La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—¿Y es así?

—Mucha gente lo cree.

—Qué lástima, aquí se hacían buenos negocios. ¡Demasiado mágica! ¿Y qué tiene de malo la magia, digo yo?

—¿Qué piensas hacer? —quiso saber Dosflores.

—Oh, me iré a algún otro universo, hay muchos por aquí —respondió el tendero animadamente—. Pero gracias por decirme lo de la estrella. ¿Os dejo en alguna parte?

El Hechizo dio a Rincewind un codazo mental.

—Eh… no —replicó éste—. Creo que es mejor que nos quedemos. Para verlo todo, ya sabes.

—Entonces, ¿no os preocupa lo de la estrella?

—La estrella es vida, no muerte —replicó Rincewind.

—¿Cómo?

—¿Cómo qué?

—¡Lo has vuelto a hacer! —exclamó Dosflores, señalando con dedo acusador—. ¡Dices cosas y luego no sabes que las has dicho!

—Sólo he dicho que será mejor que nos quedemos —replicó Rincewind.

—Dijiste que la estrella es vida, no muerte —repitió Dosflores—. Pero con una voz lejana, como crepitante. ¿A que sí?

Se volvió hacia el tendero buscando confirmación.

—Es verdad —asintió el hombrecillo—. Y me parece que también bizqueó un poco.

—Seguro que es el Hechizo —dijo Rincewind—. Quiere sacarme de aquí, me parece que le interesa volver a Ankh-Morpork. Y yo también quiero ir —añadió, desafiante—. ¿Puedes llevarnos?

—¿Es esa ciudad grandota a orillas del Ankh? ¿Un lugar destartalado que huele a rayos?

—Su historia se remonta a tiempos muy antiguos —replicó Rincewind con la voz teñida de orgullo cívico herido.

—Pues a mí no me la describiste así —señaló Dosflores—. Me dijiste que era la única ciudad que había nacido ya decadente.

Rincewind pareció avergonzado.

—Sí, pero…, bueno, es mi hogar; ¿entiendes?

—No —replicó el tendero—. Como suelo decir yo, el hogar es donde cuelgas el sombrero.

—Mmm, me parece que te equivocas —intervino Dosflores, siempre deseoso de instruir—. El lugar donde cuelgas el sombrero es un perchero. Un hogar es…

—Mirad, trataré de dejaros de camino —le interrumpió apresuradamente el tendero al ver que Bethan volvía.

Pasó junto a ella. Dosflores le siguió.

Al otro lado de la cortina había una habitación con un camastro, una estufa bastante destartalada y una mesita de tres patas. El tendero hizo algo con la mesa, se oyó un sonido como el de un corcho saliendo de mala gana de una botella, y de pronto la habitación contuvo un universo mural.

—No tengas miedo —dijo el tendero mientras las estrellas pasaban como rayos.

—No tengo miedo —respondió Dosflores con los ojos brillantes.

—Oh —asintió el tendero algo molesto—. De todos modos, no son más que imágenes generadas por la tienda, no son reales.

—¿Y puedes ir a donde quieras?

—Oh, no —replicó el hombrecillo, casi conmocionado—. Tengo toda clase de dispositivos a prueba de fallos, sería inútil ir a sitios con una renta per cápita demasiado baja. Además, necesito un muro adecuado, por supuesto. Ah, ya hemos llegado, éste es vuestro universo. Siempre me ha parecido muy coqueto. Una monada de universo…

* * *

Aquí está la oscuridad del espacio, la miríada de estrellas que brillan como polvillo de diamantes o, como dirían algunos, como grandes bolas de hidrógeno que arden a gran distancia. Pero claro, hay gente que dice muchas tonterías.

Una sombra empieza a perfilarse sobre el brillo lejano, y es más negra que el más negro espacio.

Desde aquí parece mucho más grande, porque el espacio no es realmente grande. Sólo se trata de un lugar donde se es muy grande. Los planetas son grandes, aunque claro, se supone que los planetas han de ser grandes, no hace falta ser muy listo para tener el tamaño que a uno le corresponde.

Pero esta forma redonda que mancha el espacio como una pisada de Dios no es un planeta.

Es una tortuga, una tortuga que mide quince mil kilómetros desde su cabeza horadada de cráteres a su cola blindada.

Y Gran A’Tuin sí que es grande.

Las enormes aletas suben y bajan pesadamente, retorciendo el espacio hasta darle extrañas formas. El Mundodisco se desliza por el cielo como una barcaza real. Pero Gran A’Tuin tiene que luchar ahora mientras sale de las libres profundidades del espacio, y debe combatir con las tormentosas presiones de las fosas solares. La magia es más débil aquí, en el litoral de la luz. Muchos días como éste, y el Mundodisco se verá libre de las presiones de la realidad.

Gran A’Tuin lo sabe, pero Gran A’Tuin recuerda haber hecho esto otras veces, hace muchos miles de años.

Los ojos del astroquelonio, de un rojo brillante a la luz de la estrella enana, no están clavados en ella…, sino en una pequeña zona del espacio cerca de allí…

* * *

—Sí, pero… ¿dónde estamos? —preguntó Dosflores.

El tendero, acodado sobre su mesa, se limitó a encogerse de hombros.

—No creo que estemos en ninguna parte —dijo—. Nos encontramos en la incongruencia cotangencial. Pero ésa es mi opinión, puede que me equivoque. La tienda suele saber adónde va.

—¿Quieres decir que tú no?

—Me entero de una cosa aquí, de otra allí… —El tendero se sonó la nariz—. De vez en cuando aterrizo en un mundo donde entienden de estas cosas. —Clavó sus ojillos tristes en Dosflores—. Tienes cara de buena persona. No me importa decírtelo.

—¿Decirme qué?

—Esto no es vida, odio cuidar de la tienda. Sin sentar cabeza, siempre en movimiento, no cerrando nunca.

—¿Y por qué no te detienes?

—Ah, de eso se trata, claro…, no puedo. Sufro los efectos de una maldición. Es algo terrible.

Volvió a sonarse la nariz.

—¿Condenado a atender una tienda?

—Para siempre, amigo mío, para siempre. ¡Y sin cerrar nunca! ¡Por los siglos de los siglos! Fue un hechicero, ¿sabes? Hice una cosa terrible.

—¿En una tienda? —se asombró Dosflores.

—Oh, sí. No recuerdo qué quería aquel hechicero, pero cuando me lo pidió, yo…, yo… hice uno de esos ruidos como sorbiendo, ya sabes…, un silbido, sólo que para dentro.

Hizo una demostración.

Dosflores parecía escandalizado, pero en el fondo era buen hombre y siempre estaba dispuesto a perdonar.

—Ya entiendo —dijo lentamente—. Aun así…

—¡Eso no es todo!

— Oh.

—¡Le dije que de eso no había demanda!

—¿Después del silbido para dentro?

—Sí. Y, probablemente, también sonreí.

—Oh, cielos. Encima no le llamarías «jefe», ¿verdad?

—Pues… es…, es posible.

—Mmm.

—Y aún hay más.

—¡No puede ser!

—Sí. Le dije que podría pedirlo a fábrica y lo tendría al día siguiente.

—Eso no me parece tan malo —dijo Dosflores, la única persona del multiverso que encargaba cosas en las tiendas y no ponía objeción a pagar grandes sumas de dinero por los inconvenientes causados al tendero, inconvenientes que consistían en almacenar un pequeño objeto en su establecimiento durante unas pocas horas.

—Era un día en que cerraba temprano —añadió el hombrecillo.

—Oh.

—Sí, y le oí tratar de abrir la puerta. Yo tenía un letrero en la puerta, ya sabes, una cosa como «Cerrado hasta para vender cigarrillos Nigromante». El caso es que le oí tratar de abrir, y me reí.

—¿Te reíste?

—Sí. Algo así: mpfmpfmpfmpf.

—No fue una actitud inteligente —dijo Dosflores meneando la cabeza.

—Lo sé, lo sé. Mi padre siempre decía: «No te metas con un mago…» En cualquier caso, le oí gritar algo así como que yo no volvería a cerrar jamás, y luego un montón de palabras que no pude entender. En aquel momento, la tienda… la tienda…, la tienda cobró vida.

—¿Y desde entonces has vagado así?

—Sí. Supongo que algún día encontraré al hechicero, y quizá tenga lo que él quería. Hasta entonces debo viajar de muro en muro…

—Fue una cosa terrible —dijo Dosflores.

El tendero se sonó la nariz con el delantal.

—Gracias.

—Aun así, no debió lanzarte una maldición tan cruel —añadió Dosflores.

—Oh. Sí. Bueno. —El tendero se arregló el delantal e intentó valientemente recobrar los ánimos—. De todos modos, así no conseguiremos llevaros a Ankh-Morpork.

—Es curioso —dijo Dosflores—, compré mi Equipaje en una tienda como ésta. Pero era otra, claro.

—Oh, sí, somos muchos en el gremio —asintió el tendero, volviendo junto a su mesa—. Tengo entendido que aquel hechicero era un hombre muy impaciente.

—Vagar eternamente por el universo —musitó Dosflores.

—Exacto. Si no te importa, tengo que preparar el pedido de importación.

—¿Importación?

—Sí, es… —El tendero hizo una pausa y frunció el ceño—. Ya no me acuerdo muy bien. Hace tanto tiempo… Importación, importación…

—¿Algo que tiene un gran significado?

—Sí, eso debía de ser.

* * *

—Espera… está pensando algo —dijo Cohen.

Mandy Bula alzó la vista cansadamente. Se estaba muy bien allí, sentado en la sombra. Le empezaba a parecer que, al tratar de huir de una ciudad llena de locos, había conseguido que un solo loco le dedicara toda su atención. Se preguntó si viviría para lamentarlo.

Lo deseaba con todas sus fuerzas.

—Sí, desde luego, está pensando algo —dijo con amargura—. Salta a la vista.

—Creo que los ha encontrado.

—Ah, qué bien.

—Agárrate a él.

—¿Estás chiflado? —se espantó Mandy Bula.

—Conozco a este trasto, confía en mí. Además, ¿prefieres quedarte aquí con los discípulos de la estrella? Creo que les encantará tener una charla contigo.

Cohen se puso al lado del Equipaje y luego, de un salto, montó sobre él. El baúl no pareció darse cuenta.

—Corre —dijo—. Creo que va a partir.

Mandy Bula se encogió de hombros y montó tras Cohen.

—Ah, ¿sí? —dijo—. ¿Y cómo lo…?

* * *

¡Ankh-Morpork!

¡Perla de las ciudades!

Ésta no es una descripción completamente precisa, desde luego (no era redonda ni brillante), pero hasta sus peores enemigos concedían que, si había que comparar Ankh-Morpork con algo, bien podía ser con un granito de arena cubierto por las secreciones enfermizas de un molusco.

Ha habido ciudades más grandes. Ha habido ciudades más ricas. Desde luego, ha habido ciudades más bonitas. Pero ninguna ciudad del Multiverso podía rivalizar con los olores de Ankh-Morpork.

Los Antiguos, que lo sabían todo acerca de los universos y habían olido ciudades como Calcuta, ¡Xrc-! y Puertomarte, concedían que hasta estos magníficos ejemplos de poesía nasal son simples pareados comparados con la gloria del olor de Ankh-Morpork.

Se pueden mencionar las coliflores. Se puede mencionar el ajo. Se puede mencionar Francia. Adelante. Pero si no se ha olido Ankh-Morpork en un día caluroso, no se ha olido nada.

Sus ciudadanos se enorgullecen de ello. Cuando hace buen tiempo, sacan sillas a la calle para disfrutar del olor. Se llenan las mejillas, se palmean el pecho y comentan alegremente los pequeños matices. Hasta han erigido una estatua en su honor para conmemorar la noche en que los soldados de un estado rival trataron de invadirla sigilosamente y sólo consiguieron llegar hasta la cima de las murallas antes de que, para su horror; los tapones de las narices se les rindieran sin condiciones. Los mercaderes ricos que debían pasar muchos años en el extranjero se hacían enviar botellas selladas conteniendo el aroma, que les llenaban los ojos de lágrimas.

Ése era el efecto que tenía.

Y es que, en realidad, sólo hay una manera de describir el efecto que los olores de Ankh-Morpork surtían sobre la nariz visitante, y es por analogía.

Coge una tartana. Rocíala con confetti. Ilumínala con luces estroboscópicas.

Ahora coge un camaleón.

Pon el camaleón sobre la tartana.

Míralo de cerca.

¿Ves?

Lo cual explica por qué, cuando la tienda se materializó por fin en Ankh-Morpork, Rincewind pegó un respingo, anunció «Hemos llegado», Bethan palideció y Dosflores, que no tenía el menor olfato, preguntó: «¿De verdad? ¿Cómo lo sabes?»

Había sido una tarde muy larga. Habían irrumpido en el espacio real para aparecer en gran número de paredes pertenecientes a diversas ciudades, porque, según el tendero, el campo mágico del Disco lo distorsionaba todo, jugándoles una mala pasada.

La mayoría de los ciudadanos habían huido de las urbes, que ahora pertenecían a bandas de gente enloquecida, obsesionada por las orejas izquierdas.

—¿De dónde habrán salido? —se preguntó Dosflores mientras huían de otra multitud.

—Dentro de cada persona cuerda hay un loco luchando por salir a la luz —explicó el tendero—. Eso es lo que he pensado siempre. Nadie enloquece tan deprisa como una persona completamente cuerda.

Autore(a)s: