitábanse el sable, la lanza y la carabina; indicábase con esmero como debían equilibrarse la velocidad y la forma de impulsión en las cargas, por elección de caballos; simulábanse protecciones de despliegues y retirada, como si se contase con infanterías; perfeccionábanse en cuanto era posible los medios para el choque; lo que se explica si se tiene en cuenta que, aunque arma accesoria, la acción táctica de la caballería estaba entonces en la plenitud de su vigor.

El jefe era hábil, organizador y valiente; tres aptitudes que creaban el estímulo con el respeto, el celo patriótico y la emulación militar, en la medida del tiempo y de los recursos. Para la elección de los caballos de guerra no era necesaria la teoría; todos eran grandes jinetes, y con ojo experto elegían al compañero de lucha sin equivocarse nunca. Sabían también por experiencia lo que importaban los arreos en la fuerza de impulsión, los equilibraban con la rapidez, y muchos no llevaban más que el rendaje y las armas en el momento del choque.

De esta manera, constituían una caballería ligera o una de línea sin ser pesada, cuando así lo exigían las circunstancias; «una fuerza viva desplegada» capaz de afrontar el mayor peligro, como lo era para resistir los rigores de la privación y la inclemencia.

Caballería propia de un terreno con campos ondulados, con bosques moteados de potriles, con serranías abruptas, con valles «guadalosos»; y propia de un clima con fríos recios, con soles ardientes, con noches plateadas y con vientos mugidores. El jinete, bravo y robusto; el caballo pequeño, pero fuerte y sufrido; capaz el uno de extrema osadía y el otro de llevarlo a la boca del peligro, resultaban armónicos con el suelo y el clima.

Por entonces nacían, vivían y morían entre estridores de «pamperos» y clarines.

La victoria de Rincón, y otra obtenida por el veterano de Artigas Andrés de Latorre, sobre una fuerte división brasileña que buscaba la incorporación con la del general Abreu, dieron nuevo impulso súbitamente a las operaciones, hallando a Oribe el «chasque» de las gratas nuevas en la costa del Santa Lucía.

La excursión rápida de Bentos Manuel hacia Montevideo, lo había obligado a movimientos más rápidos todavía, y al habla con el cuartel general, maniobraba dentro de la zona en que se incubaba el peligro imprevisto: «en la cuna del toro», -según la frase gráfica de Ismael.

Terminaba septiembre.

Los días eran claros y hermosos, retoñaban con gran vigor los bosques, el espíritu estaba alegre y templado a pesar de lo que ya llevaba de prueba el esfuerzo extraordinario, y en el campamento corría como una nueva vida preñada de esperanzas como la primavera de jugos.

En el vivac de Luis María, Ismael y Cuaró se comentaban cada mañana las probabilidades de un encuentro formal que precipitase los sucesos.

Todos confiaban en el éxito, por el prurito que da la costumbre del triunfo y la fe que inspira la habilidad de los jefes.

Ellos confiaban en el suyo, a quien veían desplegar recursos sólo propios del que sabe segundar un plan y aun excederse de los límites trazados, en sentido de afianzarlo o robustecerlo.

Todo consistía en que las fuerzas revolucionarias llegasen a formar un haz en el momento de la acción, pues que se encontraban diseminadas en distintas zonas. Si el enemigo tomaba la ofensiva, debía ser por sorpresa, y sobre una de las divisiones fuertes, antes que la junción se operase.

Para precaver esto, es que ellos vivían en perpetuo vaivén, cambiando en horas de campo, trasponiendo grandes distancias, ora acercándose a la plaza, ora alejándose sin dejar rastro visible empeñados en descubrir la intención del enemigo y hacerse dueños de sus medios de comunicación con Abreu, que se mantenía en su posición estratégica sin desprender ni una columna después de los contrastes sufridos.

Esa expectativa no podía durar mucho; y así fue.

Una tarde supieron por aviso anónimo, que el coronel Ribeiro saldría de extramuros con rumbo al centro del país; y al mismo tiempo vino anuncio del cuartel general de que una fuerte columna de caballería avanzaba por el norte a marchas forzadas buscando su base de apoyo en Abreu.