La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—A mí que me registren —replicó Guerra—. Pero no está mal el jueguecito.

—Cierto —asintió Hambre—. Muy absorbente.

—Tenemos tiempo para otra ronda —señaló la Muerte.

—Partida —corrigió Guerra.

—¿Qué cosa está partida?

—Digo que se llaman partidas.

—Eso, partida —asintió la Muerte. Alzó la vista hacia la nueva estrella, como si no comprendiera muy bien lo que significaba—. Creo que tenemos tiempo —repitió, algo insegura.

* * *

En otro punto de esta narración se ha mencionado ya el pequeño intento efectuado en el Disco de inyectar un poco de fidedignidad a las narraciones, y el hecho de que los poetas debían abstenerse bajo pena de…, bueno, de severas penas…, de ir por ahí parloteando acerca de riachuelos cantarines y amaneceres aterciopelados. Sólo podían hablar de rostros capaces de botar mil barcos en caso de que estuvieran en condiciones de presentar los correspondientes certificados portuarios.

Por tanto, en señal de respeto a esta tradición, no diremos que Rincewind y Dosflores se precipitaron del cielo como rayos en la oscuridad surcando las dimensiones, ni que se oyó un sonido como el tañir de una gigantesca campana, ni que todas sus vidas les pasaron ante los ojos (en cualquier caso, la vida de Rincewind le había pasado ante los ojos tantas veces que podía echarse una siestecita durante los trozos aburridos), ni que el universo se cerró sobre ellos como una gigantesca gelatina.

En cambio, dado que ha sido comprobado experimentalmente, diremos que se oyó un ruido como el de una regla de madera al ser golpeada fuertemente con un diapasón do sostenido, posiblemente si bemol, y que hubo una repentina sensación de quietud absoluta.

Eso es porque estaban absolutamente quietos, y porque estaba absolutamente oscuro.

Rincewind se dio cuenta de que algo había ido mal.

En aquel momento vio el tenue rastro azulado frente a él.

Volvía a estar dentro del Octavo. Se preguntó qué sucedería si alguien abría el libro. ¿Aparecerían Dosflores y él como una ilustración en color?

Decidió que, probablemente, no. El Octavo en que se encontraban era algo bastante diferente del simple libro encadenado a su atril de la Universidad Invisible, el cual no era más que una representación tridimensional de una realidad multidimensional y…

Alto ahí, pensó. Yo no pienso así. ¿Quién está pensando por mí?

—Rincewind —susurró una voz como el crepitar de páginas antiguas.

—¿Quién? ¿Yo?

—Claro que tú, maldito imbécil.

Una chispa de desafío brilló por un instante en el maltratado corazón de Rincewind.

—¿Qué, os habéis acordado ya de cómo comenzó el universo? —dijo con tono antipático—. ¿Fue el Carraspeo, o el Aliento Contenido, o el Rascarse la Cabeza Intentando Recordarlo, Lo Tenía en la Punta de la Lengua?

—Hazte un favor, recuerda dónde te encuentras —siseó otra voz, seca como la leña.

Parecía imposible sisear toda una frase en la que sólo había una s, pero la voz hizo un buen trabajo.

—¿Recordar dónde me encuentro? ¿Recordar dónde me encuentro? —gritó Rincewind—. Claro que recuerdo dónde me encuentro, me encuentro dentro de un maldito libro hablando con un montón de voces que no veo, ¿por qué crees que grito?

—Supongo que te estarás preguntando por qué te hemos traído aquí otra vez —dijo una voz junto a su oreja.

—No.

—¿No?

—¿Qué ha dicho? —preguntó otra voz incorpórea.

—Ha dicho que no.

—¿De verdad ha dicho que no?

—Sí.

—Oh.

—¿Por qué?

—Esta clase de cosas me pasan constantemente —explicó Rincewind—. En un momento dado me estoy cayendo por el borde del mundo, al siguiente estoy dentro de un libro, luego volando sobre una roca, después viendo cómo la Muerte aprende a jugar a la Cesta o al Capazo o a lo que sea, ¿por qué demonios me voy a preguntar nada?

—Bueno, al menos te preguntarás por qué no queremos que nadie nos pronuncie —dijo la primera voz, consciente de que estaba perdiendo la iniciativa.

Rincewind titubeó. La idea le había pasado por la cabeza, sólo que muy deprisa y mirando nerviosa a todos lados por si a alguien se le escapaba un golpe y ella se lo encontraba.

—¿Y por qué iba a querer nadie pronunciaros?

—Por la estrella —explicó el hechizo—. La estrella roja. Los magos ya te están buscando. Cuando te encuentren, querrán pronunciar los Ocho Hechizos juntos para cambiar el futuro. Piensan que el Disco va a chocar contra la estrella.

Rincewind consideró la cuestión.

—¿Va a chocar contra la estrella?

—No exactamente, sino en un…, ¿qué es eso?

El mago miró hacia abajo. El Equipaje venía trotando en la oscuridad. De su tapa sobresalía un largo trozo de guadaña.

—No es más que el Equipaje.

—¡Pero si no lo hemos llamado!

—Nadie lo llama a ninguna parte —dijo Rincewind—. Sencillamente, aparece. No os preocupéis por él.

—Oh. ¿De qué estábamos hablando?

—Ese asunto de la estrella roja.

—Cierto. Es muy importante que tú…

—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Era una vocecilla débil y chillona, y venía de la caja de imágenes que aún colgaba del cuello inerte de Dosflores.

El duende pintor abrió su escotilla y miró a Rincewind.

—¿Qué sitio es éste, jefe?

—No estoy seguro.

—¿Seguimos muertos?

—A lo mejor.

—Bueno, espero que no vayamos a ningún sitio con mucho negro, porque estoy sin nada.

La escotilla se cerró de golpe.

Rincewind imaginó por un momento a Dosflores enseñando sus imágenes y diciendo cosas como «Éste soy yo cuando me estaban torturando un millón de demonios» y «Éste soy yo con aquella pareja tan rara que conocimos en las colinas del Ultratumba». Rincewind no estaba muy seguro de lo que te sucedía tras la muerte, las autoridades no eran muy claras al respecto. Un atezado marinero de las tierras Periféricas le dijo en cierta ocasión que creía en un paraíso lleno de sorbetes y huríes. Rincewind no sabía muy bien qué era una hurí, pero tras meditarlo un tiempo dedujo que se trataba de una pajita para beber el sorbete. En cualquier caso, los sorbetes le daban dolor de muelas.

—Ahora que la interrupción ha terminado —dijo una voz seca con firmeza—, quizá podamos continuar. Es de la mayor importancia que no permitas que los magos te quiten el Hechizo. Si los Ocho Hechizos se pronuncian demasiado pronto, sucederán cosas terribles.

—Yo sólo quiero que me dejen en paz —replicó Rincewind.

—Perfecto, perfecto. Desde el día en que abriste el Octavo, supimos que podíamos confiar en ti.

Rincewind titubeó.

—Alto ahí —dijo al final—. ¿Queréis que impida que los magos reúnan todos los hechizos?

—Exacto.

—¿Y por eso uno de vosotros se metió en mi cabeza?

—Precisamente.

—Destruisteis mi vida por completo, ¿lo sabíais? —se acaloró Rincewind—. Podría habérmelas apañado como mago si no hubierais decidido usarme como grimorio portátil. Ahora no hay manera de que memorice otros hechizos, ¡a todos les da miedo estar en la misma cabeza que vosotros!

—Lo sentimos.

—¡Yo sólo quiero volver a casa! Quiero volver a donde… —Un rastro de humedad apareció en los ojos de Rincewind—. Donde uno siente guijarros bajo los pies, y a veces la cerveza no es demasiado mala, y por las noches se puede conseguir un buen trozo de pescado frito, a lo mejor con un par de pepinillos grandes, y hasta un pastel de anguila y un plato de caracoles, y donde siempre hay un establo caliente en el que dormir y por la mañana te despiertas en el mismo sitio donde te acostaste, y donde no siempre hace un tiempo de perros. De verdad, no me importa la magia, probablemente ni siquiera tengo madera de mago, ¡sólo quiero volver a casa!

—Pero tienes que… —empezó uno de los hechizos.

Era demasiado tarde. La nostalgia, esa pequeña banda elástica del subconsciente que puede dar cuerda a un salmón y hacerlo viajar cinco mil kilómetros por mares desconocidos, o enviar a un millón de lemmings corriendo alegremente de vuelta a un hogar ancestral que, debido a un pequeño capricho de las placas continentales, ya no está en su sitio…, la nostalgia se alzó en Rincewind como un saltamontes enloquecido, fluyó por la tenue hebra que unía su alma a su cuerpo, clavó los talones y dio un tirón…

Los hechizos se encontraron solos dentro de su Octavo.

Solos si no contamos al Equipaje, claro.

Lo miraron, no con ojos, sino con conciencias tan viejas como el mismísimo Disco.

—Y tú también te puedes ir a hacer gárgaras —le dijeron.

* * *

— …Mal.

Rincewind supo que era él mismo quien hablaba, reconocía la voz. Por un momento se sintió como si mirase a través de sus propios ojos, pero no de la manera normal, sino como un espía que atisbase por agujeros practicados en el rostro de un retrato. Luego, regresó.

—¿Eztáz bien, Dincewind? —preguntó Cohen—. Padecíaz un poco ido.

—Parecías un poco blanco —asintió Bethan—. Como si alguien hubiera caminado sobre tu tumba.

—Uh… sí, probablemente fui yo mismo —respondió.

Alzó la mano y se contó los dedos. Parecía tener el número acostumbrado.

—Ehhh… ¿me he movido de aquí?

—No, sólo mirabas el fuego como si hubieras visto un fantasma —le explicó Bethan.

Se oyó un gemido tras ellos. Dosflores se había incorporado, y se sostenía la cabeza con las manos.

Con un esfuerzo, consiguió mirarlos. Sus labios se movieron sin emitir ningún sonido.

—Ha sido un sueño… muy extraño —dijo—. ¿Qué lugar es éste? ¿Por qué estoy aquí?

—Bueno —le explicó Cohen—, algunoz pienzan que el Cdeadod del univedzo tomó un puñado de adcilla y…

—No, quiero decir «aquí» —insistió Dosflores—. ¿Eres tú, Rincewind?

—Sí —replicó el aludido, concediéndose el beneficio de la duda.

—Había… un reloj que… y esa gente tan… —siguió Dosflores. Sacudió la cabeza—. ¿Por qué huele todo a caballos?

—Has estado enfermo —le dijo Rincewind—. Tenías alucinaciones.

—Si… supongo que sí. —Dosflores bajó la vista para mirarse el pecho—. Pero, en ese caso, ¿por qué tengo…?

Rincewind se puso en pie de un salto.

—Perdonad, esto está muy cerrado, salgo a respirar un poco de aire fresco —dijo.

Cogió la caja de imágenes que colgaba del cuello del turista y se dirigió hacia la salida de la tienda.

—Cuando le trajimos, no llevaba eso —señaló Bethan.

Cohen se encogió de hombros.

Rincewind consiguió alejarse unos metros de la yurta antes de que la ranura de la caja empezara a tintinear. Muy despacio, surgió la última imagen que el duende había captado.

Rincewind se apoderó de ella.

Lo que aparecía dibujado habría sido espantoso incluso a plena luz del día. Al resplandor gélido de las estrellas, teñido de rojo por los fuegos del maligno astro nuevo, resultaba mucho peor.

—No —dijo Rincewind con voz suave—, no era así. Había una casa, y una chica, y…

—Tú ves lo que ves y yo pinto lo que veo —le replicó el duende desde su ventanuco—. Lo que yo veo es real. Me criaron para eso. Sólo veo lo que hay.

Una forma oscura trotó por la capa de nieve en dirección a Rincewind. Era el Equipaje. Rincewind, que por regla general lo detestaba y no le tenía la menor confianza, sintió de repente que era la cosa más tranquilizadoramente normal que había visto en su vida.

—Vaya, así que lograste salir de allí —dijo.

El Equipaje chasqueó la tapa.

—De acuerdo, pero… ¿qué viste? —preguntó el mago—. ¿Miraste hacia atrás?

El Equipaje no dijo nada. Por un momento, guardaron silencio, como dos guerreros que hubieran escapado de una carnicería y se hubieran detenido para recuperar el aliento y la cordura.

Rincewind rompió el silencio.

—Vamos, hay un fuego ahí dentro.

Se inclinó para palmear la tapa del Equipaje. Éste le lanzó un mordisco de irritación que casi le atrapa los dedos. La vida volvía a la normalidad.

* * *

Autore(a)s: