La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Esto es lo que decía la voz:

—¿Te importa volver a explicar eso?

—Bueno, no puedes cerrar mientras tengas los treses de Tortugas negras. En cambio el otro puede cerrar si tiene los treses de Tortugas rojas, porque sólo sirven para puntuar. Pon el Arcano Mayor con los Elefantes…

—¡Es Dosflores! —exclamó Rincewind—. ¡Reconocería esa voz en cualquier parte!

— Un momento…, ¿cómo es posible que haya cerrado yo y peste tenga más puntos?

Oh, vamos, Mort, ya lo ha explicado. Gana quien tiene más puntos ligados sobre la mesa y menos en la mano, no quien cierra. Oye, ¿y si Hambre pone sus dos Arcanos Mayores con los Elefantes?

Era una voz húmeda, jadeante, prácticamente contagiosa por sí misma.

—Ah, entonces habría podido sacarla a la mesa y tener una limpia, aunque no oculta. Pero tenía que haberlo hecho antes de cerrar —explicó Dosflores con entusiasmo.

¿Y si Guerra pone sus Arcanos con los Elefantes de Hambre? Son pareja, ¿hacen una limpia?

—¡Exacto!

—Eso no lo entiendo muy bien. Vuelve a explicarme lo de las ocultas, que ya casi lo he cogido.

Era una voz pesada, hueca, como el choque entre dos grandes trozos de plomo.

—Es cuando consigues una con lo que tienes en la mano, sin haber cogido el Pozo y sin apoyarte en las de tu compañero. Puntúan más alto, pero siempre son más difíciles de conseguir…

La voz de Dosflores siguió discurriendo como un torrente de entusiasmo. Rincewind miró inexpresivo a Ysabell mientras a través del terciopelo se filtraban expresiones como «puntos de salida», «Pozo premiado» y «negativos sobre la mesa».

—¿Entiendes algo de eso? —preguntó la chica.

—Ni una palabra.

—Parece horriblemente complicado.

Al otro lado de la puerta, la voz pesada decía:

—¿Y dices que los humanos juegan a esto por diversión?

—Hay gente que llega a hacerlo muy bien. Me temo que yo soy un simple aficionado.

—¡Pero si sólo viven ochenta o noventa años!

—Tú lo sabes mejor que nadie, Mort —intervino una voz que Rincewind no había oído hasta entonces, y que desde luego no quería volver a oír jamás, menos aún en un sitio oscuro.

La verdad es que resulta muy… intrigante.

—Da otra vez, a ver si le he cogido el truco.

—¿Crees que deberíamos entrar? —preguntó Ysabell.

—El pozo es la sota de terrapenes. Me lo llevo.

—No, me parece que no tienes puntos. Espera, echare un vistazo a tus…

Ysabell abrió la puerta.

De hecho, la habitación era un estudio bastante agradable, quizá tirando a sombrío, posiblemente creado en un mal día por un decorador de interiores que tenía dolor de cabeza y obsesión por poner relojes de arena en toda superficie plana, así como un montón de velas grandes, gruesas, amarillas y chorreantes de las que quería librarse.

La Muerte del Disco era una tradicionalista que se enorgullecía de prestar un servicio personalizado, y se deprimía a menudo porque nadie lo valoraba. Señalaba que la gente no tenía miedo de la muerte en sí, sólo del dolor, la separación y la nada, y que no era nada razonable tomarla con alguien sólo porque tiene las cuencas de los ojos vacías y pasión por el trabajo bien hecho. Todavía usaba guadaña, decía, mientras que las Muertes de otros mundos habían invertido hacía tiempo en cosechadoras automáticas.

Muerte estaba sentada a un lado de la gran mesa de juego situada en el centro de la habitación, y discutía con Hambre, Guerra y Peste. Dosflores fue el único que alzó la vista y advirtió la presencia de Rincewind.

—¡Eh! ¿Cómo has llegado aquí? —se asombró.

—Bueno, algunos dicen que el Creador tomó un puñado de…, ah, ya entiendo. Bueno, es un poco difícil de explicar, pero…

—¿Tienes al Equipaje?

La caja de madera empujó a Rincewind para pasar y se situó ante su propietario, quien abrió la tapa y hurgó en el interior hasta extraer un librito encuadernado en piel. Se lo tendió a Guerra, que aporreaba la mesa con un puño metido en un guantelete.

—Un resumen de las reglas —dijo—. Es bastante bueno, explica muy bien lo de la puntuación y como…

Muerte le arrebató el libro con una mano huesuda y fue pasando las páginas, haciendo caso omiso de la presencia de los dos hombres.

—De acuerdo —dijo—. Peste, abre otro mazo de cartas, voy a llegar al fondo de esto aunque muera en el intento, metafóricamente hablando, claro.

Rincewind agarró a Dosflores y lo sacó de la habitación. Echaron a correr pasillo abajo, con el equipaje trotando tras ellos.

—¿Qué estabais haciendo? —preguntó el mago.

—Bueno, tienen mucho tiempo libre, y pensé que les gustaría —jadeó Dosflores.

—¿El qué, jugar a las cartas?

—Es un juego especial. Se llama… —Titubeó. Los idiomas no eran su punto fuerte—. En vuestro lenguaje es un recipiente, generalmente de paja o mimbre, con dos asas, por ejemplo —concluyó—. Creo.

—¿Cesta? —aventuró Rincewind—. ¿Capazo?

—Sí, posiblemente.

Llegaron al vestíbulo, donde el gran reloj seguía afeitando segundos a las vidas del mundo.

—¿Y cuánto tiempo crees que los mantendrá ocupados?

—No estoy seguro —dijo pensativo—. Hasta que alguno llegue a los cinco mil puntos, supongo… ¡Qué reloj tan sorprendente!

—No intentes comprarlo —recomendó Rincewind—. No creo que les hiciera gracia en este lugar.

—¿Y qué lugar es éste, exactamente? —pregunto Dosflores, llamando al Equipaje y abriendo la tapa.

Rincewind miró alrededor. El vestíbulo estaba oscuro y desierto, las estrechas ventanas tenían hielo. Miró hacia abajo. El tenue cordón azul todavía estaba unido a su tobillo. Advirtió que Dosflores también tenía uno.

—Estamos, más o menos… informalmente muertos —dijo.

Fue la mejor explicación que se le ocurrió.

—Oh.

Dosflores siguió rebuscando.

—¿Eso no te preocupa?

—Bueno, las cosas se arreglarán al final, ¿no crees? Además, creo firmemente en la reencarnación. ¿En qué forma te gustaría volver?

—No quiero irme —replicó Rincewind con firmeza—. Venga, salgamos de… oh, no. Eso no.

Dosflores había sacado una caja de las profundidades del Equipaje. Era grande y negra, tenía un asa a un lado, una ventanita redonda en la parte delantera y una tira para que Dosflores pudiera colgársela del cuello, cosa que hizo.

Hubo un tiempo en que a Rincewind le había gustado mucho el iconoscopio. Contra toda experiencia, creía que el mundo era esencialmente comprensible, que si conseguía equiparse con las necesarias herramientas mentales podría quitarle la tapa y ver cómo funcionaba. Por supuesto, estaba completamente equivocado. El iconoscopio no captaba imágenes mediante el sistema de dejar que la luz cayera sobre papel especialmente tratado, como él había supuesto, sino gracias al método mucho más sencillo de encerrar dentro a un pequeño demonio con buen ojo para el color y mano rápida con el pincel. A Rincewind le había molestado mucho cuando se enteró.

—¡No hay tiempo para tomar imágenes! —siseó.

—No tardaré nada —replicó Dosflores con firmeza.

Dio unos golpecitos en el costado de la caja. Una puertecita se abrió y el duende asomó la cabeza.

—¡Infiernos! —exclamó—. ¿Dónde estamos?

—No importa —respondió Dosflores—. Me parece que lo primero es el reloj.

El demonio entrecerró los ojos.

—Mala luz —señaló—. Tres malditos años a f8, si quieres saber mi opinión.

Cerró la puertecilla de golpe. Un segundo más tarde oyeron el sonido del diminuto taburete arrastrado hacia el caballete.

Rincewind apretó los dientes.

—¡No necesitas tomar imágenes! ¡Puedes recordarlo de memoria! —gritó.

—No es lo mismo —respondió Dosflores con tranquilidad.

—¡Es mejor! ¡Es más real!

—No, de verdad. En los años venideros, cuando esté sentado junto al fuego…

—¡Si no salimos de aquí, te sentarás en el fuego eternamente!

—Oh, espero que no os vayáis.

Los dos se volvieron. Ysabell estaba de pie bajo el arco, con una leve sonrisa. Llevaba en la mano una guadaña, una guadaña cuya hoja tenía un filo de todos conocido. Rincewind trató de no mirarse el cordón azul del tobillo. Una chica que tuviera una guadaña no debería sonreír de aquella manera tan desagradable, sagaz y ligeramente trastornada.

—Mami está un poco ocupada ahora mismo, pero estoy segura de que ni se le ocurriría dejaros partir así —añadió—. Además, no tengo a nadie con quien hablar.

—¿Quién es ésta? —quiso saber Dosflores.

—Pues, más o menos, vive aquí —murmuró Rincewind—. Más o menos, es una chica —añadió.

Agarró a Dosflores por el hombro e intentó deslizarse imperceptiblemente hacia la puerta que daba al frío y oscuro jardín. No lo consiguió, sobre todo porque Dosflores no era el tipo de persona que capta las sutilezas del lenguaje, y además nunca comprendía que una amenaza pudiera estar dirigida a él.

—Encantado, mucho gusto —dijo—. Tenéis una casa muy bonita. El efecto barroco es muy interesante, con tantos huesos y cráneos.

Ysabell sonrió. Si la Muerte se retira alguna vez del negocio familiar, pensó Rincewind, esta chica lo hará aun mejor que ella…, está como una cabra.

—Sí, pero tenemos que irnos —dijo en voz alta.

—No, no, ni hablar —insistió Ysabell—. Tenéis que quedaros y contarme cosas sobre vosotros. Hay mucho tiempo, y esto es tan aburrido…

Se lanzó hacia un lado y blandió la guadaña contra las brillantes hebras. El instrumento chilló en el aire como un gato castrado… y se detuvo bruscamente.

Se oyó un crujido de madera. El Equipaje había cerrado su tapa de golpe sobre la hoja.

Dosflores miró atónito a Rincewind. Y el mago, con deliberación y una cierta satisfacción, le dio un puñetazo en la mandíbula. Recogió al hombrecillo cuando cayó hacia atrás, se lo echó a un hombro y salió corriendo.

Las ramas le azotaron en el jardín iluminado por las estrellas, cosas pequeñas, peludas y probablemente horribles se espantaron cuando corrió desesperadamente a lo largo del tenue cordón de fuerza vital que brillaba de manera escalofriante sobre la hierba helada.

Tras él, en el edificio, resonó un chillido estridente de disgusto y rabia. Esquivó como pudo un árbol y aceleró.

Recordaba que, en algún lugar, había un camino. Pero en aquel laberinto de sombras y luz plateada, teñido ahora de rojo a medida que la terrible estrella nueva dejaba sentir su presencia incluso en el mundo de ultratumba, nada tenía una apariencia normal. De todos modos, el cordón de fuerza vital parecía ir en dirección equivocada.

Oyó un sonido de pasos tras él. Rincewind jadeaba por el esfuerzo. Los pasos parecían pertenecer al Equipaje, y en aquel momento no quería enfrentarse con el maldito baúl: éste podía haber interpretado mal el hecho de que golpeara a su amo, y por lo general mordía a la gente que no le gustaba. Rincewind nunca había tenido valor para preguntar adónde iban cuando la pesada tapa se cerraba sobre ellos, pero lo que sabía con seguridad era que no estaban allí cuando volvía a abrirse.

En realidad, no tenía motivos para preocuparse. El Equipaje le adelantó con facilidad, sus patitas un borrón de movimiento. Le pareció que el trasto se concentraba intensamente en correr, como si tuviera alguna noción de lo que le perseguía y no le gustara la idea en absoluto.

No mires atrás, se recordó Rincewind. A lo mejor las vistas no son buenas.

El Equipaje se precipitó contra unos arbustos y desapareció.

Un momento más tarde, Rincewind comprendió por qué. Se había precipitado por el borde del saliente, y caía hacia el gran agujero de abajo, al fondo del cual había una tenue luz roja. Los dos brillantes cordones azules que partían de Rincewind y Dosflores se dirigían hacia allí.

Se detuvo, inseguro, aunque esto no es del todo exacto, porque tenía una certeza absoluta sobre muchas cosas, como por ejemplo de que no quería saltar, de que no quería enfrentarse con lo que les perseguía, de que en el mundo espiritual Dosflores era muy pesado, y de que había cosas peores que estar muerto.

—Nombra dos —murmuró.

Y saltó.

Unos segundos más tarde, los jinetes llegaron y no se detuvieron en el borde rocoso, sino que siguieron cabalgando sobre la nada.

La Muerte miró hacia abajo.

—Esto siempre me molesta —dijo—. Tendría que instalar una puerta giratoria.

—¿Qué querrían? —se preguntó Peste.

Autore(a)s: