La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Miró a los otros magos. Seguían inmóviles como estatuas.

—Oh, sí —asintió Trymon con voz amable—. Y casi sin obligarles. Todo muy democrático.

—A mí me gustaba más el método tradicional —dijo Rincewind—. Así, hasta los muertos votan.

—Me entregarás el Hechizo voluntariamente —indicó Trymon—. ¿He de mostrarte lo que te haré si no? Y al final, acabarás entregándomelo. Suplicarás a gritos que te permita entregármelo.

Si esto va a acabar; que sea ahora, pensó Rincewind.

—Tendrás que arrebatármelo —dijo—. No te lo daré.

—Me acuerdo de ti. Como estudiante, eras más bien inútil. Nunca confiaste en la magia, decías que debía de haber una manera mejor de gobernar un universo. Pues verás, tengo planes. Nosotros podemos…

—Nada de nosotros —replicó Rincewind con firmeza.

—¡Dame el Hechizo!

—Intenta quitármelo. —Rincewind retrocedió un paso—. Me parece que no podrás.

—Ah, ¿no?

Rincewind saltó a un lado cuando el fuego octarino brotó de los dedos de Trymon y dejó un charquito de roca burbujeante sobre las piedras.

Sentía al Hechizo removiéndose en el fondo de su mente. Sentía su miedo.

Lo buscó en las silenciosas cavernas de su cabeza. El Hechizo retrocedió atónito, como un perro enfrentado con una oveja enloquecida. Rincewind lo persiguió, revisando furioso los aparcamientos en desuso y las zonas catastróficas de su subconsciente, hasta que lo encontró, temblando escondido bajo un montón de recuerdos desagradables. El Hechizo le lanzó un silencioso rugido de desafío, pero Rincewind no estaba para tonterías.

«¿Te parece bonito? —le gritó—. Cuando llega la hora de la verdad, ¿vas y te escondes? ¿Tienes miedo?»

El Hechizo le respondió: «Tonterías, ni tú te lo crees, soy uno de los Ocho Hechizos.» Pero Rincewind se dirigió hacia él gritando: «Es posible, pero lo cierto es que lo creo, y te conviene recordar a quién pertenece esta cabeza, ¿de acuerdo? ¡Aquí puedo creer lo que me dé la gana!»

Saltó a un lado cuando otro rayo de fuego perforó la noche abrasadora. Trymon sonrió e hizo otro complicado movimiento con las manos.

La presión se aferró a Rincewind. Cada centímetro de su piel se sintió como si lo estuvieran usando de yunque. Cayó de rodillas.

—Hay cosas mucho peores —dijo Trymon amablemente—. Puedo hacer que la carne te arda hasta el hueso, o llenarte el cuerpo de hormigas. Tengo poder para…

—Yo tengo una espada, ¿sabes?

La voz chillona estaba llena de desafío.

Rincewind levantó la cabeza. A través de la neblina púrpura del dolor, vio a Dosflores de pie detrás de Trymon, sosteniendo la espada con absoluta falta de habilidad.

Trymon se echó a reír y flexionó los dedos. Por un momento, se distrajo.

Rincewind estaba furioso. Estaba furioso con el Hechizo, con el mundo, con la injusticia de la vida, con el hecho de no haber dormido mucho últimamente y con el hecho de no estar pensando con demasiada claridad. Pero, sobre todo, estaba furioso con Trymon, que rebosaba de la magia que Rincewind siempre había deseado y jamás pudo conseguir. Y no hacía nada que valiera la pena con ella.

Se puso en pie de un salto y golpeó a Trymon en el estómago con la cabeza antes de aferrarse a él desesperadamente. Cayeron sobre las losas, derribando a Dosflores.

Trymon gruñó y consiguió pronunciar la primera sílaba de un hechizo antes de que el codo de Rincewind, proyectado al azar, le acertara en el cuello. Una ráfaga de magia incontrolada chamuscó el pelo de Rincewind.

Éste peleó como siempre había peleado, sin técnica ni limpieza, pero con mucha energía. Su estrategia consistía en impedir que su contrincante tuviera tiempo de darse cuenta de que no se enfrentaba con un luchador de verdad, y a veces le funcionaba.

Ahora le estaba funcionando, porque Trymon había pasado demasiado tiempo leyendo manuscritos antiguos, sin hacer ejercicio ni tomar vitaminas. Aun así, consiguió asestar varios golpes, pero Rincewind estaba demasiado furioso como para apercibirse. Y sólo pegaba con las manos, mientras que su adversario usaba también las rodillas, los pies y los dientes.

De hecho, iba ganando.

Aquello le sorprendió.

Se sorprendió mucho más cuando, al arrodillarse sobre el pecho de Trymon para golpearle repetidamente en la cabeza, el rostro de éste cambió. La piel reptó y onduló como algo visto a través de la neblina del calor, y fue Trymon quien habló.

—¡Ayúdame!

Por un momento, los ojos que miraban a Rincewind estuvieron llenos de dolor, miedo y súplica. Luego ya no fueron ojos, sino cosas multifacetadas situadas en una cabeza que sólo se podía denominar cabeza si entendemos el término en un sentido muy amplio. Tentáculos y garras afiladas se desplegaron para arrancar las más bien escasas carnes de Rincewind.

Dosflores, la torre y el cielo rojo habían desaparecido. El tiempo aminoró su marcha y se detuvo.

Rincewind mordió con todas sus fuerzas un tentáculo que intentaba arrancarle la cara. Cuando éste se desenroscó dolorido, proyectó la mano y sintió cómo algo cálido y gelatinoso se rompía.

Le estaban mirando. Volvió la cabeza para descubrir que ahora luchaba en el centro de un enorme anfiteatro. A ambos lados, hilera tras hilera de criaturas le observaban desde arriba, criaturas con cuerpos y rostros que parecían hechos de cruces entre pesadillas. Por el rabillo del ojo divisó cosas aún peores tras él, formas inmensas que se extendían hasta oscurecer el cielo…, justo antes de que el monstruo Trymon se lanzara contra él con un aguijón del tamaño de una lanza.

Rincewind esquivó como pudo y luego se precipitó hacia adelante cerrando ambas manos para formar un puño, que alcanzó a la cosa en el estómago, o posiblemente en el tórax, con un golpe que terminó con un satisfactorio crujido de quitina.

Siguió peleando, muerto de miedo con sólo pensar en lo que sucedería si se detenía. El fantasmal circo retumbaba con los chirridos de las criaturas de las Mazmorras, un muro de sonido que le resonaba en los oídos. Imaginó ese sonido llenando todo el Disco y lanzó golpe tras golpe para salvar el mundo de los hombres, para preservar el pequeño círculo de luz en la noche oscura del caos, para cerrar la brecha por la que avanzaba la pesadilla, pero sobre todo para impedir que le devolviera los golpes.

Unas garras o zarpas le dibujaron líneas al rojo blanco en la espalda, algo le mordió el hombro, pero descubrió un nido de tubos blandos bajo la maraña de pelo y escamas, y apretó con todas sus fuerzas.

Un brazo lleno de púas le derribó en el polvo negruzco.

Instintivamente, Rincewind se hizo una bola, pero nada sucedió. En vez del furioso ataque que esperaba, cuando abrió los ojos vio a la criatura que se alejaba de él cojeando, derramando líquidos por varias aberturas.

Era la primera vez que algo huía de Rincewind.

Se lanzó a por el monstruo, atrapó una pierna escamosa y la retorció. La criatura aulló y sacudió desesperadamente todos los apéndices que aún le funcionaban, pero Rincewind la tenía bien cogida. Consiguió levantarse y lanzó un último y satisfactorio golpe contra el ojo que le quedaba a la Cosa. Ésta gritó y huyó.

Sólo había un lugar hacia el que huir.

La torre y el cielo rojo regresaron cuando se restauró el espacio-tiempo.

En cuanto sintió la presión de las losas bajo sus pies, Rincewind se lanzó hacia un lado y rodó sobre la espalda, manteniendo a la frenética criatura a la distancia de sus brazos.

—¡Ahora! —gritó.

—¿Ahora qué? —preguntó Dosflores—. Ah, sí. Voy.

Blandió la espada inexpertamente pero con cierta fuerza. No mató a Rincewind por cuestión de milímetros, sino que la enterró profundamente en la Cosa. Se oyó un zumbido agudo, como si hubiera destrozado un avispero, y el caos de brazos, piernas y tentáculos se retorció de dolor. Rodó hacia un lado gritando y golpeando las losas, y luego ya no golpeó nada, porque había rodado más allá del borde de la escalera, arrastrando a Rincewind.

Sus botes sobre las piedras estuvieron marcados por un ruido gelatinoso y, al final, por un aullido que fue menguando a medida que desaparecía hacia las profundidades de la torre.

Por último, se oyó una explosión sorda y hubo un relámpago de luz octarina.

Dosflores se encontró solo en la cima de la torre, solo, claro está, a excepción de los magos, que seguían clavados en su sitio.

Se sentó, asombrado, mientras siete bolas de fuego surgían de la oscuridad y se lanzaban contra el olvidado Octavo, que de pronto volvía a parecer él mismo, mucho más interesante.

—Oh, cielos —dijo el turista—. Deben de ser los Hechizos.

—Dosflores.

La voz era hueca, resonante, sólo ligeramente parecida a la de Rincewind.

Dosflores se detuvo con la mano ya al lado del libro.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Eres tú, Rincewind?

—Sí —respondió la voz, resonante con los ecos de la tumba—. Quiero que hagas algo muy importante por mí, Dosflores.

El turista miró a su alrededor. Recuperó la compostura. Así que, al final, el destino del Disco dependería de él.

—Estoy preparado —dijo con la voz vibrante de orgullo—. ¿Qué quieres que haga?

—Lo primero de todo, escucharme con mucha atención —respondió con paciencia la voz incorpórea.

—Te escucho.

—Es muy importante que, cuando te lo explique, no preguntes «¿Qué quieres decir?», ni discutas, ni nada por el estilo.

Dosflores prestó atención. Al menos su cerebro prestó atención, su cuerpo no podía. Se tiró de sus diversas papadas.

—Estoy dispuesto —dijo.

—Bien. Lo que quiero que hagas es…

—¿Sí?

La voz de Rincewind surgió desde las profundidades de la escalera.

—Quiero que vengas y me ayudes a subir antes de que pierda el asidero en esta piedra.

Dosflores abrió la boca, pero la cerró rápidamente. Corrió hasta el hueco de la escalera y miró hacia abajo. A la luz rojiza de la estrella, distinguió los ojos de Rincewind, que le observaban desde las profundidades.

Dosflores se tumbó sobre el estómago y extendió los brazos. La mano de Rincewind se asió a su muñeca con una presa que informó a Dosflores de que, si no conseguía sacar al mago, tampoco iba a librarse de aquella garra.

—Me alegro de que estés vivo —dijo.

—Yo también —replicó Rincewind.

Quedó suspendido en la oscuridad un momento. Tras los últimos minutos, aquello era casi agradable, pero sólo casi.

—Entonces, ayúdame a subir —sugirió.

—Creo que va a ser un poco difícil —gruñó Dosflores—. De hecho, me parece que no podré hacerlo.

—¿A qué demonios estás agarrado?

—A ti.

—Además de a mí.

—¿Cómo que además de a ti?

Rincewind dijo una palabra breve.

—Bueno, mira —dijo Dosflores—. La escalera va en espiral, ¿no? Si te balanceo y luego te suelto…

—Si vas a sugerir que me deje caer seis metros en la oscuridad más absoluta con la esperanza de chocar contra un par de peldaños resbaladizos que a lo mejor ni siquiera están ahí, ya puedes olvidarlo —replicó Rincewind con brusquedad.

—Hay otra posibilidad.

—Escupe.

—Puedes dejarte caer ciento cincuenta metros en la oscuridad más absoluta y chocar contra un suelo que seguro que está ahí —dijo Dosflores.

Un silencio de muerte le llegó desde abajo.

—Eso ha sido sarcasmo —le acusó luego Rincewind.

—Me limitaba a señalar lo obvio.

El mago gruñó.

—Supongo que no podrás hacer algo de magia… —empezó Dosflores.

—No.

—Sólo era una idea.

Abajo se divisó un relámpago de luz, les llegó un griterío confuso, luego más luces, más gritos, y una hilera de antorchas empezó a ascender por la larga espiral.

—Por la escalera sube gente —dijo Dosflores, siempre ansioso de informar.

—Espero que corran mucho —respondió Rincewind—. Ya no siento el brazo.

—Tienes suerte, yo sí siento el mío.

La antorcha que iba en cabeza se detuvo en su ascenso y una voz resonó, llenando el vacío de la torre con ecos indescifrables.

—Creo —dijo Dosflores, consciente de que cada vez se deslizaba más hacia el agujero— que era alguien diciéndonos que aguantáramos.

Rincewind dijo otra palabra breve.

Luego añadió, en tono más bajo y apremiante:

—La verdad es que no puedo aguantar más.

—Inténtalo.

—¡Es inútil, la mano se me resbala!

Dosflores suspiró. Era hora de tomar medidas severas.

—Muy bien —dijo—, déjate caer. ¿A mí qué me importa?

—¿Qué? —respondió Rincewind, tan atónito que se le olvidó resbalarse.

—Venga, mátate. Coge el camino fácil.

—¿Fácil?

—Todo lo que tienes que hacer es dejarte caer gritando y romperte todos los huesos del cuerpo —dijo Dosflores—. Eso lo puede hacer cualquiera. Adelante. No quiero decirte que a lo mejor debes seguir vivo porque te necesitamos, porque debes pronunciar los Hechizos y salvar al Disco. Oh, no, ¿qué más da si todos nos quemamos? Venga, piensa sólo en ti mismo. Déjate caer.

Se hizo un silencio largo, embarazoso.

—No sé por qué será —dijo Rincewind al final, con una voz mucho más alta de lo necesario—, pero desde que te conozco me he pasado un montón de tiempo colgando de las puntas de los dedos a punto de caer hacia una suerte segura, ¿lo habías notado?

—Muerte —le corrigió Dosflores.

—¿Qué muerte?

—Muerte segura —le informó Dosflores, tratando de hacer caso omiso del lento pero inexorable deslizamiento de su cuerpo sobre las losas—. A punto de caer hacia una muerte segura. No te gustan las alturas.

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