La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Con un grito de alegría, Cohen consiguió por fin liberar su espada y la esgrimió triunfalmente, hiriendo de gravedad a un hombre que iba a atacarle por la espalda.

Herrena apeó a Dosflores de su caballo con un empujón, y buscó su propia espada. Al tratar de levantarse, el turista hizo que otro caballo se encabritara y su jinete perdiera el equilibrio quedando semicolgado del animal con la cabeza a la altura idónea para que Rincewind le asestara una formidable patada. El mago no tenía el menor reparo en reconocer que era una rata, pero hasta las ratas luchan cuando se ven acorraladas.

Weems le agarró por el hombro, y un puño de consistencia parecida a la de una roca fue a estrellarse contra su cabeza.

Mientras caía, oyó la orden tranquila de Herrena:

—Matadlos a los dos. Yo me encargo del viejo imbécil.

—¡Hecho! —dijo Weems, volviéndose hacia Dosflores con la espada desenvainada.

Rincewind le vio titubear. Hubo un momento de silencio, y luego hasta Herrena oyó el chapoteo del Equipaje cuando salió a la orilla chorreando agua por los cuatro costados.

Weems lo miró horrorizado. La espada se le cayó de la mano. Dio media vuelta y echó a correr hacia la niebla. Un momento después, el Equipaje saltó por encima de Rincewind y le siguió.

Herrena se lanzó contra Cohen, quien paró el golpe y gruñó de dolor cuando se le torció el brazo. Las espadas chocaron con tintineos húmedos, y Herrena se vio obligada a retroceder cuando una astuta estocada de Cohen estuvo a punto de desarmarla.

Rincewind se tambaleó hacia Dosflores y tiró de él sin resultado.

—Es hora de largarnos —murmuro.

—¡Esto es genial! —exclamó el turista—. ¿Has visto cómo la…?

—Sí, sí, vamos.

—Pero yo quiero…, ¡eh, bravo!

La espada de Herrena salió disparada de su mano y fue a clavarse temblorosa en la tierra. Con un grito de satisfacción, Cohen alzó su arma, bizqueó un instante, lanzó un gemido de dolor y se quedó absolutamente inmóvil.

Herrena le miró asombrada. Dio un paso tentativo hacia su propia espada y, al ver que nada sucedía, la agarró, la blandió y miró a Cohen. Sólo los ojos del bárbaro se movieron para seguirla mientras ella le rodeaba con cautela.

—¡Es su espalda otra vez! —susurro Dosflores—. ¿Qué podemos hacer?

—¿Tratar de llegar a los caballos?

—Bien —dijo Herrena—, no sé quién eres ni por qué estás aquí, y además esto no es nada personal, espero que lo entiendas.

Alzó la espada con ambas manos.

Hubo un repentino movimiento entre la niebla y se oyó el golpe seco de la madera al golpear contra una cabeza. Herrena pareció asombrada durante un instante y luego cayó hacia adelante.

Bethan soltó la rama que llevaba en la mano y miró a Cohen. Le agarró por los hombros, le clavó una rodilla en la base de la espalda, apretó con un movimiento experto y le soltó.

Una expresión de alivio divino bañó el rostro arrugado. Cohen se inclinó con cautela.

—¡Ha desaparecido! —exclamó—. ¡La espalda! ¡Ha desaparecido!

Dosflores se volvió hacia Rincewind.

—Mi padre solía recomendar que te colgaras del marco de una puerta —dijo en tono coloquial.

* * *

Weems se arrastró con suma cautela por entre los árboles rodeados de maleza y envueltos en la niebla. El claro aire húmedo acallaba todos los sonidos, pero él estaba seguro de que no había habido nada que oír durante los últimos diez minutos. Se dio la vuelta muy lentamente, y sólo entonces se permitió el lujo de un prolongado suspiro de alivio.

Algo le rozó con mucha suavidad la parte trasera de las rodillas. Algo angular.

Bajó la vista. Sobre el suelo había muchos más pies de los normales.

Se oyó un mordisco breve, seco.

* * *

La hoguera era un puntito de luz en el oscuro paisaje. La luna no había aparecido aún, pero en cambio la estrella derramaba su brillo sobre el horizonte.

—Ahora es redonda —señaló Bethan—. Parece un sol pequeño. Además, estoy segura de que calienta más.

—¡No! —gimió Rincewind—. ¡Como si no tuviera bastantes cosas de las que preocuparme!

—Lo que no tedmino de entended —dijo Cohen, a quien estaban masajeando la espalda— ez cómo oz captudadon zin que lo oyézemoz. No noz habdíamoz entedado de nada zi tu Equipaje no ze hubieda puezto a zaltad de un lado a otdo.

—Y a lloriquear —añadió Bethan.

Todos la miraron.

—Bueno, tenía aspecto de estar lloriqueando —se defendió—. A mí me parece que es encantador.

Cuatro pares de ojos se volvieron hacia el Equipaje, que estaba sentado al otro lado de la hoguera. Se levantó y, parsimoniosamente, se alejó hacia las sombras.

—Ez fácil de alimentad —dijo Cohen.

—Difícil de extraviar —asintió Rincewind.

—Leal —aportó Dosflores.

—Ezpaziozo —insistió Cohen.

—Pero lo de «encantador» no le va demasiado —zanjó el mago.

—Zupongo que no queddáz vendedlo —interrogó Cohen a Dosflores.

Dosflores meneó la cabeza.

—Me parece que él no lo comprendería.

—No, zupongo que no —suspiró Cohen. Se incorporó y se mordisqueó el labio—. Eztaba buzcando un degalo pada Bethan, ¿zabéiz? Vamoz a contdaed matdimonio.

—Pensamos que deberíais ser los primeros en saberlo —dijo Bethan, enrojeciendo.

Rincewind no captó la mirada de Dosflores.

—Vaya, eso es muy, eh…

—En cuanto encontremos una ciudad donde haya un sacerdote —añadió Bethan—. Quiero que las cosas se hagan como es debido.

—Eso es muy importante —asintió Dosflores con toda seriedad—. Si hubiera más moralidad, no iríamos por ahí chocando contra estrellas.

Todos consideraron la idea durante un momento.

—¡Esto hay que celebrarlo! —exclamó al final Dosflores, animado—. Tengo galletas y agua, si a vosotros os queda todavía de esa cecina…

—Oh, maravilloso —dijo débilmente Rincewind.

Se llevó a Cohen aparte. Con la barba arreglada y en una noche cerrada, el anciano no aparentaba más de setenta años.

—Esto, eh… ¿va en serio? —le preguntó—. ¿De verdad te vas a casar con ella?

—Dezde luego. ¿Alguna objeción?

— Bueno, no, claro que no, pero…, quiero decir; tiene diecisiete años, y tú…, cómo lo diría yo…, eres más bien de la vieja escuela.

—¿Quiedez decid que ya ez hoda de que ziente la cabeza?

Rincewind trató de elegir las palabras.

—Tienes setenta años más que ella, Cohen. ¿Estás seguro de que…?

—No ez la pdimeda vez que me cazo, ¿zabez? Tengo baztante buena memodia —le reprochó el bárbaro.

—No, a lo que me refiero es, en fin, físicamente, la cuestión es, ya sabes, la diferencia de edad y todo eso es un asunto de salud, y claro…

—Ah —asintió Cohen lentamente—. Ya veo a que te defiedez. La deziztencia. No lo había penzado.

—Eso, la resistencia —respondió Rincewind al tiempo que se erguía—. Bueno, es normal que no lo pensaras.

—Me haz dado algo en que meditad.

—Espero no haberte molestado.

—No, no —negó vagamente Cohen—. No te dizculpez. Menoz mal que me lo haz dicho.

Se volvió para mirar a Bethan, quien le saludó con la mano, y luego alzó la vista hacia la estrella que brillaba entre la niebla.

—Vivimoz tiempoz peligdozoz —dijo al final.

—Desde luego.

—¿Quién zabe lo que noz depada el mañana?

—Yo no.

Cohen dio una palmada a Rincewind en el hombro.

—A vecez tenemoz que codded diezgoz —dijo—. No te ofendaz, zeguidemoz adelante con lo de la boda, y…, bueno… —Miró a Bethan y suspiró—. Ezpedemoz que la pobde zea deziztente.

* * *

Alrededor del mediodía del día siguiente, cabalgaron para entrar en una pequeña ciudad con murallas de barro y rodeada por campos todavía verdes. Pero parecía haber mucho tráfico de salida. Enormes carros pasaron junto a ellos. Rebaños de ganado avanzaban por el camino. Unas ancianas caminaban tambaleándose, cargadas con sacos llenos de víveres y pertenencias.

—¿Peste? —preguntó Rincewind, deteniendo a un hombre que empujaba una carretilla llena de niños.

El hombre meneó la cabeza.

—Es la estrella, amigo —respondió—. ¿No la habéis visto en el cielo?

—Era difícil no verla.

—Dicen que nos estrellaremos contra ella la Noche de la Vigilia de los Puercos; los mares hervirán, los países del Disco serán destruidos, los reyes caerán y las ciudades se convertirán en lagos de cristal —explicó el hombre—. Yo me largo a las montañas.

—¿Y crees que eso servirá de algo? —pregunto Rincewind, dubitativo.

—No, pero lo veremos todo mucho mejor.

El mago cabalgó de vuelta hacia sus compañeros.

—Todo el mundo está muy preocupado con lo de la estrella —explicó—. Al parecer; apenas queda gente en las ciudades, todos tienen miedo.

—No quisiera preocupar a nadie —intervino Bethan—, pero… ¿no habéis notado que hace demasiado calor para estas fechas?

—Eso lo dije yo anoche —señaló Dosflores—. Me pareció que la temperatura era muy alta.

—Y zozpecho que zubidá máz —dijo Cohen—. Entdemoz en la ciudad.

Cabalgaron por calles prácticamente desiertas. Cohen no dejaba de examinar los letreros de las tiendas, hasta que en un momento dado tiró de las riendas de su caballo.

—Ezto ez lo que quedía. Buzcad un templo con un zaceddote, enzeguida idé con vozotdoz.

—¿Una joyería? —se asombró Rincewind.

—Ez una zodpdeza.

—Tampoco me vendría mal un vestido nuevo señaló Bethan.

—Zaqueadé uno pada ti.

Aquella ciudad tenía algo opresivo, decidió Rincewind. Y también algo muy extraño.

Casi todas las puertas tenían pintada una gran estrella roja.

—Es escalofriante —asintió Bethan—. Parece como si la gente quisiera atraer a la estrella.

—O mantenerla alejada —sugirió Dosflores.

—Pues no funcionará. Es demasiado grande —dijo Rincewind.

Todos se volvieron para mirarle.

—Bueno, parece razonable, ¿no? —se defendió.

—No —replicó Bethan.

—Las estrellas son lucecitas del cielo —explicó Dosflores—. Una vez, cayó una cerca de donde yo vivo… Era blanca, enorme, del tamaño de una casa, y siguió brillando durante semanas antes de apagarse.

—Esta estrella es diferente —intervino una voz—. Gran A’Tuin ha llegado a la playa del universo. Esto es el gran océano del espacio.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dosflores.

—¿El qué? —replicó Rincewind.

—Lo que acabas de decir. Eso de las playas y los océanos.

—¡Yo no he dicho nada!

—¡Claro que lo has dicho, idiota! —chilló Bethan—. ¡Hemos visto cómo movías los labios y todo eso!

Rincewind cerró los ojos. En el interior de su mente pudo sentir cómo el Hechizo se escabullía para esconderse detrás de su consciencia, murmurando para sus adentros.

—Vale, vale —asintió—. No hace falta que me grites. Yo… no sé cómo lo sé, sencillamente lo sé…

—Pues ya podrías decírnoslo.

Doblaron una esquina.

Todas las ciudades en torno al Mar Circular tenían una zona especial reservada para los dioses, que abundaban como moscas en el Disco. Generalmente estas zonas estaban superpobladas y no eran demasiado atractivas desde el punto de vista arquitectónico. Los dioses con más antigüedad, por supuesto, tenían templos grandes y magníficos, pero el problema era que los dioses más recientes exigían derechos de igualdad, y pronto las zonas sagradas se vieron plagadas de anexos, sobreáticos, chalets adosados, subsótanos, casas prefabricadas, barracones eclesiásticos y condominios transtemporales, dado que ningún dios se habría rebajado a vivir fuera del barrio sagrado, aunque estuvieran bastante apretujados. Por lo general había trescientos tipos de incienso ardiendo a la vez, y el ruido rozaba el umbral del dolor; ya que cada sacerdote competía con sus colegas en gritos para atraer a los fieles.

Pero en aquella calle reinaba un silencio mortal, esa clase de silencio tan desagradable que se hace cuando cientos de personas muy furiosas y asustadas se quedan calladas de repente.

Un hombre en el exterior de la multitud se dio la vuelta y miró con el ceño fruncido a los recién llegados. Tenía una estrella roja pintada en la frente.

—¿Qué pasa…? —empezó Rincewind. Tuvo que detenerse, porque su voz sonaba demasiado alta—. ¿Qué pasa aquí?

—¿Sois forasteros? —preguntó el hombre.

—En algunos sitios sí, en otros no…

Dosflores se interrumpió. Bethan señaló la calle.

Cada templo tenía una estrella pintada. Había una particularmente grande dibujada en el ojo de piedra situado ante el templo de Io el Ciego, jefe de los dioses.

—Urgh —se atragantó Rincewind—. Io se va a cabrear cuando se entere. Me parece que será más saludable que nos marchemos, gente.

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