La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Dosflores observaba la pelea con interés. Rincewind le agarró por un hombro.

—¡Vámonos! —grito.

—¿No deberíamos ayudar?

—Estoy seguro de que no haríamos más que estorbar —se apresuró a decir Rincewind—. Ya sabes lo molesto que es cuando estás trabajando y la gente no hace más que intentar mirar lo que haces.

—Como mínimo tenemos que rescatar a la joven —replicó Dosflores con firmeza.

—¡Muy bien, pero deprisa!

Dosflores cogió el cuchillo y corrió hacia la piedra altar. Tras varios intentos de aficionado, consiguió cortar las cuerdas que ataban a la chica, quien se sentó y rompió a llorar.

—No pasa nada… —empezó a decir el turista.

—¡Claro que pasa, imbécil! —le espetó ella, mirándole con unos ojos ribeteados de rojo—. ¿Por qué la gente siempre tiene que estropearlo todo?

Resentida, se sonó la nariz con el borde de la túnica. Dosflores, avergonzado, alzó la vista hacia Rincewind.

—Mmm… me parece que no lo comprendes bien —dijo—. Te acabamos de salvar de una muerte segura.

—No ha sido fácil —sollozó ella—. Quiero decir, mantenerte… —Se sonrojó y retorció el dobladillo de su túnica—. O sea, seguir…, no dejar que te…, no perder las… cualificaciones…

—¿Cualificaciones? —interrogó Dosflores, ganando el Trofeo Rincewind a la persona más lenta de entendederas del universo.

La chica entrecerró los ojos.

—A estas horas podría estar ya con la Diosa Luna, bebiendo aguamiel en una copa de plata —dijo malhumorada—. ¡Ocho años de quedarme en casa las noches de los sábados, todo a la basura!

Alzó la vista hacia Rincewind y lanzó un gruñido despectivo.

En aquel momento, el mago sintió algo. Quizá fue el tenue roce de una pisada tras él, quizá un movimiento reflejado en los ojos de la chica…, el caso es que se agachó.

Algo silbó en el aire atravesando el lugar donde había estado su cuello y rozó el cráneo calvo de Dosflores. Rincewind se volvió en redondo y vio cómo el archidruida preparaba de nuevo su hoz para descargar otro tajo. Ante la ausencia de cualquier posibilidad de huida, lanzó una patada desesperada.

Alcanzó de lleno al druida en la rodilla. El hombre gritó y dejó caer el arma. En aquel momento se oyó un desagradable ruidillo carnoso, y se derrumbó hacia adelante. Tras él, el hombrecillo de la larga barba arrancó su espada del cadáver, la limpió con un puñado de nieve y dijo:

— El lumbago me eztá matando. Puedez llevad el tezodo.

—¿Tesoro? —inquirió débilmente Rincewind.

—Laz gadgantillaz y ezaz cozaz. Todoz loz colladez de odo. Tienen montonez de elloz. Azí zon loz zaceddotez… —dijo el viejo desdentado—. ¿Quién ez la chica?

—No quiere que la rescatemos —explicó Rincewind.

La chica miró desafiante al anciano bajo unos párpados recargados de maquillaje.

—A tomad pod culo —dijo el viejo.

Con un solo movimiento se la echó al hombro…, se tambaleó, lanzó un grito de dolor tras la protesta de su artritis, y cayó.

Tras un momento en posición supina, dijo:

—No te quedez ahí padada, maldita zodda…, ayúdame a levantadme.

Para asombro de Rincewind, y probablemente también para el suyo propio, la chica obedeció.

Entretanto, el mago intentaba levantar a Dosflores. El turista tenía en la sien un rasguño que no parecía muy profundo, pero estaba inconsciente, con el rostro congelado en una sonrisa ligeramente preocupada. Su respiración era superficial y… extraña.

Y parecía muy ligero. No sólo poco pesado, sino casi sin peso. Era como si el mago estuviera sosteniendo una sombra.

Rincewind recordó haber oído que los druidas usaban venenos raros y terribles. Por supuesto también había oído, generalmente de labios de las mismas personas, que los criminales tenían los ojos muy juntos, que los rayos jamás caían dos veces sobre el mismo sitio y que si los dioses hubieran querido que el hombre volase le habrían proporcionado billetes de avión. Pero la ligereza de Dosflores asustó a Rincewind. Le asustó muchísimo.

Miró a la chica. Se había echado al viejo a un hombro, y dirigió una sonrisita apologética al mago. Desde algún lugar cercano a la base de su espalda, una voz cascada dijo:

—¿Lo tienez todo ya? Puez vámonoz antez de que vuelvan.

Rincewind cogió a Dosflores bajo un brazo y trotó tras ellos. No parecía tener otra opción.

* * *

El viejo tenía un caballo atado a un arbolillo retorcido, en un desfiladero lleno de nieve a cierta distancia de los círculos. Era un animal esbelto y lustroso, y la impresión general de que era un soberbio corcel de batalla quedaba enturbiada sólo en parte por el anillo hemorroide atado a la silla.

—Muy bien, ya puedez bajadme. Hay una botella de linimento en la alfodja, zí no te impodta…

Rincewind dejó caer a Dosflores apoyándolo contra el árbol con toda la suavidad posible y, a la luz de la luna —sumada al resplandor rojizo de la amenazadora estrella nueva, según advirtió—, tuvo oportunidad de examinar bien por primera vez a su salvador.

Sólo tenía un ojo, el otro estaba cubierto por un parche negro. Su flaco cuerpecillo era un entramado de cicatrices y, en aquel momento, la tendinitis lo tenía hecho polvo. Obviamente, sus dientes habían dimitido hacía tiempo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Bethan —respondió la chica, frotando un puñado de maloliente ungüento verdoso sobre la espalda del anciano.

Por su aspecto, el linimento no era parte de la historia cuando eres una virgen recién rescatada del sacrificio por un héroe con un corcel blanco…, pero también parecía pensar que, si el linimento entraba en juego, lo mejor era usarlo bien.

—Le preguntaba a él —dijo Rincewind.

Un ojo brillante como una estrella se clavó en él.

—Mi nombde ez Cohen, chico.

Las manos de Bethan se detuvieron en el acto.

—¿Cohen? —preguntó—. ¿Cohen el Bárbaro?

—El mizmo.

—Espera, espera —interrumpió Rincewind—. Cohen es un tipo corpulento, con un cuello de toro, los músculos de su pecho son como sacos de balones de fútbol. Es el mejor guerrero del Disco, una leyenda viviente. Mi abuelo me contó que le había visto…, mi abuelo me contó…, mi abuelo…

Se detuvo ante la mirada penetrante del viejo.

—Oh —dijo—. Oh. Claro. Perdón.

—Zí —suspiró Cohen—. Ez ciedto, chico. Máz que una leyenda, zoy hiztodia.

—Cielos —se asombró Rincewind—. ¿Cuántos años tienes, exactamente?

—Ochenta y ziete.

—¡Pero si eras el más grande! —exclamó Bethan—. ¡Los bardos todavía cantan canciones sobre ti!

Cohen se encogió de hombros y lanzó un gemido de dolor.

—Y nunca me pagadon doyaltiez —dijo. Contempló la nieve con tristeza—. Éza ez la zaga de mi vida. Ochenta añoz en el negocio, ¿y qué he zacado en limpio? Lumbago, almoddanaz, úlceda de eztómago y cien decetaz difedentez pada haced zopa. ¡Zopa! ¡Odio la zopa!

Bethan arqueó las cejas.

—¿Zopa?

—Sopa —tradujo Rincewind.

—Ezo, zopa —asintió Cohen, deprimido—. Ez pod miz dientez, ¿zabez? Nadie te toma en zedio zi no tienez dientez, te dicen «ziéntate junto a la chimenea, abuelo, y toma un poco de zo…» —Miró a Rincewind con brusquedad—. Tienez una toz muy fea, chico.

Rincewind apartó la vista, incapaz de mirar directamente a Bethan. Entonces, el corazón se le encogió. Dosflores seguía recostado contra el árbol, pacíficamente inconsciente, con un aspecto tan reprobador como permitían las circunstancias.

Cohen también pareció recordarlo. Se puso en pie, inseguro, y se dirigió hacia el turista. Le abrió los ojos, examinó la herida, le tomó el pulso.

—Ze ha ido —dijo.

—¿Muerto? —preguntó Rincewind.

En la sala de debates de su mente, una docena de emociones se pusieron de pie y empezaron a gritar a la vez. Alivio estaba en pleno discurso cuando Conmoción le interrumpió justo antes de que Sorpresa, Terror y Dolor iniciaran una pelea que sólo finalizó cuando Vergüenza entró de repente a ver qué era todo aquel jaleo.

—No —respondió Cohen—. No exactamente. Zólo ze ha… ido.

—¿Adónde?

—No zé. Pedo conozco a alguien que quizáz tenga un mapa.

* * *

Mucho más lejos, en la nieve, una docena de puntitos de luz roja brillaban en las sombras.

—No está lejos —dijo el mago guía escudriñando una pequeña esfera de cristal.

Se oyó un murmullo generalizado en las filas tras él, murmullo que a grandes rasgos significaba que, por lejos que estuviera Rincewind, no lo estaría más que un agradable baño caliente, una buena comida y una cama seca.

En aquel momento, el mago que cerraba la marcha se detuvo de golpe.

—¡Escuchad!

Escucharon. Por un lado estaban los sutiles sonidos del invierno que empezaban a adueñarse de la tierra, el crujido de las rocas, el forcejeo sordo de las pequeñas criaturas en sus túneles bajo el manto de nieve. Estaba también el sonido cellisqueante plateado de la luz de la luna. Y asimismo el siseo de media docena de magos tratando de no hacer ruido al respirar.

—No oigo nada que… —empezó uno.

—¡Shhh!

—Vale, vale…

En aquel momento, todos lo oyeron. Un tenue crujido distante, como si alguien corriera muy deprisa sobre la costra de nieve.

—¿Lobos? —inquirió un mago.

Todos imaginaron centenares de cuerpos flacos y hambrientos saltando en la noche.

—N-no —dijo el jefe—. Es demasiado regular. Quizá se trate de un mensajero.

Ahora se oía más cerca, un ritmo crujiente como si alguien comiera cereales tostados a toda velocidad.

—Lanzaré una bengala —dijo el jefe.

Cogió un puñado de nieve, formó una bola, la lanzó al aire y le prendió fuego con un rayo de luz octarina que brotó de sus dedos. Hubo un relámpago azul, breve, potente.

Se hizo el silencio.

—Maldita sea, idiota, ahora no veo nada —dijo al final otro mago.

Eso fue lo último que oyeron antes de que algo rápido, duro y ruidoso los atacara como un cañonazo desde la oscuridad, perdiéndose luego en la noche.

Cuando se sacaron de la nieve unos a otros, todo lo que encontraron fue un profundo rastro de pequeñas huellas. Cientos de pequeñas huellas, muy juntas, que avanzaban por la nieve rectas como un rayo de luz.

—¡Una nigromante! —dijo Rincewind.

La vieja sentada al otro lado de la hoguera se encogió de hombros y se sacó un mazo de naipes grasientos de algún bolsillo recóndito.

Pese al terrible frío del exterior; la atmósfera dentro de la yurta era como el sobaco de un herrero, y el mago sudaba profusamente. Los excrementos de caballo eran un buen combustible, pero el Pueblo Caballo tenía mucho que aprender sobre el aire acondicionado, empezando por el significado del concepto.

Bethan se inclinó hacia un lado.

—¿Qué es un negro amante? —susurró.

—Nigromante. La persona que habla con los muertos.

—Oh —respondió algo desilusionada.

Habían cenado carne de caballo, queso de caballo, budín negro de caballo, caballa y una cerveza clara sobre la que Rincewind no quería especular. Cohen (quien había tomado sopa de caballo) explicó que las Tribus Caballo de las estepas ejeñas nacían ya en la silla, cosa que a Rincewind le parecía ginecológicamente imposible, y eran particularmente adeptos a la magia natural, puesto que la vida en las estepas abiertas te hace comprender lo bien que encaja el cielo con la tierra en los bordes, y eso por supuesto inspira a la mente pensamientos como «¿Por qué?», «¿Cuándo?» y «¿Qué tal si probamos chuletas de ternera para variar?»

La abuela del jefe hizo una señal a Rincewind y extendió las cartas ante ella.

Como ya se ha mencionado, Rincewind era el peor mago del Disco: ningún hechizo más quería quedarse en su mente desde que el Hechizo se alojaba en ella, de la misma manera que los peces no remolonean mucho por el estanque de un lucio. Pero, aun así, tenía su orgullo, y a los magos no les gusta que las mujeres practiquen la magia, aunque sea en su forma más humilde. La Universidad Invisible jamás había admitido mujeres, poniendo excusas del tipo de problemas con los cuartos de baño, pero la auténtica razón era un temor jamás expresado de que, si se permitiera a las mujeres andar por ahí haciendo magia, probablemente se les daría embarazosamente bien…

—De todos modos, no creo en las cartas del Caroc —murmuró—. Todo eso de que son la sabiduría destilada del universo es un montón de basura.

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