La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

El día siguiente amaneció claro, brillante y frío. El cielo se había convertido en una cúpula azul pegada sobre la blanca sábana del mundo, y el efecto general habría sido fresco y brillante como un anuncio de pasta dentífrica de no ser por el punto rosado que brillaba en el horizonte.

—Ahoda también ze ve dudante el día —dijo Cohen—. ¿Qué ez?

Miró fijamente a Rincewind, quien enrojeció.

—¿Por qué me mira todo el mundo? —replicó.

—No tengo ni idea, quizá se trate de un cometa, o algo así.

—¿Arderemos todos? —preguntó Bethan.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca he chocado contra un cometa.

Cabalgaban en fila por la brillante llanura nevada. El Pueblo Caballo, que parecía tener una elevada opinión de Cohen, les había proporcionado monturas e instrucciones para llegar hasta el río Smarl, a unos ciento cincuenta kilómetros en dirección Eje, donde, según Cohen, Rincewind y Dosflores podrían encontrar un barco que los llevara al Mar Circular. Había anunciado que los acompañaría por el bien de sus almorranas.

Bethan anunció rápidamente que ella también iría, por si Cohen quería que le untara algo.

Rincewind tenía la vaga sensación de que una especie de química estaba en marcha. Para empezar, Cohen había intentado peinarse la barba.

—Creo que está colada por ti —dijo.

Cohen suspiró.

—¡Zi yo tuvieda veinte añoz menoz!

—¿Sí?

—Tenddía zezenta y ziete.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—Bueno…, ¿cómo puedo explicádtelo? Cuando eda joven, cuando me eztaba haciendo un nombde en el mundo, bueno, me guztaban laz mujedez peliddojaz y zalvajez.

—Ah.

—Luego me hice un poco mayod, y pdefedía a una mujed con el pelo dubio y el bdillo del mundo en zuz ojoz.

—Ah, ¿Sí?

—Pedo al hacedme aún máz viejo, le encontdé el guzto a laz mujedez modenaz y zenzualez.

Hizo una pausa. Rincewind aguardó.

—¿Y? —dijo al final—. ¿Qué buscas ahora en una mujer?

Cohen volvió hacia él un nublado ojo azul.

—Paciencia —respondió.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó una voz tras ellos—. ¡Yo, cabalgando con Cohen el Bárbaro!

Era Dosflores. Desde por la mañana temprano había estado como un mono con la llave de una plantación de plátanos, tras descubrir que estaba respirando el mismo aire que el más grande héroe de todos los tiempos.

—¿Pod cazualidad me eztá tomando el pelo? —preguntó Cohen a Rincewind.

—No. Siempre es así.

Cohen se volvió en su silla. Dosflores le vio e hizo una profunda reverencia. Cohen se dio media vuelta con un gruñido.

—Tiene ojoz, ¿no?

—Sí, pero no le funcionan como al resto de la gente. Puedes creerme. Mira… bueno, sabes cómo era la yurta del Pueblo Caballo, donde estuvimos anoche, ¿no?

—Zí.

—¿No dirías que era un poco lóbrega, grasienta, y que olía como un caballo muy enfermo?

—Me padece una dezcdipción muy acedtada.

—Pues él no estaría de acuerdo. Diría que era una magnífica tienda bárbara, con trofeos de grandes bestias cazadas por guerreros de ojos torvos, y procedentes de los límites de la civilización y que olía a raras resinas y aceites robados de las caravanas que cruzaban los valles…, bueno, y así seguiría un rato. Lo digo en serio —añadió.

—¿Eztá loco?

—En cierto modo. Pero es un loco con mucho dinero.

—Ah, entoncez no eztá loco. Yo he vizto mucho mundo. Zi un hombde tiene mucho dinedo, no eztá loco, zólo ez excéntdico.

Cohen se volvió en su silla de nuevo. Dosflores le estaba contando a Bethan cómo el Bárbaro había derrotado él solo a los guerreros serpiente del señor brujo de S’Belinde, para después robar el diamante sagrado de la estatua gigante de Offler, el Dios Cocodrilo.

Una extraña sonrisa se dibujó entre las arrugas del rostro de Cohen.

—Si quieres, le digo que se calle —ofreció Rincewind.

—¿Ze calladía?

—La verdad, no.

—Puez déjale decid tontediaz —señaló Cohen.

Dejó caer la mano sobre la empuñadura de su espada, pulimentada por la garra de las décadas.

—Ademáz, me guztan zuz ojoz —añadió—. Tienen un campo de vizión de cincuenta añoz.

A un centenar de metros tras ellos, trotando con dificultades sobre la nieve blanda, iba el Equipaje. A él nadie le preguntaba nunca su opinión.

Al anochecer llegaron junto a unas extensas llanuras, y cabalgaron bajando por sombríos bosques de pinos a los que la tormenta de nieve sólo había llegado en forma de un fino polvillo. Era un paisaje de enormes rocas agrietadas, y valles tan estrechos y profundos que los días sólo duraban del orden de los veinte minutos. Una zona salvaje, azotada por el viento, de esas en las que uno espera encontrar…

—Tdollz —dijo Cohen olisqueando el aire.

Rincewind miró a su alrededor a la luz rojiza del anochecer. De pronto, rocas que hasta entonces le habían parecido completamente normales cobraron un sospechoso aspecto de vida. Sombras a las que no habría dedicado dos miradas empezaron a parecerle espantosamente habitadas.

—A mí me gustan los trolls —intervino Dosflores.

—No puede ser —replicó Rincewind con firmeza—. No te pueden gustar. Son grandes, llenos de bultos y se comen a la gente.

—En abzoluto —le corrigió Cohen, bajando con dificultades del caballo y masajeándose las rodillas—. Ez una zupedztición, ni máz ni menoz. Loz tdollz nunca ze comen a nadie.

—¿No?

—No, ziempde ezcupen loz pedazoz. No pueden digedid a la gente, ¿zabez? El tdoll coddiente no quiede de la vida nada máz que un buen tdozo de gdanito, todo lo máz un bocado de lodo como poztde. Alguien me dijo que ez podque zon fodmaz de vida zilice…, zilico… —Cohen se detuvo y se mesó la barba—. Podque eztán hechoz de piedda.

Rincewind asintió. Los trolls no eran desconocidos en Ankh-Morpork, por supuesto, allí siempre conseguían empleo como guardaespaldas. Resultaban un poco caros de mantener hasta que aprendían el funcionamiento de las puertas y dejaban de salir de casa por el sistema de atravesar la pared más cercana.

—Loz dientez de loz tdollz, éze ez el azunto —siguió Cohen mientras recogían leña para el fuego.

—¿Por qué? —quiso saber Bethan.

—Diamantez. Tienen que zed diamantez. Ez lo único que puede domped laz pieddaz y laz docaz, y aun azí tienen que echad nuevoz dientez cada año.

—Hablando de dientes… —intervino Dosflores—. No he podido evitar darme cuenta de que…

—¿Zí?

—Oh, nada —tartamudeó Dosflores.

—¿Zí? Oh. Bueno, encendamoz el fuego antez de que noz quedemoz zin luz. Y luego —Cohen puso cara larga—, zupongo que tenddemos que haced zopa.

—A Rincewind se le da muy bien —señaló Dosflores con entusiasmo—. Sabe todo lo que hay que saber sobre hierbas, raíces y cosas de ésas.

Cohen lanzó a Rincewind una mirada cargada de desconfianza.

—Bueno, el Pueblo Caballo noz dio un poco de cecina de yegua —dijo—. Zi encuentdaz unaz cebollaz zilveztdez y cozaz azí, quizáz zepa mejod.

—Pero si yo… —protestó Rincewind.

Se rindió antes de terminar la frase. De todos modos, razonó, sé qué aspecto tiene una cebolla, es una cosa blanca y redonda con un trozo verde que le sale por arriba. No será difícil encontrar alguna, saltarán a la vista.

—Tendré que ir a buscar ¿no? —preguntó.

—Zí.

—¿Tal vez allí, en aquel matorral espeso y sombrío?

—Buen lugad, zí.

—¿Te refieres al que está junto a esos barrancos profundos?

—Me padece un lugad idóneo, dezde luego.

—Ya me lo temía —asintió Rincewind con amargura.

Echó a andar, preguntándose cuál sería el sistema adecuado para atraer a las cebollas. Después de todo, se dijo, aunque en los puestos del mercado están colgadas en ristras, es poco probable que crezcan así. Quizá los campesinos usen perros o algo por el estilo para localizarlas, tal vez canten canciones para hacer que las cebollas vayan a ellos.

Ya había en el cielo unas cuantas estrellas madrugadoras cuando empezó a escudriñar entre las hierbas y hojas. Sus pies aplastaron setas, desagradables sustancias orgánicas y cosas que parecían suspensorios para gnomos. Le picaron pequeños seres voladores. Otras cosas, por fortuna invisibles, saltaban o se deslizaban para esquivarle entre los arbustos, al tiempo que gemían en tono de reproche.

—¿Cebollas? —susurró Rincewind—. ¿Hay alguna cebolla por ahí?

—Encontrarás un montón bajo ese tejo —dijo una voz junto a él.

—Ah —dijo Rincewind—. Gracias.

Hubo un largo silencio durante el cual sólo se oyó el zumbido de los mosquitos junto a las orejas del mago.

Se quedó absolutamente quieto. Ni siquiera movió los ojos.

—Disculpa —se atrevió a decir al final.

—¿Sí?

—¿Cuál es el tejo?

—Aquel pequeño y retorcido, el que tiene agujitas color verde oscuro.

—Ah, sí. Ya lo veo. Gracias otra vez.

No se movió. Fue la voz la que reanudó amistosamente la conversación.

—¿Puedo hacer algo más por ti?

—No eres un árbol, ¿verdad? —se atrevió a preguntar Rincewind, mirando testarudamente hacia adelante.

—No digas tonterías. Los árboles no hablan.

—Lo siento. Es que, últimamente, he tenido algunas dificultades con árboles. Ya me entiendes.

—La verdad, no. Yo soy una roca.

La voz de Rincewind apenas cambió.

—Bien, bien —dijo con lentitud—. Bueno, pues me voy a por esas cebollas.

—Que aproveche.

Echó a andar con toda la cautela y dignidad que le fue posible, divisó una serie de cosas blancas y alargadas que brotaban del suelo, las arranco cuidadosamente y se dio media vuelta. Había una roca a poca distancia. Pero también era cierto que había rocas por todas partes, en aquel lugar los huesos del Disco estaban muy cerca de la superficie.

Miró fijamente al tejo, sólo por si se le ocurría hablar. Pero el tejo, que era un árbol bastante solitario, no había oído hablar de Rincewind el mesías arbóreo, y además estaba dormido.

—Si eras tú, Dosflores, no me has engañado ni por un momento —dijo Rincewind.

De repente su voz le sonó muy clara y solitaria en la creciente oscuridad del crepúsculo.

Rincewind recordó lo único que sabía con seguridad acerca de los trolls: que la luz del sol los convertía en piedra, de modo que cualquiera que los contratase tenía que gastarse una fortuna en crema protectora.

Pero, ahora que se le ocurría pensarlo, nadie le había dicho lo que pasaba con ellos cuando el sol se ponía de nuevo…

El último rayo de luz desapareció del paisaje, y de repente le pareció que allí había muchísimas rocas.

—Está tardando mucho en encontrar esas cebollas —dijo Dosflores—. ¿No sería mejor que fuésemos a buscarle?

—Loz magoz zaben cuidadze zoloz —dijo Cohen.

Se estremeció. Bethan le estaba cortando las uñas.

—La verdad es que no es un mago lo que se dice muy bueno —dijo Dosflores, acercándose más al fuego—. No se lo diría a la cara, pero… —Se inclinó hacia Cohen—. En realidad, nunca le he visto hacer nada mágico.

—Bien, vamos a por el otro —dijo Bethan.

—Edez muy amable.

—Tienes unos pies bonitos, deberías cuidártelos más.

—Ya no puedo inclinadme hazta elloz como en otdoz tiempoz —dijo Cohen con tristeza—. Ademáz, con mi tdabajo, uno no conoce a muchoz calliztaz. Una coza muy extdaña. Conozco a zaceddotez zedpiente, a diozez locoz, a gueddedoz, pedo nunca he vizto a un callizta. Zupongo que no quedadía muy bien… Cohen Contda loz Calliztaz…

—O Cohen y los Pedicuros Malditos —sugirió Bethan.

Cohen se atragantó de risa.

—¡O Cohen y los Dentistas Locos! —rió Dosflores.

Cohen cerró la boca de golpe.

—¿Y qué tiene ezo de gdaciozo? —preguntó con una voz llena de nudillos.

—Oh…, eh.., bien… —dijo Dosflores—. Ya sabes, tus dientes…

—¿Qué lez paza? —le espetó Cohen.

—No he podido evitar darme cuenta de que… mmm… no tienen la misma ubicación geográfica que tu boca.

Cohen le miró. Luego se encorvó, y pareció muy menudo, muy viejo.

—Ez ciedto, dado —suspiró—. No te culpo. Ez difícil zed un hédoe zin dientez. No impodta zí pieddez otdaz cozaz, hazta puedez tidad pada alante zin un ojo…, en cambio, enzeñaz una boca llena de encíaz y nadie te dezpeta.

—Yo sí —dijo Bethan lealmente.

—¿Y por qué no te pones otros? —preguntó Dosflores con animación.

—Tienez dazón, zi fueda un tibudón o algo azí me cdecedían otdoz dientez —replicó Cohen con sarcasmo.

—No, no, sólo tienes que comprarlos —insistió Dosflores—. Mira, te lo enseñaré… Eh… ¿te importa darte la vuelta, Bethan?

Esperó hasta que la chica se hubo vuelto antes de llevarse la mano a la boca.

—¿Lo vez? —dijo.

Bethan oyó la exclamación de asombro de Cohen.

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