La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Encontraron a los caballos vagando sin rumbo por la maleza, desayunaron cecina de caballo poco seca, y partieron en la dirección que Rincewind consideraba correcta. Unos minutos más tarde, el Equipaje salió corriendo de entre los arbustos para reunirse con ellos.

El sol ascendía en el cielo, pero no conseguía borrar la luz de la estrella roja.

—Cada noche que pasa se hace más grande —señaló Dosflores—. Alguien debería hacer algo, ¿no crees?

—¿Por ejemplo?

—¿No podrían decirle a Gran A’Tuin que la esquivase? —sugirió—. ¿Que diese un rodeo, o algo así?

—Ya se ha intentado algo por el estilo —respondió Rincewind—. Los magos intentaron sintonizar con la mente de Gran A’Tuin.

—¿Y no lo consiguieron?

—Oh, sí que lo consiguieron. Sólo que…

Sólo que hubo algunos riesgos imprevistos en la lectura de una mente tan grande como la de la Tortuga del Mundo, explicó. Los magos se habían entrenado con galápagos y con tortugas marinas gigantes para hacerse una idea del esquema mental de los quelonios. Pero, aunque sabían que el cerebro de A’Tuin sería grande, no se dieron cuenta de que también sería lento. Muy lento.

—Un montón de magos se han turnado durante treinta años para leer su mente —dijo Rincewind—. Hasta ahora, lo único que han averiguado es que Gran A’Tuin espera algo con muchas ganas.

—¿El qué?

—¿Quién sabe?

Cabalgaron un rato en silencio a través del abrupto terreno, por un camino bordeado de enormes bloques de piedra. Al final, Dosflores dijo:

—Creo que deberíamos volver.

—Mira, mañana llegaremos al Smarl —respondió Rincewind—. Aquí no les puede pasar nada, no veo porqué…

Como si hablara solo. Dosflores había espoleado a su caballo para que diera media vuelta, y trotaba ahora demostrando toda la elegancia de un saco de patatas.

Rincewind miró hacia abajo. El Equipaje le contemplaba con gesto de reproche.

—¿Y tú qué miras? —le espetó el mago—. Puede volver si le da la gana, ¿a mí qué me importa?

El Equipaje no dijo nada.

—Oye, no es cosa mía. No soy responsable de él. Que quede claro.

El Equipaje no dijo nada, pero esta vez más alto.

—Haz lo que quieras, ve con él. No tienes nada que ver conmigo.

El Equipaje recogió sus patitas y se sentó en el camino.

—Bueno, pues yo me voy —insistió Rincewind—. Lo digo en serio —añadió.

Enfiló al caballo hacia el nuevo horizonte, sin moverse, y bajó la vista. El Equipaje seguía allí sentado.

—No te servirá de nada apelar a mis buenos sentimientos. Puedes quedarte ahí todo el día, me da igual. Me marcho ahora mismo, ¿entiendes?

Miró al Equipaje. El Equipaje le devolvió la mirada.

* * *

—Pensé que no volverías —dijo Dosflores.

—No quiero hablar del asunto —replicó Rincewind.

—Entonces, ¿hablamos de otra cosa?

—De acuerdo, hablemos sobre cómo quitamos estas cuerdas.

Se miró las ataduras de las manos.

—No entiendo por qué eres tan importante —dijo Herrena.

Estaba sentada frente a ellos en una roca, con la espada cruzada sobre las rodillas. La mayor parte de los miembros de su grupo se habían tumbado arriba entre las rocas, y vigilaban el camino. Rincewind y Dosflores habían caído en la emboscada con una facilidad patética.

—Weems me contó lo que tu caja le hizo a Gancia —añadió la joven—. No puedo decir que sea una gran pérdida, pero debéis hacerle comprender que, si se acerca a menos de un kilómetro de nosotros, os cortaré la garganta personalmente. ¿Comprendido?

Rincewind asintió violentamente.

—Bien —prosiguió Herrena—. Se os busca vivos o muertos. A mí me da igual una cosa u otra, pero quizá algunos de los muchachos quieran discutir con vosotros acerca de esos trolls. Si no llega a salir el sol en ese momento…

Dejó la frase en suspenso y se alejó.

—Bueno, ya nos hemos metido en otro lío —suspiró Rincewind.

Tiró una vez más de las cuerdas que le sujetaban.

* * *

Tenía una roca a la espalda, si pudiera alzar las muñecas…, si, justo lo que suponía, era tan afilada como para hacerle sangre, y tan roma como para no surtir el menor efecto sobre las sogas.

—Pero ¿por qué nosotros? —preguntó Dosflores—. Tiene algo que ver con esa estrella, ¿no?

—No sé nada sobre la estrella —añadió Rincewind—. ¡Ni siquiera me matriculé en la asignatura de astrología cuando estaba en la universidad!

—Bueno, supongo que todo acabará por arreglarse —zanjó Dosflores.

Rincewind le miró. Las afirmaciones como aquélla nunca dejaban de desconcertarle.

—¿De verdad lo crees? —dijo—. Quiero decir; ¿de verdad?

—Bueno, si te paras a pensarlo, las cosas suelen funcionar de manera satisfactoria.

—Si opinas que el desastre total en mi vida durante el último año ha sido algo satisfactorio, entonces quizá tengas razón. He perdido la cuenta de las veces en que he estado al borde de la muerte…

—Veintisiete —señaló Dosflores.

—¿Qué?

—Veintisiete veces —explicó Dosflores para ayudarle—. Yo sí llevo la cuenta. Pero nunca lo has hecho.

—¿El qué, llevar la cuenta? —dijo Rincewind, que empezaba a tener la conocida sensación de que la conversación estaba preparada de antemano.

—No, morirte. ¿No te parece que es un buen presagio?

—No tengo nada que objetar a eso, si es a lo que te refieres —asintió Rincewind.

Se concentró en sus pies. Dosflores tenía razón, desde luego. Obviamente, el Hechizo le había mantenido con vida. Sin duda, si saltaba por un precipicio, una nube amortiguaría su caída.

Lo malo de esa teoría, decidió, era que sólo funcionaría mientras no creyese en ella. En cuanto se considerase invulnerable, podía darse por muerto.

Así que, en definitiva, lo mejor era no pensar en ello.

Además, igual se equivocaba.

La única cosa que sabía con certeza era que tenía un dolor de cabeza atroz. Deseó con todas sus fuerzas que el Hechizo estuviera en la zona del dolor y lo pasara muy mal.

Cuando salieron de la hondonada, tanto Rincewind como Dosflores compartían caballo con uno de sus captores. Rincewind iba incómodamente tendido delante de Weems, que se había torcido el tobillo y no estaba de buen humor. Dosflores viajaba sentado delante de Herrena…, y dado que el turista era bastante bajito, eso significaba que al menos llevaba las orejas calientes. La chica cabalgaba con el cuchillo desenvainado y el ojo atento a cualquier caja andante. Herrena no había descifrado todavía la naturaleza del Equipaje, pero tenía suficiente cerebro como para comprender que éste no permitiría que mataran a Dosflores.

Al cabo de unos diez minutos, lo vieron en el centro del camino. Tenía la tapa invitadoramente abierta. Estaba lleno de oro.

—Esquivadlo —ordenó Herrena.

—Pero…

—Es una trampa.

—Cierto —asintió Weems, pálido—. Creedme.

De mala gana, los hombres tiraron de las riendas de los caballos para dar un rodeo que esquivara la brillante tentación, y siguieron trotando por el sendero. Weems miró hacia atrás, temiendo ver que el cofre le perseguía.

Lo que vio fue aún peor. Había desaparecido.

A un lado del sendero, la alta hierba se agitó misteriosamente antes de quedar inmóvil.

Rincewind era mal mago y aún peor luchador; pero en cambio era un auténtico experto en cobardía, y reconocía el miedo en cuanto lo olía.

—Te seguirá, ¿sabes? —dijo con tranquilidad.

—¿Qué? —preguntó Weems, distraído.

Seguía mirando la hierba.

—Tiene mucha paciencia, nunca se rinde. Te enfrentas con madera de peral sabio. Te dejará creer que se ha olvidado de ti, pero un buen día, cuando camines por un callejón oscuro, oirás sus pisadas detrás de ti… plas, plas, entonces echarás a correr y las pisadas también acelerarán, plas-plas-plas-plas…

—¡Cállate! —chilló Weems.

—Seguramente ya te conoce, así que…

—¡He dicho que te calles!

Herrena se dio media vuelta en su silla y los miró. Weems frunció el ceño y tiró de la oreja de Rincewind hasta que la tuvo delante de la boca.

—No tengo miedo de nada, ¿comprendes? —dijo con voz ronca—. Me río yo de las cosas de los magos.

—Todos dicen lo mismo hasta que oyen las pisadas —replicó Rincewind.

Se calló cuando la punta de un cuchillo le cosquilleó entre las costillas.

* * *

Durante el resto del día no sucedió nada, pero, para satisfacción de Rincewind y creciente paranoia de Weems, el Equipaje se dejó ver varias veces. En unas ocasiones estaba incongruentemente atravesado sobre una grieta del terreno, en otras aparecía medio oculto en una zanja y cubierto de musgo.

A última hora de la tarde llegaron a la cima de una colina y contemplaron el extenso valle del Alto Smarl, el río más largo del Disco. Tenía casi un kilómetro de ancho y sus aguas eran espesas por el cieno que hacía de las tierras bajas la zona más fértil del continente. Unos cuantos jirones de niebla velaban sus orillas.

—Plas —dijo Rincewind.

Sintió cómo Weems daba un salto en la silla.

—¿Eh?

—Nada, me estaba aclarando la garganta —sonrió el mago.

Había calculado largo rato aquella sonrisa. Era la clase de sonrisa que usa alguien cuando te mira la oreja izquierda y te dice en tono apremiante que le persiguen agentes secretos de otra galaxia. No era una sonrisa que inspirase confianza. Seguramente se habían visto sonrisas más aterradoras, pero sólo en las caras de esas sonreidoras anaranjadas con rayas negras y largas colas que van por la selva buscando víctimas a las que sonreír.

—Deja de poner esa cara —ordenó Herrena.

En el lugar en que el sendero llegaba junto a la orilla del río, había un rudimentario espigón y un gran gong de bronce.

—Sirve para llamar al barquero —indicó Herrena—. Si cruzamos por ahí nos ahorraremos un buen trecho. Quizá incluso podamos llegar a la ciudad esta noche.

Weems parecía dudarlo. El sol se estaba poniendo gordo y rojo, y la niebla empezaba a espesar.

—¿O acaso preferís pasar la noche a este lado del río?

Weems cogió el martillo y golpeó el gong con tanta fuerza que se soltó de su bisagra y cayó estrepitosamente.

Aguardaron en silencio. Con un tintineo húmedo, una cadena surgió del agua y se tensó, sujeta por un poste de hierro clavado en la orilla. Por fin, la forma aplanada de la barcaza apareció lentamente entre la niebla, con su barquero encapuchado haciendo girar el enorme timón situado en el centro, avanzando milímetro a milímetro hacia la ribera.

La quilla plana de la barcaza rozó la orilla, y la figura encapuchada se apoyó jadeante en el timón.

—Zólo doz cada vez —murmuró—. Nada máz. De doz en doz con loz caballoz.

Rincewind tragó saliva y procuró no mirar a Dosflores. Seguramente, el hombrecillo estaría sonriendo como un idiota. Se arriesgó a echar un vistazo por el rabillo del ojo.

Dosflores tenía la boca abierta de par en par.

—No eres el barquero de siempre —dijo Herrena—. He pasado por aquí otras veces, el barquero es un tipo corpulento, como…

—Ez zu día libde.

—Bueno, de acuerdo —asintió dubitativa—. En ese caso…, ¿de qué se ríe éste?

A Dosflores le temblaban los hombros, se había puesto rojo y trataba inútilmente de contener las carcajadas. Herrena le miró un momento y luego clavó la vista en el barquero.

—¡Dos de vosotros, cogedle!

Hubo una pausa.

—¿A quién, al barquero? —preguntó al final uno de los hombres.

—¡Sí!

—¿Por qué?

Herrena se quedó sin saber qué decir. Las cosas no debían ir así. Se acepta como norma general que cuando alguien grita algo como «¡Cogedle!» o «¡Guardias!», todos se lanzan a cumplir la orden. A nadie se le ocurre ponerse a discutir el asunto.

—¡Porque lo digo yo! —fue la mejor respuesta que le vino a la mente.

Los dos hombres que estaban más cerca del barquero se miraron, se encogieron de hombros, desmontaron y le agarraron cada uno por un hombro. El barquero abultaba como la mitad que ellos.

—¿Así? —preguntó uno.

Dosflores se había atragantado de risa.

—Ahora, quiero ver qué lleva bajo esa túnica.

Los dos hombres intercambiaron miradas.

—No estoy seguro de que… —empezó uno.

No pudo decir más, porque un codo huesudo salió disparado como un pistón contra su estómago. Su compañero bajó la vista, incrédulo, y se llevó un recuerdo del segundo codo en los riñones.

Cohen lanzó una maldición mientras luchaba por sacar la espada de entre los pliegues de la túnica a la vez que saltaba como un cangrejo para acercarse a Herrena. Rincewind gimió, apretó los dientes y lanzó un cabezazo hacia atrás. Se oyó un grito de Weems, y Rincewind se dejó caer de lado, aterrizando pesadamente en el barro. Se levantó como pudo, y buscó con ojos enloquecidos algún lugar donde esconderse.

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