La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Por cierto, en esta clase de cosas existe la tendencia de mirar por encima del hombro del dibujante que está haciendo la cubierta y empezar a hablar sobre cuero, botas hasta los muslos y espadas desnudas.

Adjetivos como «llenos», «redondos» e incluso «vivaces» empiezan a colarse en la narración hasta que el escritor tiene que darse una ducha fría y acostarse un rato.

Lo cual es bastante estúpido, porque ninguna mujer que se gane la vida con su espada va a ir por ahí con aspecto de haberse escapado de un catálogo de lencería de esos que se envían por correo y en sobres discretos.

Oh, bueno, muy bien. Lo que debe quedar bien claro es que aunque Herrena estaría imponente tras un buen baño, una manicura intensiva y lo mejor de la Woo Hun Lenz, Productos Exóticos y Artes Marciales, en la Calle Héroes, ahora mismo tenía la sensatez de vestir una ligera cota de malla, botas blandas y una espada corta.

De acuerdo, quizá las botas fueran de cuero. Pero no negras.

Junto a ella cabalgaban gran número de hombres atezados que con toda seguridad morirían antes de mucho tiempo, así que no es esencial que los describamos. Baste decir que no tenían nada de «vivaces».

Bueno, si os apetece pueden ir vestidos de cuero.

Herrena no estaba muy contenta con ellos, pero eran lo único que había conseguido contratar en Morpork. Muchos de los ciudadanos se habían marchado ya de la ciudad para refugiarse en las colinas, aterrados ante la nueva estrella.

Pero Herrena cabalgaba hacia las colinas por una razón muy diferente. Hacia la Periferia de las Llanuras estaban las yermas Montañas Huesodetroll. Herrena, que durante muchos años se había ganado la incomparable igualdad de oportunidades que sólo consiguen las mujeres capaces de hacer cantar a una espada, estaba confiando en sus instintos.

Tal como se lo había descrito Trymon, ese Rincewind era una rata, y a las ratas les gusta estar a cubierto. De cualquier manera las montañas estaban muy lejos de Trymon y, pese a que ahora era su jefe, eso alegraba a Herrena. El tipo tenía unos modales que le hacían sentir cosquillas en los puños.

* * *

Rincewind sabía que debería estar aterrado, pero le resultaba difícil porque, aunque no era consciente de ello, las emociones como el pánico, el terror y la furia tienen mucho que ver con cosas segregadas por glándulas, y todas las glándulas de Rincewind se habían quedado en su cuerpo.

No estaba muy seguro sobre dónde se encontraba su cuerpo real, pero cuando miró hacia abajo vio una fina hebra azul que salía de lo que en beneficio de la cordura seguiría llamando su tobillo, y se perdía en la oscuridad que le rodeaba. Parecía razonable suponer que su yo físico se encontraba al otro extremo.

No era un cuerpo particularmente bueno, él era el primero en admitirlo, pero había un par de órganos con cierto valor sentimental, y comprendió que si la cuerdecita azul se rompía, pasaría el resto de su vi…, de su existencia paseando por tableros de ouija, fingiendo ser la tía muerta de alguien y todas esas cosas que hacen las almas perdidas para pasar el rato.

El horror puro de la idea le golpeó con tal fuerza que apenas sintió el roce de sus pies sobre el suelo. Sobre algún tipo de suelo, por lo menos; decidió que, casi con toda probabilidad, no se trataba del suelo: el suelo, al menos por lo que él recordaba, no era negro ni giraba de aquella manera tan desconcertante.

Echó un vistazo a su alrededor.

Las escarpadas montañas se extendían en todas direcciones contra un cielo gélido plagado de estrellas crueles, estrellas que no aparecían en ningún mapa del firmamento en todo el multiverso. Pero, entre ellas, se encontraba el malévolo disco rojo. Rincewind se estremeció y apartó la vista. Ante él, el terreno descendía en una brusca pendiente, y un viento seco susurraba entre las rocas resquebrajadas por el frío.

Susurraba de verdad. Mientras las corrientes le agitaban la túnica y le revolvían el pelo, a Rincewind le pareció oír voces, tenues y lejanas, diciendo cosas como «¿Seguro que eso que echamos en la olla eran champiñones? Me siento un poco…» y «Si te asomas por aquí se ve un paisaje precioso…» y «No armes tanto jaleo, sólo es un arañazo…» y «Mira adónde apuntas ese arco, casi me…», etcétera.

Bajó alocadamente por la ladera, tapándose los oídos, hasta que vio algo que muy pocos seres vivos han visto.

El terreno se hundía bruscamente hasta convertirse en un vasto túnel, de casi dos kilómetros de ancho, hacia el cual el viento susurrante de las almas de los muertos soplaba con un ensordecedor murmullo retumbante, como si el mismo Disco respirase por allí. Pero una estrecha estribación de roca se vislumbraba sobre el agujero, terminando en un saliente de quizá unos treinta metros de largo.

Allí arriba había un jardín con huertos, macizos de flores y una casita negra bastante pequeña.

Un sendero llevaba hasta ella.

Rincewind miró a su espalda. El brillante cordón azul seguía allí.

Igual que el Equipaje.

Estaba sentado en el camino, y le miraba.

Rincewind no había logrado acostumbrarse al Equipaje, siempre había tenido la sensación de que el baúl le despreciaba. Pero, por una vez, no le miraba a él. Tenía un aspecto patético, como un perro que acabara de volver a casa tras un agradable paseo por el campo para descubrir que la familia se ha mudado al continente contiguo.

—Muy bien —dijo Rincewind—. Vamos.

El baúl extendió sus patitas y le siguió sendero arriba.

Por algún motivo, Rincewind había supuesto que el jardín del saliente estaría lleno de flores muertas, pero en realidad parecía muy bien cuidado, y era obvio que lo había plantado alguien con buen ojo para los colores, siempre que esos colores fueran púrpura oscuro, negro noche o blanco mortaja. Grandes lirios perfumaban el aire. Había un reloj de sol sin gnomon en el césped recién segado.

Con el Equipaje pisándole los talones, Rincewind avanzó por el sendero de esquirlas de mármol hasta llegar detrás de la casita. Empujó una puerta abierta.

Cuatro caballos le miraron por encima de sus cebaderas. Estaban cálidos y vivos, eran las bestias mejor cuidadas que Rincewind había visto en su vida. Uno blanco, el más grande, tenía un establo para él solo, de cuya puerta colgaban unos arneses negros y plateados. Los otros tres estaban atados ante un pesebre de heno en el muro opuesto, como si acabaran de llegar visitantes. Miraron a Rincewind con vaga curiosidad animal.

El Equipaje tropezó contra su tobillo. El mago se dio la vuelta bruscamente.

—¡Lárgate, maldito!

El Equipaje retrocedió. Parecía abatido.

Rincewind avanzó de puntillas hasta la otra puerta y la abrió cautelosamente. Daba a un pasillo de piedra que a su vez desembocaba en un amplio vestíbulo.

Se deslizó hacia adelante con la espalda bien pegada contra una pared. Tras él, el Equipaje se puso de puntillas y le siguió nervioso…

El vestíbulo…

Bueno, lo que preocupaba a Rincewind no era sólo el hecho de que fuese considerablemente más grande que toda la casita vista desde fuera. Tal como iban últimamente las cosas, si alguien le hubiera dicho que no se puede meter un litro de líquido en una jarra de cuarto se habría reído a carcajadas. Tampoco era la decoración estilo Cripta Tardío, basada principalmente en cortinajes negros.

Era el reloj. Un reloj enorme que ocupaba el espacio entre dos escalinatas de madera llenas de tallas de cosas que los hombres normales sólo ven tras una larga sesión de algo ilegal.

Tenía un larguísimo péndulo que se mecía con un lento tic-tac capaz de hacer rechinar los dientes, porque era el sonido deliberado, turbador, preparado para hacerte comprender con toda claridad que cada tic y cada tac te están quitando un segundo de vida. Era la clase de ruido que sugiere sin lugar a dudas que en alguna parte, en algún hipotético reloj de arena, unos cuantos granos más acaban de desaparecer bajo tus pies.

No hace falta mencionar que el contrapeso del péndulo tenía los bordes afilados como navajas.

Algo le tocó en la base de la espalda. Se volvió, furioso.

—Maldito hijo de maletín, ya te he dicho…

No era el Equipaje. Era una joven con cabello de plata, con ojos de plata, bastante desconcertante.

—Oh —dijo Rincewind—. Mmm… ¿hola?

—¿Estás vivo? —preguntó la chica.

Tenía la clase de voz que se suele asociar con sombrillas, aceite bronceador y bebidas refrescantes servidas en vasos altos.

—Bueno, eso espero —asintió Rincewind, preguntándose si sus glándulas se lo estaban pasando bien allí donde estuvieran—. A veces no estoy muy seguro. ¿Qué lugar es éste?

—Es la casa de la Muerte —respondió ella.

—Ah. —Se pasó la lengua por los labios secos—. Bueno, encantado de conocerte, pero creo que me tengo que ir ya…

La chica palmoteó.

—¡Oh vamos, no! No vienen a menudo personas vivas. Los muertos son muy aburridos, ¿no te parece?

—Eh…, sí —asintió Rincewind fervorosamente, sin quitar el ojo de la puerta de salida—. Supongo que no son buenos conversadores.

—Siempre que si «Cuando yo estaba vivo…» y «En mis tiempos sí que sabíamos cómo respirar…» —suspiró la chica, poniéndole una menuda mano blanca en el brazo y sonriéndole—. Y todos son tan chapados a la antigua… Nada divertidos. Muy formales.

—¿Rígidos? —sugirió Rincewind.

La chica le empujaba hacia un arco.

—Desde luego ¿Cómo te llamas? Yo soy Ysabell.

—Mm… Rincewind. Perdona, pero si ésta es la casa de la Muerte, ¿qué haces tú aquí? No pareces nada muerta.

—Oh, yo vivo aquí. —Le miró fijamente—. Oye, no habrás venido a rescatar a tu amada perdida, ¿verdad? A mami eso le sienta fatal. Dice que menos mal que nunca duerme, porque, si no, tantos jóvenes héroes yendo y viniendo a rescatar a un montón de chicas tontas no la dejarían dormir.

—Pasa a menudo, ¿eh? —dijo Rincewind débilmente mientras atravesaban un pasillo negro.

—Constantemente. A mí me parece muy romántico. Sólo que, cuando te vas, es muy importante no mirar atrás.

—¿Por qué no?

La chica se encogió de hombros.

—Ni idea. A lo mejor las vistas no son buenas. Oye, ¿tú eres un héroe?

—Pues… no. No exactamente. No, en absoluto, para ser sinceros; Menos aún, de hecho. Sólo vengo a buscar a un amigo mío —dijo en tono patético—. No le habrás visto, ¿verdad? Un tipo bajito, gordo, habla mucho, lleva gafas y ropa muy rara…

Mientras hablaba, fue repentinamente consciente de haber pasado por alto algo vital. Cerró los ojos y trató de recordar los últimos minutos de conversación. Entonces, le cayó encima como un saco de arena.

¿Mami?

La chica bajó la vista modestamente.

—En realidad, soy adoptada —explicó—. Me contó que me encontró cuando era un bebé. Una historia muy triste. —Se animó un poco—. Pero pasa, ven a conocerla…, esta noche han venido unos amigos suyos. Seguro que le interesará verte. No recibe a muchos visitantes. La verdad es que yo tampoco —añadió.

—Perdona —interrumpió Rincewind—, ¿te he entendido bien? ¿Estamos hablando de la misma Muerte? ¿Una alta, delgada, con las cuencas de los ojos vacías, experta en cuestión de guadañas?

Ella suspiró.

—Sí, me temo que su aspecto no la hace muy popular.

Cierto es que, como ya se ha indicado, Rincewind era a la magia lo que una bicicleta a un escarabajo, pero de todos modos conservaba un privilegio exclusivo de todos los practicantes de ese arte: cuando falleciera, sería la Muerte en persona quien apareciera para recogerle (en vez de delegar el trabajo en alguna personificación antropomórfica mitológica menor, como solía hacer). Debido sobre todo a su inutilidad, Rincewind no había muerto nunca en su momento, y si hay algo que la Muerte detesta es la falta de puntualidad.

—Mira, supongo que mi amigo estará dando un paseo —dijo—. Siempre lo hace, es la historia de su vida, me alegra haberte conocido, tengo que irme…

Pero ya se habían detenido ante una alta puerta forrada de terciopelo púrpura. Se oían voces al otro lado…, voces embrujadas, la clase de voces que la simple tipografía será absolutamente incapaz de reproducir hasta que alguien fabrique una linotipia con eco y, posiblemente, un tipo de letra que parezca algo dicho por una babosa.

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