La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—¿Te puedez quitad loz tuyoz?

—Oh, zí, tengo vadioz de depuezto. Peddona un momento… —Se oyó un sonido de succión, y luego Dosflores siguió hablando en su tono habitual. —Resulta muy útil, ¿sabes?

La voz de Cohen irradiaba asombro, o al menos tanto asombro como se puede irradiar sin dientes, que es aproximadamente el mismo que con dientes pero suena mucho menos impresionante.

—Ze me tenddía que habed ocuddido —dijo— Cuando te duelen, te loz quitaz y loz dejaz a zu aide, ¿no? ¡Lez daz una lección a loz pequeñoz canallaz, que apdendan lo que ez doled elloz zoloz!

—Bueno, no es así exactamente —le interrumpió Dosflores con cautela—. No son míos. Sólo me pertenecen.

—¿Te ponez loz dientez de otda pedzona en la boca?

—No, me los fabricaron. En el sitio de donde vengo hay mucha gente que los lleva, es un…

Pero la conferencia de Dosflores sobre prótesis dentales quedó en el aire, porque alguien le golpeó.

* * *

La pequeña luna del Disco se abrió camino trabajosamente por el cielo. Brillaba con luz propia, debido a los arreglos estrictos y bastante imprecisos dispuestos por el Creador, y estaba algo superpoblada de diosas, que en aquel momento concreto no prestaban demasiada atención a lo que sucedía en el Disco, sino que se disponían a presentar una demanda contra los Gigantes del Hielo.

De mirar para abajo, habrían visto a Rincewind hablando ansiosamente con un montón de rocas.

Los trolls son unos de los seres más antiguos del multiverso, datan de un primer intento de poner en marcha la vida sin todo ese protoplasma tan pringoso. Como individuos, los trolls viven mucho tiempo, hibernan durante el verano y duermen durante el día, dado que el calor los afecta y ralentiza. Tienen una geología fascinante. Se puede hablar de tribología, se pueden mencionar los efectos semiconductores de las impurezas en el silicio, se puede meditar sobre los trolls gigantes de la prehistoria que constituyen la mayor parte de las cadenas montañosas del Disco y que causarán auténticos problemas si algún día les da por despertarse, pero la verdad pura y dura es que, sin el poderoso campo mágico del Disco, tan penetrante él, los trolls habrían muerto hace mucho tiempo.

En el Disco, nadie había inventado la psiquiatría. Nadie había puesto una mancha de tinta bajo las narices de Rincewind para averiguar si éste tenía algún tornillo flojo. Así que, para él, la única manera de describir cómo las rocas se transformaron en trolls fue una vaga metáfora sobre esas nubes que de pronto parecen caras o cosas cuando las miras fijamente mucho rato.

En un momento dado había una roca completamente normal, y de pronto unas cuantas grietas que siempre habían estado allí resultaron ser sin lugar a dudas una boca, o una oreja puntiaguda. Un instante después, y sin que nada cambiara realmente, se encontró con que lo que tenía delante era un troll sentado que le sonreía con una boca llena de diamantes.

No son capaces de digerirme, se dijo. Se pondrían muy enfermos.

La idea no le consoló demasiado.

—Así que tú eres el mago Rincewind —dijo el troll más cercano. Su voz sonaba como si alguien corriera sobre gravilla—. No sé, te imaginaba más alto.

—Quizá se haya erosionado un poco —aportó otro—. La leyenda es muy antigua.

Rincewind se removió, inquieto. Estaba casi seguro de que la roca sobre la que se había sentado cambiaba de forma en aquel momento, y un diminuto troll —poco más que un guijarro— se sentaba amistosamente en su pie, mirándole con gran interés.

—¿Leyenda? —preguntó—. ¿Qué leyenda?

—Ha sido transmitida de montaña a guijarro desde el ocaso[3] de los tiempos —le explicó el primer troll. «Cuando la estrella roja brille en el cielo, Rincewind el mago vendrá a buscar cebollas. No le mordáis. Es muy importante que le ayudéis a seguir con vida.»

Hubo una pausa.

—¿Eso es todo? —dijo Rincewind.

—Sí —respondió el troll—. Siempre nos ha extrañado. La mayoría de nuestras leyendas son mucho más apasionantes. En los viejos tiempos sí que era interesante ser una roca.

—¿De veras? —murmuró Rincewind.

—Oh, sí. Diversión constante. Volcanes por todas partes. Entonces, significaba algo ser una roca. Nada de tantas tonterías sedimentarias, o eras ígneo o no eras nada. Pero claro, todo eso quedó atrás. Hoy en día cualquiera se atreve a llamarse troll, y a veces son poco más que esquistos. O peor aún, tizas. Si a mí se me pudiera usar para dibujar no iría por ahí dándome aires, ¿y tú?

—Tampoco —se apresuró a responder Rincewind—. Ni por lo más remoto. Oye, esa… esa leyenda… ¿dice que no me mordáis?

—Exacto —asintió el diminuto troll de su pie—. ¡Fui yo quien te dijo dónde estaban las cebollas!

—Nos alegramos de que hayas venido —dijo el primer troll. Rincewind no pudo evitar advertir que se trataba del más grande—. Estamos un poco preocupados con esa nueva estrella. ¿Qué significa?

—No lo sé —replicó—. Todo el mundo parece creer que tengo alguna idea, pero no…

—No es que nos importara mucho fundirnos —le interrumpió el troll grande—. De cualquier manera, así fue como empezamos. Pero pensamos que quizá la estrella significara el fin de todo, y eso no parece buena cosa.

—Y sigue creciendo —intervino otro—. Mírala ahora. Es más grande que la noche anterior.

Rincewind la miró. Desde luego, era más grande que la noche anterior.

—¿Qué, tienes alguna sugerencia? —preguntó el troll jefe con una voz tan suave como se puede permitir una garganta de granito.

—Podéis saltar por el Borde —dijo Rincewind—. Debe de haber montones de lugares en el universo donde necesiten unas cuantas rocas más.

—Ya habíamos oído algo por el estilo —suspiro el troll—. Conocemos a rocas que lo intentaron. Nos contaron que flotas durante millones de años, luego te pones muy caliente, ardes, y acabas en el fondo de un gran agujero. No parece muy agradable.

Se levantó con un ruido como de carbones bajando por un tobogán, y estiró sus gruesos brazos.

—Bueno, se supone que debemos ayudarte —dijo—. ¿Quieres que hagamos alguna cosa?

—Tengo que preparar sopa —respondió Rincewind.

Señaló las cebollas con gesto vago. Probablemente no fue el gesto más heroico y decidido del mundo.

—¿Sopa? —se asombró el troll—. ¿Nada más?

—Bueno…, quizá también unos bizcochos.

Los trolls se miraron unos a otros, dejando al descubierto joyería dental suficiente como para comprar una ciudad de tamaño medio.

Al final, el troll más grande se encogió de hombros.

—De acuerdo, sopa. Aunque, la verdad, imaginábamos que la leyenda sería…, como te diría yo…, un poco más…, bueno, no importa.

Extendió una mano que parecía un racimo de plátanos fosilizados.

—Yo soy Kuarzo, aquél es Krystalino, y Brecha, y Jaspe, y mi esposa, Berilia… Es un poco metamórfica, pero ¿quién no lo es, en estos tiempos que corren? Haz el favor de bajarte de su pie, Jaspe.

Rincewind aceptó la mano que le tendía, preparándose para el crujido de los huesos aplastados. No lo oyó. La mano del troll era áspera y un poco musgosa alrededor de las uñas.

—Lo siento —dijo el mago—. La verdad es que nunca había conocido a un troll.

—Somos una raza moribunda —suspiró Kuarzo con tristeza, mientras el grupo se ponía en marcha bajo las estrellas—. El pequeño Jaspe es el único guijarro de nuestra tribu. Padecemos una epidemia de filosofía, ¿sabes?

—¿Sí? —respondió Rincewind tratando de mantener el paso.

El grupo de trolls avanzaba muy deprisa, pero también en silencio, enormes formas redondeadas que se movían como espectros en la noche. Sólo se oía de cuando en cuando el chillido de alguna criatura nocturna que no los había sentido acercarse.

—Oh, sí. Somos mártires de ella. Al final, nos ataca a todos. Cuentan que una tarde cualquiera empiezas a despertar y piensas: «¿Para qué molestarse?», y nada, no te despiertas. ¿Ves esas piedras grandes de allí?

Rincewind divisó unas formas enormes sobre la hierba.

—La del final es mi tía. No sé en qué estará pensando, pero hace doscientos años que no se mueve.

—Vaya, cuánto lo siento.

—Oh, no pasa nada, cuidamos de ella —dijo Kuarzo—. Por aquí no pasan muchos humanos, ¿sabes? Sé que no tenéis la culpa, pero parece que no distinguís entre un troll pensante y una roca corriente. A mi tío abuelo lo tallaron.

—¡Es terrible!

—Sí, en un momento era una roca, y al siguiente lo habían convertido en un marco de chimenea.

Hicieron una pausa frente a un desfiladero que a Rincewind le pareció familiar.

—Se diría que aquí ha habido una pelea —señaló Berilia.

—¡Han desaparecido todos! —gritó Rincewind. Corrió hacia el otro extremo del claro—. ¡Incluso los caballos! ¡Hasta el Equipaje!

—Uno de ellos tenía un escape —dijo Kuarzo arrodillándose—. Esa agua roja que lleváis dentro. Mira.

—¡Sangre!

—¿Así se llama? Nunca he sabido para qué servía.

Rincewind recorrió el claro como quien no tiene la menor idea de qué hacer, escudriñando entre los arbustos por si había alguien entre ellos. Así fue como tropezó con una botellita verde.

—¡El linimento de Cohen! —gimió—. ¡Nunca va a ninguna parte sin él!

—Bueno… —empezó Kuarzo—, hay una cosa que hacéis los humanos, ya sabes, como cuando empiezas a ir más lento y te da un ataque de filosofía, sólo que vosotros os hacéis trocitos…

—¡Se llama «morir»! —aulló Rincewind.

—Exacto. Pues no han hecho eso, porque no están aquí.

—¡A menos que hayan sido devorados! —sugirió Jaspe con emoción.

—Mmm —fue la respuesta de Kuarzo.

—¿Lobos? —fue la respuesta de Rincewind.

—Hace años que aplastamos a todos los lobos de esta zona. En realidad, lo hizo el Abuelo.

—¿No le gustaban los lobos?

—No, es que nunca miraba dónde ponía los pies. Mmm.

Los trolls volvieron a observar el terreno.

—Hay un rastro —dijo al final Kuarzo—. Muchos caballos.

Alzó la vista hacia las colinas cercanas, donde acantilados escarpados y peligrosas grietas pendían sobre los bosques iluminados por la luna.

—El Abuelo vive ahí arriba —dijo en voz baja.

En su voz había algo que hizo que Rincewind deseara no conocer jamás al Abuelo.

—¿Es peligroso? —aventuró.

—Es muy viejo, muy grande y muy bestia. Hace años que no le vemos.

—Siglos —le corrigió Berilia.

—¡Los aplastará a todos! —añadió Jaspe saltando sobre los pies de Rincewind.

—En ocasiones, un troll muy viejo y corpulento se retira a las colinas y… mmm… la roca le domina, no sé si me entiendes.

—No.

Kuarzo suspiró.

—Las personas a veces se portan como animales, ¿verdad? A veces, un troll empieza a pensar como una roca, y a las rocas no les gusta la gente.

Brecha, un troll flacucho con acabado de arenisca, tocó a Kuarzo en el hombro.

—Entonces, ¿vamos a seguirlos? —preguntó—. La leyenda dice que debemos ayudar a este Rincewind esponjoso.

Kuarzo se levantó, meditó un instante, cogió a Rincewind por el pellejo del cogote y, con un rápido movimiento, lo sentó sobre sus hombros.

—Iremos —dijo con firmeza—. Si nos encontramos con el Abuelo, intentaré explicárselo…

A tres kilómetros de allí, una caravana de caballos trotaba en la noche. Tres de ellos cargaban con cautivos expertamente atados y amordazados. Un cuarto tiraba de unas rudas rastras sobre las que el Equipaje yacía tendido, atado con una red y silencioso.

Herrena dio la orden de alto a la columna en voz baja, e hizo un gesto a uno de sus hombres para que se acercase.

—¿Estás seguro? —le preguntó—. Yo no oigo nada.

—Vi formas de trolls —se limitó a insistir el otro.

Ella miró alrededor. Allí los árboles eran menos espesos, había muchas piedrecillas, y el sendero que se extendía ante ellos llevaba a una colina pelada, rocosa, que parecía especialmente antipática a la luz de la estrella roja.

Aquel sendero le preocupaba. Era muy antiguo, pero algo había tenido que crearlo, y cuesta mucho matar a un troll.

Suspiró. De repente, le parecía que aquella profesión de secretaria no habría estado tan mal.

Reflexionó, y no por primera vez, en que ser espadachina tenía muchos inconvenientes, quizá uno de los peores el hecho de que los hombres no te tomaban en serio hasta que los matabas, momento en el cual la cosa ya no tenía demasiada importancia.

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