La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Se arrodilló en el lecho de hojarasca y examinó bajo los sombreros.

—No, de ninguna manera, no se pueden comer —dijo débilmente tras un momento.

—¿Por qué? —preguntó Dosflores desde su sitio—. ¿Las láminas no tienen el tono amarillento adecuado?

—No, no es eso…

—¿Quizá el pie no tiene la textura adecuada, entonces?

—La verdad es que parece correcto…

—Se trata entonces del sombrero, sin duda su color no es bueno —insistió Dosflores.

—De eso no estoy seguro.

—¿Y por qué no podemos comerlas?

Rincewind carraspeó.

—Por las puertecitas y las ventanas —dijo con voz lastimera.

* * *

Un trueno recorrió la Universidad Invisible. La lluvia repiqueteaba contra sus tejados y goteaba desde sus gárgolas, aunque las más avispadas habían buscado refugio entre el laberinto de tejas.

Mucho más abajo, en la Sala Principal, los ocho magos más poderosos del Mundodisco se habían agrupado en los ángulos del octograma ceremonial. En honor a la verdad hay que decir que quizá no fueran los más poderosos, pero desde luego tenían grandes habilidades de supervivencia. Y eso, en el competitivo mundo de la magia, venía a ser lo mismo. Detrás de cada mago de octavo nivel había media docena de magos del séptimo intentando ponerle la zancadilla, y los hechiceros mayores tenían que desarrollar una actitud inquisitiva para con posibles escorpiones en la cama, por ejemplo. Todo esto se resumía en un antiguo proverbio: cuando un mago se ha cansado de buscar fragmentos de cristal en su plato, es que se ha cansado de vivir.

El mago más viejo, Grishald Spold, de los Antiguos y Originales Sabios del Círculo Integro, se inclinó cansinamente sobre su cayado y así habló:

—Empieza ya, Ceravieja, los pies me están matando.

Galder; que había hecho una pausa meramente efectista, le miró.

—Muy bien, seré breve…

—Habrá que verlo.

—Todos hemos buscado guía con respecto a los asuntos de esta mañana. ¿Puede alguno de vosotros decir que la ha recibido?

Los magos se miraron por el rabillo del ojo. Aparte de en una fraternal reunión de sindicalistas, no hay un ambiente más cargado de desconfianza y sospechas que el de una conferencia de hechiceros de alto nivel. Pero el hecho simple y sencillo era que el día había ido de pena. Demonios por lo general informadores, invocados repentinamente de las Dimensiones Mazmorra, habían dado largas durante los interrogatorios. Los espejos mágicos se habían hecho añicos. Las cartas del tarot se habían quedado en blanco misteriosamente. Las bolas de cristal se habían llenado de nubes. Hasta los posos de té, despreciados generalmente por los magos, considerados algo frívolo e indigno de atención, se habían acumulado en el fondo de las tazas, negándose a moverse.

En resumen, los magos allí reunidos estaban despistadísimos. Se oyó un murmullo generalizado de asentimiento.

—Por tanto, propongo que celebremos el Rito de CuesthiEnte —dijo Galder con voz teatral.

Tuvo que admitir que había esperado una respuesta más apropiada, algo así como «¡No, el Rito de CuesthiEnte, no! ¡El hombre no debe jugar con esas cosas!»

Lo que se oyó fueron susurros de aprobación.

—Buena idea.

—Parece razonable.

—Manos a la obra.

Un poco decepcionado, llamó a una procesión de magos menores, que llevaron a la sala diversos artilugios mágicos.

Ya se ha mencionado que por esta época había algunos desacuerdos en la fraternidad de magos sobre cómo practicar la magia.

Sobre todo los magos jóvenes opinaban que ya era hora de que la magia empezara a poner al día su imagen. Que debían dejarse de tantos trozos de cera y hueso, y organizar todo con más propiedad, con programas de investigación y convenciones de tres días en buenos hoteles donde se podrían dar conferencias con títulos como «Nuevas aplicaciones de la geomancia» o «El papel de las botas de siete leguas en una sociedad concienciada».

Trymon, por poner un ejemplo, apenas ejercía ya la magia, pero dirigía la Orden con la precisión de un reloj de arena, escribía muchos comunicados internos y tenía en la pared de su despacho un gran diagrama lleno de chinchetas de colores, banderitas y rayas que nadie entendía, pero que resultaban muy impresionantes.

En cambio, la otra clase de magos pensaban que todo aquello no eran más que florituras, y ni siquiera miraban una imagen a menos que estuviera hecha de cera y tuviera alfileres clavados.

Los dirigentes de las ocho órdenes eran todos de este tipo, magos tradicionalistas, y los utensilios que fueron distribuidos en torno al octograma tenían un aspecto decididamente esotérico. Cuernos de carnero, cráneos, barrocos objetos metálicos y pesadas velas aparecieron por todas partes, pese a que los magos jóvenes habían descubierto que el Rito de CuesthiEnte se podía llevar a cabo perfectamente con tres trocitos de madera y cuatro centímetros cúbicos de sangre de ratón.

Normalmente los preparativos habrían durado varias horas, pero los poderes combinados de los magos superiores los abreviaron de manera considerable y, tras sólo cuarenta minutos, Galder entonó las últimas palabras del hechizo. Quedaron suspendidas ante él un instante antes de disolverse.

En el centro del octograma, el aire se estremeció y se espesó, y de pronto contuvo una figura alta y sombría.

Estaba cubierta en su mayor parte por una túnica negra y una capucha, y probablemente era de agradecer. Sostenía una larga guadaña en una mano, y no había manera de pasar por alto el hecho de que, donde debía haber dedos, sólo se veían huesos.

La otra mano esquelética sostenía unos daditos de queso y un trozo de piña pinchado en un palillo.

—¿Y bien? —inquirió la Muerte con una voz que tenía la calidez y el colorido de un iceberg.

Advirtió las miradas de los magos y bajó la vista hacia el palillo.

—Estaba en una fiesta —añadió con un matiz de reproche.

—Oh, Criatura de la Tierra y la Oscuridad, os exhortamos a abjurar de… —empezó Galder con voz firme, imperiosa.

La Muerte asintió.

—Sí, sí, ya me sé todo eso —dijo—. ¿Por qué me habéis llamado?

—Se dice que puedes ver tanto el pasado como el futuro —replicó Galder un poco molesto, porque el gran discurso de conjuro y dominación le gustaba mucho y la gente decía que se le daba muy bien.

—Muy cierto.

—Entonces quizá puedas decirnos qué pasó exactamente esta mañana —dijo Galder. Recuperó el control y añadió en voz más alta—: Os lo ordeno por Azimrothe, por T’chikel, por…

—Vale, vale, ya has dejado bien claro lo que quieres —respondió la Muerte—. ¿Qué queréis saber con exactitud? Esta mañana pasaron muchas cosas. Nacieron personas, murieron personas, todos los árboles crecieron un poco, las olas dibujaron interesantes pautas en el mar…

—Me refiero al asunto del Octavo —dijo Galder con frialdad.

—¿A eso? Oh, no fue más que un reajuste de la realidad. Tengo entendido que el Octavo no quería perder el hechizo número ocho. Al parecer; se había caído por el borde del Disco.

—Un momento, un momento —interrumpió Galder. Se rascó la barbilla—. ¿Estamos hablando del que va dentro de la cabeza de Rincewind? Un tipo alto, un poco flaco. ¿Es ése…?

—Exacto, el hechizo que ha llevado encima todos estos años, ese mismo.

Galder frunció el ceño. Alguien se estaba tomando demasiadas molestias. Todo el mundo sabía que cuando muere un mago los hechizos contenidos en su mente quedaban libres. Entonces, ¿por qué salvar a Rincewind? El hechizo acabaría por volver a su sitio.

—¿Sabes por qué? —dijo sin pensar. Entonces se acordó y añadió rápidamente—: Por Yrriph y Kcharla, os exhortamos a…

—Podrías cortar el rollo, ¿no? —dijo la Muerte—. Yo sólo sé que todos los hechizos deben ser pronunciados juntos la próxima noche de la vigilia de los puercos o el Mundodisco será destruido.

—¡Eh, ahí delante, hablad más alto! —pidió Grishald Spold.

—¡Cállate! —ordenó Galder.

—¿Yo?

—No, él. Viejo sordo…

—¡Te he oído! —se enfureció Spold—. Vosotros, los jóvenes…

Se detuvo, porque la Muerte le miraba con aire muy pensativo, como tratando de memorizar su rostro.

—Oye —dijo Galder—, ¿te importa repetir eso último? ¿El Disco será qué?

—Destruido —repitió la Muerte—. ¿Puedo irme ya? Me he dejado la copa.

—¡Espera! —se apresuró Galder—. Por Cheliliki y Orizone y todo eso, ¿qué quiere decir «destruido»?

—Es una antigua profecía escrita en los muros interiores de la gran pirámide de Camis-Het. Y me parece que lo de que «el mundo será destruido» está bastante claro.

—¿Eso es todo lo que puedes decirnos?

—Sí.

—¡Pero si sólo quedan dos meses para la Noche de la Vigilia de los Puercos!

—Sí.

—¡Podrías al menos indicarnos dónde está ahora Rincewind!

La Muerte se encogió de hombros. Era un gesto para el que estaba particularmente bien dotada.

—En el bosque de Skund, en la cara de las montañas del carnero orientada al borde.

—¿Qué hace allí?

—Autocompadecerse mucho.

—Oh.

—¿Puedo irme ya?

Galder asintió con gesto distraído. Había estado pensando en el ritual de despedida, que empezaba «Partid, sombra malvada», y contaba con algunos párrafos bastante impresionantes que tenía bien ensayados. Pero, por alguna razón, no conseguía reunir suficiente entusiasmo.

—Oh, sí —dijo—. Sí, gracias. —Luego, como no es conveniente tener enemigos ni entre las criaturas de la noche, añadió con educación—: Espero que sea una fiesta divertida.

La Muerte no respondió. Estaba mirando a Spold igual que un perro mira un hueso, aunque en este caso las cosas eran más bien al revés.

—He dicho que espero que sea una fiesta divertida —repitió Galder un poco más alto.

—Por el momento, sí —dijo la Muerte llanamente—. Aunque supongo que a medianoche la cosa decaerá.

—¿Por qué?

—Es cuando creen que me quitaré la máscara.

Desapareció, dejando atrás sólo un palillo de cóctel y un trozo de serpentina.

* * *

Toda esta escena había tenido un espectador oculto. Iba contra las normas, por supuesto, pero Trymon lo sabía todo sobre las normas y siempre había considerado que estaban para dictarlas, no para cumplirlas.

Mucho antes de que los ocho magos se pusieran a discutir en serio sobre lo que había querido decir la aparición, él estaba en los pisos principales de la biblioteca de la universidad.

Era un lugar asombroso. Muchos de los libros eran mágicos, y lo que nunca se debe olvidar sobre los grimorios es que son mortíferos en manos de un bibliotecario ordenado, porque se sentirá impelido a colocarlos todos en el mismo estante. No es buena idea, tratándose de unos libros con tendencia a tener escapes de magia, porque si hay dos juntos forman una Masa Negra crítica. Además, muchos hechizos menores son bastante picajosos en lo que a la compañía se refiere, y suelen expresar sus objeciones lanzando los libros donde se encuentran de un lado a otro de la habitación. Y, por supuesto, también está la presencia apenas intuida de las Cosas de las Dimensiones Mazmorra, siempre buscando cualquier escape de magia, siempre sondeando los muros de la realidad.

El trabajo de bibliotecario mágico, quien tiene que pasarse los días en esta clase de ambiente sobrecargado, es un empleo de alto riesgo.

El bibliotecario jefe, que estaba sentado sobre su escritorio pelando una naranja con tranquilidad, era muy consciente de eso.

Alzó la vista cuando entró Trymon.

—Busco cualquier cosa que tengamos sobre la Pirámide de Camis-Het —dijo Trymon.

Iba preparado: se sacó un plátano del bolsillo.

El bibliotecario lo miró con tristeza y saltó al suelo. Trymon encontró una mano suave en la suya, y el hombre le guió entre las estanterías. Era como sostener un guantecito de piel.

A su alrededor; los libros se estremecían y chisporroteaban con ocasionales descargas de rayos mágicos dirigidas contra los parahechizos cuidadosamente clavados a las estanterías. Había un olor tenue, azulado, y en el mismísimo umbral auditivo se sentía el horrible chisporroteo de las criaturas de las mazmorras.

Al igual que otras muchas partes de la Universidad Invisible, la biblioteca ocupaba mucho más espacio del que daban a entender sus dimensiones exteriores, porque la magia distorsiona el espacio de una manera muy extraña. Debía de ser la única biblioteca del universo con estantes Moebius. Pero el catálogo mental del bibliotecario funcionaba de maravilla. Se detuvo junto a una imponente torre de libros polvorientos y saltó. Se oyó el ruido de papeles que crujían y una nube de polvo descendió hacia Trymon. El bibliotecario volvió con un delgado volumen en las manos.

—Oook —dijo.

Autore(a)s: