La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Se tanteó distraídamente los bolsillos del camisón y por fin encontró lo que buscaba, cruzado tras su oreja. Se llevó la arrugada colilla a los labios, invocó una llama mística entre sus dedos y chupó del maltrecho cigarrillo hasta que lucecillas azules le relampaguearon ante los ojos. Tosió un par de veces.

Estaba pensando con todas sus fuerzas.

Estaba tratando de recordar si había algún dios que le debiera un favor.

* * *

En realidad, los dioses estaban tan asombrados por todo aquello como los magos, pero no podían hacer nada, y en cualquier caso estaban enzarzados en una batalla milenaria contra los Gigantes del Hielo, que se negaban a devolverles el cortacésped.

Pero alguna pista sobre lo sucedido se puede hallar en el hecho de que Rincewind, cuya vida pasada había llegado a un momento bastante interesante de sus quince años, descubrió de repente que ya no estaba agonizando, sino colgando cabeza abajo de un pino.

Bajó con facilidad por el sistema de caer incontrolablemente de rama en rama hasta aterrizar de cabeza en un montón de agujas de pino, y se quedó allí tendido, tratando de recuperar el aliento y deseando haber sido mejor persona.

Sabía que en alguna parte debía de haber una conexión perfectamente lógica. En un momento dado uno está muriendo tras haber caído por el borde del mundo, y al siguiente cuelga cabeza abajo de un pino.

Como sucedía siempre en aquellas ocasiones, el Hechizo se alzó en su mente.

Los profesores de Rincewind habían coincidido en afirmar que éste era un mago nato de la misma manera que los peces son alpinistas natos. Probablemente le habrían acabado por expulsar de la Universidad Invisible de todos modos —era incapaz de recordar los conjuros y se ponía enfermo cuando fumaba—, pero lo que de verdad le metió en líos fue el estúpido asunto de entrar en la sala donde estaba encadenado el Octavo… y abrirlo.

Y lo que agravó aún más los líos fue que nadie pudo averiguar por qué todos los bloqueos se habían desbloqueado temporalmente.

El Hechizo no era un inquilino exigente. No hacía más que quedarse sentado como un viejo sapo en el fondo de un estanque. Pero siempre que Rincewind estaba cansado de verdad, o muy asustado, intentaba hacerse pronunciar. Nadie sabía qué sucedería si se pronunciaba uno de los Ocho Grandes Hechizos, pero la creencia general era que el mejor lugar para observar los efectos sería el universo de al lado.

Era una idea extraña para tenerla cuando se está tumbado en un montón de agujas de pino después de caer por el borde del mundo, pero Rincewind tenía la sensación de que el hechizo quería mantenerle vivo.

Por mí, perfecto, pensó.

Se sentó y miró los árboles. Rincewind era un mago de ciudad y, aunque era consciente de que había diferencias que servían para distinguirlos, lo único que sabía con seguridad era que el extremo sin hojas iba pegado al suelo. Había demasiados para su gusto, y estaban distribuidos sin el menor sentido de la organización. Hacía siglos que nadie barría aquel lugar.

Recordó algo sobre orientarse examinando en qué lado del tronco crece el musgo. Aquellos árboles tenían musgo por todas partes, y verrugas de madera, y ramas viejas puntiagudas. Si los árboles fueran personas, aquéllos estarían sentados en mecedoras.

Rincewind le dio una patada al más cercano. Este le dejó caer una piña encima con puntería infalible.

—Ouch —se quejó.

—Te está bien empleado —dijo el árbol con una voz como el ruido de una puerta viejísima al abrirse.

Hubo un largo silencio.

—¿Eso lo has dicho tú? —preguntó al final Rincewind.

—Sí.

—¿Y eso también?

—Sí.

—Ah. —Meditó un instante. Luego intentó algo—. Supongo que no sabrás por casualidad cómo salir de este bosque, ¿verdad?

—No. No me muevo mucho —respondió el árbol.

—Debe de ser una vida bastante sosa.

—No sabría decirte. Nunca he sido otra cosa.

Rincewind lo examinó de cerca.

—¿Eres mágico? —preguntó.

—Nadie me lo había dicho —replicó el árbol—. Supongo que sí.

No puedo estar hablando con un árbol, pensó Rincewind. Si estuviera hablando con un árbol, me habría vuelto loco, y no me he vuelto loco, así que los árboles no hablan.

—Adiós —dijo con firmeza.

—Eh, no te vayas —empezó a decir el árbol.

Pero se dio cuenta de que era inútil. Lo observó al alejarse entre los arbustos y luego se dedicó a sentir el sol sobre sus hojas, el gorgoteo del agua en sus raíces y el flujo y reflujo de su savia en respuesta al tirón natural del sol y la luna. Sosa, pensó. Qué cosa más rara. Los árboles siempre son sosos, a no ser que crezcan cerca del mar. Y los que crecen cerca del mar viven más bien poco.

De hecho, Rincewind no volvió a hablar con aquel árbol concreto, pero de aquella breve conversación surgió la base de la primera religión arbórea que, con el tiempo, invadió todos los bosques del mundo. Su dogma de fe era el siguiente: un árbol que fuera un buen árbol, que llevara una vida limpia, delicada y recta, tendría una existencia futura tras la muerte. Y si era muy buen árbol, eventualmente se reencarnaría en cinco mil rollos de papel higiénico.

* * *

A unos cuantos kilómetros, Dosflores también empezaba a recuperarse de la sorpresa de encontrarse otra vez en el Disco. Estaba sentado en el casco del Viajero Viril, que se hundía lentamente en las oscuras aguas de un gran lago rodeado de árboles.

Por extraño que parezca, no estaba demasiado preocupado. Dosflores era un turista, el primero de su especie que aparecía en el Disco, y el fundamento de su misma existencia era la creencia firme como la roca de que a él nunca podría ocurrirle nada malo porque no se metía en nada. También creía que cualquiera podía comprender cualquier cosa que él dijera siempre que hablara muy alto y muy despacio, que la gente era básicamente buena y que todo podía solucionarse entre hombres de buena voluntad si se comportaban con sensatez.

Todo esto reunido le daba unas posibilidades de supervivencia algo menores que las de un arenque en una pastilla de jabón, pero para sorpresa de Rincewind todo parecía funcionar, y la ignorancia absoluta del hombrecillo para con todas las formas de peligro sólo hacía que el peligro se desmoralizase tanto como para rendirse y dejarle en paz.

El simple riesgo de ahogarse no tenía nada que hacer. Dosflores estaba seguro de que en una sociedad bien organizada no se permitiría que la gente fuera por ahí ahogándose.

Aun así, le preocupaba un poco el paradero de su Equipaje. Pero se consoló recordando que estaba hecho de madera de peral sabio, suficientemente inteligente como para cuidarse solo…

* * *

En un tercer lugar del bosque, un joven shamán atravesaba una fase esencial de su entrenamiento. Había comido el hongo sagrado, había fumado el santo rizoma, había pulverizado cuidadosamente la seta mística insertándola luego en varios orificios y ahora, sentado con las piernas cruzadas bajo un pino, se concentraba en establecer contacto con los extraños y maravillosos secretos del corazón del Ser, pero sobre todo en impedir que la tapa de sus sesos se desenroscara y se alejara flotando.

Triángulos azules cuadrangulares giraban ante sus ojos. De vez en cuando sonreía confiado a nada en concreto y decía cosas como «Uauh» y «Ugh».

Hubo un movimiento en el aire seguido por lo que más tarde describió como «una especie de explosión sólo que para atrás, ¿entiendes?», y de pronto, donde sólo había estado el vacío, apareció un enorme y destartalado baúl de madera.

Aterrizó pesadamente en el lecho de hojarasca, sacó docenas de patitas y se volvió con lentitud para dar la cara al shamán. Es un decir; no tenía cara, pero incluso pese a la neblina micológica el joven fue horriblemente consciente de que le estaba mirando. Y no era una mirada simpática. Es sorprendente lo malignos que pueden parecer el agujero de una cerradura y un par de nudos en la madera.

Para su inmenso alivio, le dedicó una especie de encogimiento de hombros maderil y se alejó al galope entre los árboles. Con un esfuerzo sobrehumano, el shamán recordó la secuencia de movimientos que le permitirían ponerse de pie. Incluso consiguió dar un par de pasos, pero tuvo que rendirse porque se había quedado sin piernas.

Entretanto, Rincewind había encontrado un camino. Era de lo más tortuoso, y le habría gustado mucho más si hubiera estado empedrado, pero seguirlo le proporcionaba algo que hacer.

Varios árboles intentaron entablar conversación, pero Rincewind estaba casi seguro de que aquel comportamiento no era normal, y les hizo caso omiso.

El tiempo siguió pasando. No se oía más ruido que el murmullo de los desagradables insectos armados con aguijones, el ocasional crujido y caída de una rama y el susurro de los árboles discutiendo sobre religión y sobre los problemas que dan las ardillas. Rincewind empezó a sentirse muy solo. Se imaginó viviendo para siempre en los bosques, durmiendo sobre hojas y comiendo…, y comiendo…, bueno, lo que se coma en los bosques. Árboles, supuso. Y nueces, y moras. Tendría que…

—¡Rincewind!

Allí, subiendo por el sendero, estaba Dosflores…, empapado hasta los huesos, pero resplandeciente de felicidad. El Equipaje trotaba tras él (cualquier objeto hecho de madera de peral sabio seguiría a su propietario dondequiera que fuese, y muchas veces se fabricaban con ella maletas para las tumbas de reyes muy ricos que querían estar seguros de comenzar una nueva vida en el otro mundo con una muda limpia).

Rincewind suspiró. Hasta aquel momento, había pensado que las cosas no podían ir peor.

* * *

Empezó a llover, una lluvia particularmente húmeda y fría. Rincewind y Dosflores se sentaron bajo un árbol y la observaron.

—¿Rincewind?

—¿Mm?

—¿Por qué estamos aquí?

—Bueno, algunos dicen que el Creador del universo hizo el Disco y todo lo que hay en él, otros creen que todo es por una historia muy complicada en la que entran los testículos del Dios Cielo y la leche de la Vaca Celestial, aunque hay quien mantiene que sólo somos fruto de una acrecentación al azar de las partículas de probabilidad. Pero si lo que preguntas es por qué estamos aquí en vez de seguir cayendo fuera del Disco, no tengo ni la menor idea. Probablemente se trate de algún espantoso error.

—Ah. ¿Crees que habrá algo para comer en este bosque?

—Sí —respondió el mago con amargura—. Nosotros.

—Si queréis, tengo unas cuantas piñas —dijo el árbol servicialmente.

Siguieron sentados en húmedo silencio durante unos momentos.

—Rincewind, el árbol ha dicho…

—Los árboles no hablan —estalló Rincewind—. Es muy importante que lo recordemos.

—Pero si acabas de oír…

Rincewind suspiró.

—Mira —dijo—, en realidad todo se reduce a un asunto puramente biológico, ¿verdad? Para hablar hace falta el equipamiento adecuado, como pulmones, y labios, y…

—Y cuerdas vocales —aportó el árbol.

—Exacto, eso —asintió Rincewind.

Cerró la boca de golpe y observó la lluvia con tesón.

—Creía que los magos lo sabían todo sobre árboles, comida silvestre y cosas así —le reprochó Dosflores.

Muy rara vez su voz había sugerido que no considerase a Rincewind un grandioso hechicero, y el mago se picó.

—Y así es —le espetó.

—Bueno, ¿qué clase de árbol es éste?

—Un haya.

—En realidad… —empezó el árbol.

Pero se detuvo en seco al captar la mirada de Rincewind.

—Esas cosas de ahí arriba parecen piñas —insistió Dosflores.

—Sí, bueno, es de la variedad sésil o heptocárpica —dijo Rincewind—. De hecho, las nueces son muy parecidas a piñas. Engañan a mucha gente.

—Vaya —se admiró Dosflores—. ¿Y qué es aquel arbusto de allí?

—Muérdago.

—¡Pero si tiene espinas y bayas rojas!

— ¿Y bien?

Rincewind le clavó la vista y mantuvo los ojos fijos con testarudez. Dosflores se rindió primero.

—Nada —dijo débilmente—. Debo de estar mal informado.

—Exacto.

—Debajo del arbusto hay unas setas grandes. ¿Se pueden comer?

Rincewind las miró con cautela. Desde luego, eran muy grandes, tenían sombreros rojos moteados de blanco. En realidad, pertenecían a una especie que el shamán del lugar (que en aquellos momentos se encontraba a varios kilómetros de allí, trabando amistad con una roca) sólo comería después de atarse una pierna a una piedra bien grande. Lo único que Rincewind podía hacer era salir a la lluvia y examinarlas.

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