La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—Las alturas no me importan —le replicó la voz de Rincewind desde la oscuridad—. Puedo soportar las alturas. En este momento, lo que me preocupa son las profundidades. ¿Sabes lo que pienso hacer cuando salga de ésta?

—No —respondió Dosflores, anclándose con los dedos de los pies en la ranura entre dos baldosas, tratando de aferrarse a fuerza de pura voluntad.

—Me construiré una casita en el terreno más llano que encuentre. Sólo tendrá un piso; y ni siquiera llevaré sandalias con suelas gruesas.

La antorcha que iba en cabeza llegó al último tramo de la escalera, y Dosflores se encontró mirando el rostro sonriente de Cohen. Tras él, subiendo torpemente los peldaños, vislumbró la mole tranquilizadora del Equipaje.

—¿Va todo bien? —preguntó Cohen—. ¿Puedo hacer algo?

Rincewind respiró hondo.

Dosflores reconoció los síntomas. Rincewind estaba a punto de decir algo como «Oye, me pica un poco la espalda, ¿te importaría rascarme cuando pase por ahí al caer?» o «No, si me encanta estar suspendido sobre precipicios sin fondo», y decidió que no podría soportarlo. Habló rápidamente:

—¡Coge a Rincewind para que llegue a la escalera! —gritó.

Rincewind se le resbaló a media frase.

Cohen lo atrapó por la cintura y lo lanzó sin ceremonias contra los peldaños.

—Menudo charco hay ahí abajo —dijo en tono coloquial—. ¿Quién era?

—¿Tenía…? —Rincewind tragó saliva—. ¿Tenía…, ya sabes…. tentáculos y cosas así?

—No —respondió Cohen—. Sólo había los trozos acostumbrados. Un poco dispersos, claro.

—Miró interrogativo a Dosflores.

—Nadie —le aclaró éste—, un mago al que se le había subido a la cabeza.

Con paso tembloroso y los brazos protestándole, Rincewind se dejó llevar de nuevo hacia la cima de la torre.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó.

Cohen señaló al Equipaje, que había trotado hasta Dosflores y abría la tapa como un perro que sabe que ha sido malo y espera que un rápido despliegue de afecto le salve de la autoridad del periódico enrollado.

—Un poco agitado, pero seguro —se admiró—. No creo que nadie se meta contigo.

Rincewind alzó la vista hacia el cielo. Estaba lleno de lunas, discos que ahora eran diez veces más grandes que el pequeño satélite acostumbrado. Las observó sin mucho interés. Se sintió estirado más allá del punto de ruptura, frágil como una banda elástica vieja.

Advirtió que Dosflores trataba de preparar su caja de imágenes.

Cohen miraba a los siete magos superiores.

—Qué lugar más raro para poner estatuas —dijo—. Aquí nadie las ve. Si no te importa que te lo diga, la verdad, no parecen muy buenas.

Rincewind dio unos pasos tambaleantes y tocó suavemente a Wert en el pecho. Era de piedra sólida.

Se acabó, pensó. Quiero irme a casa… Alto ahí, ya estoy en casa. Más o menos. Así que lo que quiero es dormir; quizá mañana se haya arreglado todo.

Clavó la vista en el Octavo, que estaba rodeado de chispitas octarinas. Oh, sí, pensó.

Lo recogió y pasó las páginas al azar. Estaban cubiertas de escritura apretada, complicada, que cambiaba y adoptaba nuevas formas a medida que la miraba. Parecía indecisa sobre su aspecto: en un momento era ordenada, casi de imprenta. Al siguiente se convertía en una serie de runas angulosas. Luego, en la rizada caligrafía kythiana. Después, en pictogramas antiguos, malévolos, de algún lenguaje olvidado que parecía componerse exclusivamente de reptiles haciéndose cosas dolorosas y complicadas unos a otros…

La última página estaba vacía. Rincewind suspiró y echó un vistazo hacia el cuarto trastero de su mente. El Hechizo le devolvió la mirada.

El mago había soñado con aquel momento, en el que por fin se libraría del Hechizo y tomaría posesión de su mente, por fin podría aprender todos los hechizos menores que hasta entonces no habían querido ni acercarse. Pero había pensado que sería más emocionante.

En vez de eso, agotado y sin humor para discusiones, miró fríamente al Hechizo y blandió un pulgar metafórico por encima del hombro.

«Tú. Fuera.»

Por un momento pareció como si el Hechizo fuera a poner objeciones, pero, inteligentemente, se lo pensó mejor.

Sintió un cosquilleo, un relámpago azul detrás de los ojos y un vacío repentino.

Cuando alzó la vista de nuevo, la página estaba cubierta de palabras. Volvían a ser runas. Aquello le alegró, los reptiles no sólo eran indescriptibles, sino también impronunciables, y además le recordaban a cosas que ya le costaría mucho olvidar.

Miró el libro con gesto inexpresivo mientras Dosflores revoloteaba por allí sin que nadie le prestara atención y Cohen intentaba en vano birlar los anillos de los magos petrificados.

Recordó que debía hacer algo, pero… ¿qué?

Abrió el libro por la primera página y empezó a leer; moviendo los labios y dibujando con el dedo el perfil de cada letra. Mientras musitaba las palabras, éstas aparecían sin sonido trazadas en el aire junto a él, en colores brillantes agitados por el viento nocturno.

Pasó la página.

Más gente subía ahora por la escalera…, discípulos de la estrella, ciudadanos, incluso algunos miembros de la guardia personal del patricio. Un par de discípulos de la estrella hicieron un intento desganado de acercarse a Rincewind, que ahora estaba rodeado por un arco iris de letras. Él ni los vio, pero Cohen desenvainó la espada y les miró con tranquilidad, haciendo que se lo pensaran mejor.

El silencio irradió desde la forma encorvada de Rincewind como ondas en un estanque. Se precipitó en catarata, desbordando la torre, y cubrió a la multitud de abajo, fluyó por encima de los muros y recorrió la ciudad para luego ocuparse de las tierras exteriores.

La mole de la estrella pendía silenciosa sobre el Disco. En el cielo, en torno a ella, las nuevas lunas giraban lentas, sin ruido.

Lo único que se oía era el ronco susurro de Rincewind a medida que pasaba las páginas.

—¿No es emocionante? —exclamó Dosflores.

Cohen, que estaba liando un cigarrillo a partir de los restos alquitranados de su predecesor, le miró inexpresivo con el papel a medio camino de los labios.

—¿El qué es emocionante?

—¡Toda esta magia!

—No son más que luces —criticó Cohen—. Ni siquiera se ha sacado palomas de la manga.

—Sí, pero… ¿no percibes el potencial oculto?

Cohen sacó una gran cerilla amarillenta de su bolsa de tabaco, miró un momento a Wert y luego, con deliberación, la encendió en su nariz fosilizada.

—Mira —dijo a Dosflores con tanta amabilidad como le fue posible—, ¿qué esperas que pase? Yo llevo en esto mucho tiempo, he visto todo lo que hay que ver sobre la magia, y te puedo garantizar que si vas por ahí constantemente con la boca abierta, se te va a llenar de moscas. Además, los magos mueren como cualquiera si les clavas una…

Se oyó un chasquido brusco cuando Rincewind cerró el libro.

Lo que sucedió a continuación fue lo siguiente:

Nada.

La gente tardó un poco en darse cuenta. Todos se habían agachado instintivamente, esperando la explosión de luz blanca, la bola de fuego o, en el caso de Cohen, cuyas expectativas eran más bien bajas, unas cuantas palomas blancas y un conejo medio cojo.

Ni siquiera fue tan interesante como nada. A veces las cosas no-suceden de manera impresionante. Pero, en cuestión de no-acontecimientos vulgares, éste no tenía rival.

—¿Ya está? —preguntó Cohen.

De la multitud surgió un murmullo generalizado, y varios discípulos de la estrella observaron furiosos a Rincewind.

El mago miró débilmente a Cohen.

—Supongo que sí.

—Pues no ha pasado nada.

Rincewind clavó la vista en el Octavo.

—Quizá haya sido un efecto muy sutil —dijo, esperanzado—. Después de todo, no sabemos exactamente qué se suponía que debía pasar.

—¡Estábamos seguros! —gritó un discípulo de la estrella—. ¡La magia no funciona! ¡Es una simple ilusión!

Una piedra entró por la cima de la torre y golpeó a Rincewind en el hombro.

—¡Sí! —asintió otro—. ¡A por él!

—¡Tirémosle por la torre!

—¡Eso, a por él y tirémosle por la torre!

La multitud avanzó como una marea. Dosflores levantó las manos.

—Aquí debe de haber un error… —empezó a decir antes de que le derribaran a patadas.

—Oh, rayos —gruñó Cohen dejando caer la colilla y pisoteándola con la sandalia. Desenvainó la espada y miró a su alrededor en busca del Equipaje.

El baúl no se había lanzado en ayuda de Dosflores. Estaba delante de Rincewind, quien apretaba el Octavo contra su pecho como si fuera una bolsa de agua caliente, y parecía frenético.

Un discípulo de la estrella corrió hacia él. El Equipaje alzó la tapa, amenazador.

—Yo sé por qué no ha funcionado —dijo una voz desde el fondo de la multitud.

Era Bethan.

—Ah, ¿sí? —preguntó el ciudadano más cercano—. ¿Y por qué crees que te vamos a escuchar?

Una fracción de segundo más tarde, la espada de Cohen le hacía cosquillas en el cuello.

—Aunque claro —prosiguió el ciudadano—, quizá deberíamos prestar atención a lo que dice esta agradable joven.

Mientras Cohen caminaba lentamente con la espada presta, Bethan dio un paso al frente y señaló el torbellino de formas que eran los hechizos, todavía suspendidos en el aire en torno a Rincewind.

—Éste de aquí no está bien —dijo señalando una mancha color marrón sucio entre las brillantes chispas de colores—. Seguramente has pronunciado mal una palabra. Echemos un vistazo.

Rincewind le tendió el Octavo sin decir nada.

Bethan lo abrió y escudriñó las páginas.

—Qué caligrafía más rara, no deja de cambiar. ¿Qué hace este cocodrilo con el pulpo?

Rincewind miró por encima de su hombro y, sin pensarlo, se lo explicó. Bethan guardó silencio.

—Oh —dijo al final—. No sabía que los cocodrilos podían hacer esas cosas.

—No es más que antigua escritura en imágenes —señaló apresuradamente Rincewind—. Si esperas un momento, cambiará. Los hechizos pueden escribirse en todos los idiomas conocidos.

—¿Recuerdas lo que dijiste cuando apareció el color equivocado?

El mago recorrió la página con el dedo.

—Creo que fue esto. Donde el lagarto de dos cabezas está haciendo… lo que esté haciendo.

Dosflores echó un vistazo por encima del otro hombro de Bethan. El Hechizo adoptó otra forma.

—Ni siquiera puedo pronunciarlo —se quejó la chica—. Garabato, garabato, punto, guión.

—Son runas nevadas de cupumuguk —explicó Rincewind—. Creo que se pronuncia «zph».

—Pero no funcionó. ¿Qué tal «sph»?

Todos miraron la palabra. Permaneció testarudamente errónea.

—¿Y «sff»?

—Quizá sea «tsf» —titubeó Rincewind.

El color se volvió de un marrón aún más sucio.

—¿Probamos «zsff»? —sugirió Dosflores.

—No seas idiota —replicó el mago—, las runas nevadas no…

Bethan le pegó un codazo en el estómago y señaló.

La forma marrón en el aire era ahora de un rojo brillante.

El libro tembló en sus manos. Rincewind la agarró por la cintura, cogió a Dosflores por el cuello de la camisa y dio un salto hacia atrás.

El Octavo escapó de las manos de Bethan y cayó hacia el suelo. Y no llegó a él.

* * *

El aire que rodeaba al Octavo brilló. El libro se alzó lentamente, sacudiendo las páginas como si fueran alas.

Se oyó un ruido vibrante, reverberante, y pareció explotar en una complicada flor de luz silenciosa, que pronto desapareció.

Pero algo sucedía mucho más arriba, en el cielo…

* * *

Abajo, en las profundidades geológicas del enorme cerebro de Gran A’Tuin, nuevos pensamientos recorrieron las conexiones neuronales, grandes como autopistas. Para la tortuga estelar; era imposible cambiar de expresión… pero, de alguna manera indefinible, su rostro escamoso perforado por miles de meteoritos pareció expectante.

Miraba fijamente las ocho esferas que orbitaban en torno a la estrella, en las playas mismas del espacio.

Las esferas se estaban abriendo.

Grandes trozos de roca se desprendieron y comenzaron la larga caída en espiral hacia la estrella. El cielo se llenó de fragmentos deslumbrantes.

De entre los restos de un cascarón hueco, una pequeña tortuga estelar salió hacia la luz roja. Apenas era más grande que un asteroide, su concha todavía tenía el brillo de la yema.

Allí dentro también había cuatro elefantes del mundo. Y sobre sus lomos tenían un mundodisco, todavía pequeño, cubierto de humo y de volcanes.

Gran A’Tuin esperó hasta que los ocho bebés tortuga hubieron salido de sus cascarones y empezaron a deambular por el espacio con cara de asombro. Luego, cautelosamente, como para no pisar nada, la vieja tortuga se dio la vuelta y, con considerable alivio, nadó hacia las profundidades agradablemente frescas del espacio.

Las jóvenes tortugas la siguieron, orbitando en torno a su caparazón.

* * *

Dosflores contempló embelesado el espectáculo del cielo. Probablemente lo estaba viendo mejor que nadie en el Disco.

En aquel momento se le ocurrió una idea terrible.

—¿Dónde está la caja de imágenes? —preguntó con ansiedad.

—¿Qué? —respondió Rincewind con los ojos clavados en el firmamento.

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