La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—Oh —dijo Rincewind, desinflándose un poco—. Oh, bien. Entonces, de acuerdo. Perfecto. Lo mejor será que nos pongamos en marcha ya.

Se puso en pie trabajosamente y se sacudió la nieve.

—Sólo que, en mi opinión, deberíamos esperar hasta mañana por la mañana —añadió Dosflores.

—¿Por qué?

—Bueno, porque hace un frío que pela, no sabemos dónde estamos, el Equipaje se ha perdido, está anocheciendo y…

Rincewind se detuvo. En los profundos desfiladeros de su mente, le pareció oír el lejano crepitar del papel viejo. Tenía la horrible sensación de que sus sueños iban a ser muy reiterativos de ahora en adelante, y él tenía mejores cosas que hacer que quedarse recibiendo las broncas de un montón de hechizos viejos que ni siquiera se ponían de acuerdo sobre cuál fue el origen del universo…

—¿Qué cosas? —preguntó una vocecilla seca en el fondo de su cerebro.

—Oh, cállate —dijo.

—Sólo he dicho que hace un frío que pela y… —empezó Dosflores.

—No te decía a ti. Me decía a mí.

—¿Cómo?

—Oh, cállate —dijo Rincewind, cansado—. Supongo que por aquí no habrá nada para comer…

Las gigantescas piedras aparecían negras y amenazadoras contra la luz moribunda del ocaso. El circulo interior estaba lleno de druidas que correteaban a la luz de las hogueras y sintonizaban los periféricos de una computadora pétrea, cosas parecidas a cráneos de carneros colocados sobre pértigas y decorados con muérdago, banderillas adornadas con serpientes retorcidas, cosas por el estilo. Más allá de los círculos de fuego se había reunido bastante gente: las verbenas druidas siempre eran populares, sobre todo cuando las cosas iban mal.

Rincewind miró en su dirección.

—¿Qué sucede?

—Oh, bueno —explicó Dosflores con entusiasmo—, al parecer, esta ceremonia se celebra desde hace miles de años, celebran el… mmm…, el renacer de la luna, o quizá del sol. Según parece es muy solemne y hermosa, y está revestida de una serena dignidad.

Rincewind se estremeció. Siempre empezaba a preocuparse cuando Dosflores hablaba de aquella manera. Al menos, todavía no había dicho «típico» ni «pintoresco». El mago nunca había encontrado una traducción satisfactoria para aquellas palabras, pero la más aproximada era «problemas».

—Ojalá estuviera aquí el Equipaje —se lamentó el turista—. Me vendría bien la caja de dibujos. Esto parece muy típico y pintoresco.

La multitud se estremeció, expectante. Al parecer, aquello iba a empezar.

—Mira —dijo Rincewind, apremiante—, los druidas son sacerdotes. Debes recordarlo. No hagas nada que les moleste.

—Pero…

—No intentes comprarles las piedras.

—Pero yo…

—No empieces a hablar sobre el típico folklore nativo.

—Pensaba…

—Y sobre todo, no intentes venderles seguros. Eso es lo peor.

—¡Pero si son sacerdotes! —aulló Dosflores.

Rincewind hizo una pausa.

—Sí —dijo—. Ésa es la cuestión, ¿no?

Al otro lado del círculo exterior se estaba formando una especie de procesión.

—Los sacerdotes son hombres buenos y comprensivos —explicó Dosflores—. En mi hogar, van por ahí con escudillas para mendigar. Es su única posesión —añadió.

—Ah —dijo Rincewind, no muy seguro de haberlo entendido—. Serán para recoger la sangre, ¿no?

—¿Sangre?

—Sí, la de los sacrificios.

Rincewind pensó en los sacerdotes que había conocido en su ciudad. Por supuesto, no tenía interés en enemistarse con ningún dios, así que asistía a buen número de servicios religiosos. Para él, la mejor definición de «sacerdote» en las zonas del Mar Circular era alguien que se pasa mucho tiempo metido hasta los sobacos en sangre.

Dosflores parecía horrorizado.

—Oh, no —dijo—. En el lugar de donde yo vengo, los sacerdotes son hombres santos que dedican sus vidas a la pobreza, a las buenas obras y al estudio de la naturaleza de Dios.

Rincewind consideró aquella idea novedosa.

—¿Nada de sacrificios? —inquirió.

—En absoluto.

Rincewind se rindió.

—Bueno, pues a mí no me parecen muy santos.

Se oyó el estruendo de una banda de trompetas de bronce. El mago miró a su alrededor. Una hilera de druidas desfiló lentamente ante ellos, sus largas hoces adornadas con cadenetas de muérdago. Varios druidas jóvenes y aprendices les seguían, tocando toda una variedad de instrumentos de percusión, que se suponía tradicionalmente que espantaban a los malos espíritus, y con toda probabilidad lo conseguían.

La luz de las antorchas proyectaba dibujos teatrales sobre las piedras, que se erguían ominosas contra el cielo verdoso. En dirección Eje, las deslumbrantes cortinas de la aurora coriolis empezaban a titilar, destacando contra las estrellas como un millón de cristales de hielo danzando en el campo mágico del Disco.

—Belafon me lo ha explicado todo —susurro Dosflores—. Vamos a presenciar una ceremonia antiquísima que celebra la Unidad del Hombre con el Universo. Eso fue lo que me dijo.

Rincewind observó la procesión con amargura.

Mientras los druidas se repartían alrededor de la gran losa que dominaba el centro del círculo, no pudo evitar darse cuenta de que en el centro había una joven muy atractiva, aunque un tanto pálida. Llevaba una larga túnica blanca, un torque de oro en torno al cuello y una expresión de preocupación en el rostro.

—¿Es una druida? —se interesó Dosflores.

—No creo —respondió lentamente Rincewind.

Los druidas empezaron a entonar un cántico que a Rincewind le pareció especialmente sordo, desagradable… y a punto de iniciar un brusco crescendo. El espectáculo de la joven tendida sobre la gran piedra no contribuyó en absoluto a descarrilar aquel tren de pensamiento.

—Quiero quedarme —dijo Dosflores—. Creo que las ceremonias como ésta se remontan hasta una simplicidad primitiva que…

—Sí, sí —le interrumpió Rincewind—. Pero, por si te interesa saberlo, van a sacrificar a la chica.

Dosflores le miró, atónito.

—¿Cómo, a matarla?

—Sí.

—¿Por qué?

—A mi no me mires. Para que crezcan las cosechas, o para que salga la luna, o cualquier cosa de ésas. O quizá sencillamente les gusta matar a la gente. Es una religión.

Fue consciente de un murmullo grave, no tan oído como sentido. Parecía venir de la piedra que tenía más cerca. Pequeños puntos luminosos brillaban en su superficie, como escamas de mica.

Dosflores abría y cerraba la boca.

—¿Y no pueden usar flores, fresas y cosas así? —preguntó—. ¿Una cosa simbólica?

—No.

—¿Lo han intentado alguna vez?

Rincewind suspiró.

—Mira —dijo—, ningún sacerdote supremo que se respete va a organizar toda la cuestión de las trompetas, las procesiones, los cráneos y todo eso para luego clavar el cuchillo en un narciso y un par de ciruelas. Tendrás que hacerte a la idea de que el asunto de las cepas doradas, los ciclos de la naturaleza y todo eso siempre acaba en sexo y violencia, generalmente al mismo tiempo.

Para su sorpresa, vio que a Dosflores le temblaban los labios. Dosflores no sólo veía el mundo a través de unas gafas color rosa: Rincewind sabía que lo veía a través de un cerebro color rosa, y lo oía con orejas color rosa.

El cántico se acercaba inexorablemente al crescendo. El jefe druida comprobaba el filo de la hoz, y todos los ojos estaban fijos en el dedo de piedra en las cumbres nevadas situadas más allá del círculo, donde la luna no tardaría en hacer su aparición estelar.

—Es inútil que…

Pero Rincewind hablaba solo.

* * *

De todos modos, el gélido paisaje fuera del círculo no estaba del todo exento de vida. Por una parte, un grupo de magos alertados por Trymon se acercaban en aquel momento.

Pero una figura menuda y solitaria vigilaba también desde el útil escondrijo que le proporcionaba una piedra caída. Una de las leyendas más grandes del Disco observaba con considerable interés los acontecimientos que se desarrollaban en el círculo de piedra.

Vio cómo los druidas cerraban el corro y entonaban el cántico, vio cómo el jefe druida alzaba su hoz…

Oyó la voz.

—¡Disculpad un momento, por favor! ¿Puedo decir una cosa?

* * *

Rincewind miró desesperadamente a su alrededor buscando una salida. No la había. Dosflores estaba de pie junto a la piedra que servía de altar, con un dedo alzado y una actitud de educada determinación.

Rincewind recordó el día en que Dosflores había pasado junto a un carretero que apaleaba a los bueyes con demasiada fuerza, y la presentación que el turista hizo de sus teorías acerca de la protección de los animales dejó al mago magullado y sangrante.

Los druidas miraban a Dosflores con la clase de expresión que se suele reservar para una oveja que se ha vuelto loca o una lluvia de ranas. Rincewind no alcanzaba a oír lo que decía, pero unas cuantas frases como «costumbres folklóricas» y «flores y frutos» le llegaron desde el silencioso círculo.

En aquel momento, unos dedos que parecían palitos de queso se cerraron en torno a la garganta del mago, y algo extremadamente afilado y cortante le arañó la nuez, mientras una voz húmeda susurraba junto a su oído:

— Ni una palabda o edez hombde muedto.

Los ojos de Rincewind giraron en sus órbitas como si estuvieran buscando un camino de salida.

—Si no quieres que diga nada, ¿cómo sabrás que he comprendido lo que acabas de decirme? —siseó.

—¡Calla y dime qué hace el otdo idiota!

— Oye, espera, si tengo que callarme no puedo…

El cuchillo junto a su garganta se convirtió en una raya caliente de dolor, y Rincewind decidió dar un pase pernocta a la lógica.

—Se llama Dosflores. No es de por aquí.

—Ya me padecía a mí. ¿Ez amigo tuyo?

—Tenemos una especie de relación odio-odio, sí.

Rincewind no alcanzaba a ver a su agresor, pero por lo que sentía a su espalda, tenía el cuerpo hecho de percheros. Además, apestaba a caramelos de menta.

—Hay que deconoced que tiene agallaz. Haz exactamente lo que te digo y quizá laz agallaz de tu amigo no acaben eztampadaz en la piedda.

—Urrr.

—Ezta gente no ez muy ecuménica, ¿zabez?

Fue en aquel momento cuando la luna, con la debida obediencia a las leyes de la persuasión, salió; aunque, por deferencia a las leyes informáticas, no fue por un lugar ni siquiera remotamente cercano a las piedras colocadas a tal efecto.

Pero lo que había allí, escudriñando entre los jirones de nubes, era una brillante estrella roja. Pendía exactamente sobre la piedra sagrada del círculo, deslumbrante como una chispa en las órbitas oculares de la Muerte. Era sombría, terrible y, como no pudo evitar advertir Rincewind, un poco más grande que la noche anterior.

Un grito de horror se elevó de entre los sacerdotes reunidos. En la periferia, la multitud se apretujó hacia adelante: aquello parecía prometedor.

Rincewind sintió que le ponían el mango de un cuchillo en la mano, y oyó la voz chirriante a su espalda.

—¿Haz hecho alguna vez ezta claze de cozaz?

—¿Qué clase de cosas?

—Atacad un templo, matad a loz zaceddotez, dobad el odo y dezcatad a la chica.

—No, al menos no con esas palabras.

—Puez ze hace azí.

A cinco centímetros de la oreja de Rincewind, la voz se convirtió en el aullido de un mandril que acabara de pisar una trampa en un desfiladero con buena resonancia, y una forma menuda pero fuerte salió corriendo junto a él.

A la luz de las antorchas, vio que se trataba de un hombre muy viejo, de la variedad huesuda que se suele denominar «vital para su edad», con la cabeza completamente pelada, una barba que le llegaba casi hasta las rodillas y unas piernecillas como alambres en las cuales las venas varicosas habían dibujado el mapa de una ciudad bastante grande. A pesar de la nieve, no llevaba más que un taparrabos de cuero y un par de botas en las que habrían cabido sin problemas otros dos pies.

Los dos druidas más cercanos a él intercambiaron miradas y blandieron las hoces. Hubo una mancha borrosa y se derrumbaron, convertidos en bolas de agonía que emitían sonidos castañeteantes.

En el tumulto que siguió, Rincewind consiguió deslizarse hacia la piedra altar, sujetando el cuchillo con dos dedos como para no provocar ningún comentario desaprobador.

La verdad es que nadie le prestaba demasiada atención: los druidas que no habían huido del círculo, generalmente los más jóvenes y musculosos, se habían congregado en torno al anciano con intención de discutir el tema del sacrilegio en relación con los círculos de piedra. Pero, a juzgar por las risitas temblorosas y el ruido de golpes, era él quien dirigía el debate.

Autore(a)s: