La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

En aquel momento, Rincewind intentaba con todas sus fuerzas que el cerebro no se le saliera por las orejas.

La cerradura crujió. Los pernos metálicos crujieron en sus agujeros antes de rendirse.

Las bisagras cedieron. Las palancas se movieron. Hubo un largo crujido que hizo caer de rodillas a Rincewind.

La puerta se abrió con un gemido de dolor. Los magos salieron cautelosamente.

Dosflores y Bethan ayudaron a Rincewind a ponerse en pie. Este tenía el rostro gris, y las piernas le temblaban.

—No está mal —comentó uno de los magos—. Quizá un poco lento.

—¡Eso no importa! —gritó Jiglad Wert—. Vosotros tres, ¿visteis a alguien cuando bajabais?

—No —respondió Dosflores.

—Alguien ha robado el Octavo.

Rincewind consiguió levantar la cabeza y enfocar la vista.

—¿Quién?

—Trymon…

Rincewind tragó saliva.

—¿Un tipo alto? —preguntó—. ¿Uno que tiene el pelo rubio y cara de hurón?

—Pues ahora que lo dices…

—Estaba en mi clase —explicó—. Todo el mundo decía que llegaría lejos.

—Pues llegará aún más lejos de lo que cree si abre el libro —intervino uno de los magos, que liaba rápidamente un cigarrillo con dedos temblorosos.

—¿Por qué? —quiso saber Dosflores—. ¿Qué pasará?

Los magos intercambiaron miradas.

—Es un antiguo secreto que ha sido transmitido de mago a mago. No podemos comunicarlo a civiles —dijo Wert.

—Ah, decid, decid.

—Oh, bueno, probablemente ya no importa. Una sola mente no puede albergar todos los hechizos. Se romperá, dejando sólo un agujero.

—¿Un agujero? ¿En la cabeza?

—Mmm… no. En el tejido del universo —explicó Wert—. Quizá cree que lo puede controlar solo, pero…

Sintieron el sonido antes de oírlo. Comenzó en las piedras en forma de una tenue vibración, para luego ascender repentinamente hasta convertirse en un chirrido agudo como una aguja que atormentaba el cerebro sin pasar por los tímpanos. Parecía una voz humana cantando, entonando o gritando, pero había notas más profundas y horribles.

Los magos palidecieron. Después, como un solo hombre, dieron media vuelta y echaron a correr escaleras arriba.

Fuera del edificio había auténticas multitudes. Algunos llevaban antorchas, otros se interrumpieron mientras amontonaban leña junto a las paredes. Pero todos sin excepción miraban hacia arriba, en dirección a la Torre del Arte. Los magos se abrieron paso entre los cuerpos y también alzaron la vista.

El cielo estaba lleno de lunas. Cada una de ellas era tres veces más grande que la luna habitual del Disco, y cada una de ellas estaba envuelta en sombras a excepción de un destello rosado allí donde las alcanzaba la luz de la estrella.

Pero, sobre todo, la cima de la Torre del Arte estaba envuelta en una furia incandescente. Dentro de ella se podían atisbar formas que no tenían nada de tranquilizador. El sonido se había convertido ahora en un zumbido de avispero amplificado un millón de veces.

Algunos magos cayeron de rodillas.

—Lo ha hecho —dijo Wert meneando la cabeza—. Ha abierto un camino.

—¿Esas cosas son demonios? —se interesó Dosflores.

—¿Demonios? ¡Ja! —replicó Wert—. Los demonios serían una fiesta comparados con lo que intenta entrar por ahí.

—Son peores que cualquier cosa que puedas imaginar —dijo Panter.

—Yo puedo imaginar cosas realmente malas —señaló Rincewind.

—Éstas son peores.

—Oh.

—¿Y qué pensáis hacer al respecto? —interrogó una voz clara.

Se volvieron. Bethan les miraba con los brazos cruzados.

—¿Cómo dices? —preguntó Wert.

—Sois magos, ¿no? Pues venga, manos a la obra.

—¿Quieres que nos metamos con eso? —se asombró Rincewind.

—¿Quién si no?

Wert se abrió camino hasta ellos.

—Jovencita, no creo que comprendas…

—Las Dimensiones Mazmorra invadirán nuestro universo, ¿no?

—Bueno, sí…

—Todos seremos devorados por cosas que tienen tentáculos en vez de caras, ¿verdad?

—No son tan bonitos, pero…

—¿Y vais a permitirlo?

—Escucha —intentó Rincewind—, todo ha terminado, ¿no lo entiendes? No se pueden devolver los hechizos al libro, no se puede desdecir lo que ya se ha dicho, no se puede…

—¡Se puede intentar!

Rincewind suspiró y se volvió hacia Dosflores. No estaba allí. Los ojos de Rincewind se dirigieron inevitablemente hacia la base de la Torre del Arte, y llegaron justo a tiempo para ver cómo la rolliza figura del turista, esgrimiendo la espada con mano inexperta, desaparecía por una puerta.

Los pies de Rincewind tomaron una decisión por su cuenta y riesgo. Una decisión que, desde el punto de vista de su cabeza, era completamente errónea.

El resto de los magos le vieron salir corriendo.

—¿Y bien? —insistió Bethan—. Él sí va.

Los magos hicieron todo lo posible por no mirarse entre ellos.

—Podríamos intentar algo —dijo Wert al final—. Parece que la cosa no ha ido aún demasiado lejos.

—¡Pero si apenas nos queda magia! —le recordó otro de los magos.

—¿Se te ocurre algo mejor?

Uno por uno, con sus túnicas ceremoniales deslumbrantes bajo la extraña luz, los magos arrastraron los pies hacia la torre.

La torre era hueca por dentro, los peldaños de piedra estaban tallados en espiral por las paredes. Dosflores ya había subido varios tramos antes de que Rincewind le alcanzara.

—Alto ahí —dijo en el tono de voz más animado que pudo mostrar—. Este tipo de cosas son para gente como Cohen, no para ti. Sin ánimo de ofender.

—¿Él podría hacer algo?

Rincewind alzó la vista hacia la luz actínica que relampagueaba desde el agujero lejano que era la cima de la torre.

—No —admitió.

—Entonces, lo haré tan bien como él, ¿verdad? —dijo Dosflores blandiendo torpemente la espada robada quién sabe dónde.

Rincewind saltó tras él, manteniéndose tan cerca del muro como le fue posible.

—¡No lo entiendes! —aulló—. ¡Ahí arriba hay horrores inimaginables!

—Siempre has dicho que no tengo imaginación.

—Algo de cierto hay en eso, sí —concedió Rincewind—, pero…

Dosflores se sentó.

—Mira —dijo—, desde que llegué he estado esperando algo como esto. Quiero decir; es una auténtica aventura, ¿verdad? Solo contra los dioses, o algo por el estilo.

Rincewind dedicó algunos segundos a abrir y cerrar la boca antes de encontrarse en condiciones de pronunciar las palabras adecuadas.

—¿Qué tal se te da manejar la espada? —preguntó débilmente.

—No lo sé, nunca he probado.

—¡Estás loco!

Dosflores le miró de soslayo.

—Mira quién fue a hablar —dijo—. Yo estoy aquí porque no se me ocurre nada mejor; pero… ¿y tú? —Señaló hacia abajo, en dirección a los magos que subían trabajosamente por la escalera—. ¿Y ellos?

Una luz azul se extendió por la torre. Resonó un trueno.

Los magos llegaron junto a ellos tosiendo como locos y luchando por recuperar el aliento.

—¿Qué plan tenéis? —preguntó Rincewind.

—Improvisar —respondió Wert.

—Bien. Bueno. Entonces, no os entretengo más.

—Tú vienes con nosotros —le informó Panter.

—¡Pero si no soy un mago de verdad! ¿No recordáis que me expulsasteis?

—No ha habido estudiante más inútil —asintió el viejo mago—, pero estás aquí, y ahora mismo no hacen falta más cualificaciones. Vamos.

La luz brilló un momento antes de desaparecer. Los horribles ruidos murieron como estrangulados.

El silencio llenó la torre. Era uno de esos silencios pesados, opresivos.

—Ha cesado —dijo Dosflores.

Algo se movió arriba, perfilándose contra el círculo rojizo del cielo. Cayó lentamente, dando vueltas, bandeándose. Chocó contra la escalera un tramo más arriba de donde se encontraban.

Rincewind fue el primero en llegar.

Era el Octavo. Pero yacía sobre las piedras tan inerte y sin vida como cualquier otro libro, con sus páginas agitadas por la brisa que soplaba en la torre.

Dosflores llegó jadeando tras Rincewind y bajó la vista.

—Están en blanco —susurró—. Todas las páginas están en blanco.

—Entonces, lo hizo —suspiró Wert—. Leyó los hechizos. Y con éxito. No habría apostado por ello.

—Ha habido un montón de ruido —dijo Rincewind, titubeante—. Y luz. Y esas formas. No me parece que haya sido un éxito.

—Oh, siempre que se hace magia a gran escala hay interferencias extradimensionales —explicó Panter—. Sólo sirven para impresionar a la gente.

—Pues a mí me pareció que había monstruos —intervino Dosflores acercándose a Rincewind.

—¿Monstruos? ¿Qué monstruos? —le interrogó Wert.

Todos miraron hacia arriba instintivamente. No se oía nada. Nada se movía en el círculo de luz.

—Bueno, creo que deberíamos subir a… eh… felicitarle —suspiró Wert.

—¿Felicitarle? —estalló Rincewind—. ¡Robó el Octavo! ¡Os encerró!

Los magos intercambiaron miradas de entendimiento.

—Sí, bueno —dijo uno de ellos—. Cuando hayas ascendido en el escalafón, chico, descubrirás que a veces lo que importa es tener éxito.

—Lo que vale es llegar; no cómo has hecho el viaje —explicó llanamente Wert.

Siguieron subiendo por la espiral.

Rincewind se sentó y entrecerró los ojos para escudriñar en la oscuridad.

Alguien le puso una mano en el hombro. Era Dosflores, que sostenía el Octavo.

—Ésta no es manera de cuidar un libro —dijo—. Mira, lo ha doblado por el lomo. Hay mucha gente que lo hace, no saben cuidar los libros.

—Sí —replicó vagamente Rincewind.

—No te preocupes.

—No estoy preocupado, sólo furioso —le espetó—. ¡Dame ese maldito trasto!

Le arrebató el libro y lo abrió sin miramientos.

Indagó por el fondo de su mente, donde habitaba el Hechizo.

—Muy bien —ladró—. Ya te has divertido bastante, ya has destrozado mi vida, ¡ahora, vuelve a tu lugar!

—¡Pero si yo…! —protestó Dosflores.

—¡El Hechizo, hablo con el Hechizo! —gritó Rincewind—. ¡Venga, vuelve a tu página!

Miró fijamente el viejo pergamino hasta que los ojos le bizquearon.

—¡Entonces, te pronunciaré! —chilló. Su voz resonó en la torre—. ¡Te reunirás con el resto de tus amigos, y que os vaya bien!

Volvió a lanzar el libro a los brazos de Dosflores y echó a correr escaleras arriba.

Los magos ya habían llegado a la cima y no estaban a la vista. Rincewind trepó tras ellos.

Conque «chico», ¿eh? —murmuró—. Cuando haya ascendido en el escalafón, ¿eh? Pues resulta que he conseguido ir por ahí durante años con uno de los Grandes Hechizos en la cabeza sin volverme loco, ¿no es cierto? —Consideró esta última pregunta desde todos los ángulos—. Sí, lo he conseguido —se aseguró a sí mismo—. No he hablado con los árboles, ni siquiera cuando los árboles me hablaban.

Asomó la cabeza al aire opresivo en la cima de la torre.

Había esperado ver piedras ennegrecidas por el fuego y llenas de marcas de garras, o quizá algo peor.

En vez de eso, lo que vio fue a los siete magos mayores de pie junto a Trymon, que parecía completamente ileso. Se volvió y dirigió una amable sonrisa a Rincewind.

—Ah, Rincewind. Ven a reunirte con nosotros, ¿quieres?

Así que eso es todo, pensó. Tanto teatro para nada. Quizá no estoy hecho para ser mago. Quizá…

Clavó los ojos en los de Trymon.

Es posible que el Hechizo, tras años de vivir en la cabeza de Rincewind, hubiera acabado por afectarle la visión. Es posible que el tiempo pasado con Dosflores, quien sólo veía las cosas tal como deberían ser; le hubiera enseñado a ver las cosas tal como eran.

Pero, sin lugar a dudas, Rincewind no había hecho en toda su vida nada tan difícil como mirar a Trymon sin huir aterrorizado o desmayarse.

En cambio los otros no parecían haber advertido nada.

También parecían estar demasiado quietos.

Trymon había intentando asimilar los siete Hechizos en su mente, y se le había roto. Las Dimensiones Mazmorra encontraron por fin el agujero que buscaban. Era una tontería haber imaginado que las Cosas saldrían desfilando por el cielo, agitando tentáculos y mandíbulas. Eso estaba pasado de moda y era muy arriesgado. Hasta los horrores innombrables aprenden con el tiempo. Para entrar sólo necesitaban una cabeza.

Los ojos de Trymon eran agujeros vacíos.

La idea atravesó la mente de Rincewind como un cuchillo de hielo. Las Dimensiones Mazmorra serían un patio de colegio comparadas con lo que las Cosas podían hacer en un universo de orden. La gente pedía orden a gritos, y orden iban a obtener…, el orden de cada tornillo en su tuerca, la ley inmutable de líneas rectas y números. Acabarían por suplicar cualquier perturbación…

Trymon le estaba mirando. Algo le estaba mirando. Y aun así, los demás seguían sin darse cuenta. ¿Podría explicárselo siquiera? Trymon tenía el mismo aspecto de siempre a excepción de sus ojos y un ligero resplandor en la piel.

Al mirarle, Rincewind comprendió que había cosas mucho peores que el Mal. Los demonios del Infierno te atormentarían el alma, pero era precisamente porque valoraban mucho las almas. El mal siempre intentaría robar el universo, pero al menos consideraba el universo digno de ser robado. En cambio, el mundo gris que había tras aquellos ojos vacíos mataría y destruiría sin siquiera conceder a sus víctimas el honor del odio. No advertiría ni su presencia.

Trymon le tendió la mano.

—El octavo Hechizo —dijo—. Dámelo.

Rincewind retrocedió.

—Eso es desobediencia, Rincewind. Después de todo, soy tu superior. De hecho, me han votado como jefe supremo de todas las Órdenes.

—¿De verdad? —preguntó Rincewind con voz ronca.

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