La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—Sí. Aunque lo más probable es que te hubiera arrancado la pierna de un mordisco.

—Ah —asintió el enano. Con toda suavidad, agarró a Cohen por el brazo—. Mira qué sombra tan agradable hay aquí —dijo—. ¿Por qué no te sientas un ratito y…?

Cohen se lo quitó de encima.

—Está vigilando la pared —señaló—. Por eso no nos hace caso, porque está vigilando la pared.

—Claro, claro le tranquilizó Mandy Bula—. Por supuesto, está vigilando la pared con sus ojitos…

—No digas idioteces, no tiene ojos —le espetó Cohen.

—Perdona, perdona —se apresuró a añadir Bula— Está vigilando la pared sin ojos, perdona.

—Creo que está preocupado por algo.

—Bueno, parece muy posible —asintió—. Supongo que quiere que nos vayamos y le dejemos solo.

—Pues a mí me parece que está asombrado.

—Sí, desde luego, parece asombrado —dijo el enano.

Cohen le miró fijamente.

—¿Cómo lo sabes? —le espetó.

A Mandy Bula le pareció que los papeles acababan de invertirse muy injustamente. Miró alternativamente a Cohen y a la caja, abriendo y cerrando la boca.

—¿Cómo lo sabes tú? —replicó al final.

Pero Cohen no le escuchaba. Se sentó frente a la caja, suponiendo que el costado con la cerradura fuera la parte frontal, y la observó atentamente. Mandy Bula retrocedió un paso. Es imposible, dijo su mente, pero el maldito trasto me está mirando a mí.

—De acuerdo —empezó Cohen—. Ya sé que tú y yo no nos caemos bien, pero los dos tratamos de encontrar a alguien a quien queremos, ¿no?

—Yo no… —empezó Bula antes de darse cuenta de que Cohen hablaba con la caja.

—Entonces, dime adónde han ido.

Ante los ojos espantados de Mandy Bula, el Equipaje estiró sus patitas y echó a correr contra el muro más cercano. Ladrillos de arcilla y polvo de cemento volaron por los aires.

Cohen escudriñó a través del agujero. Al otro lado había un destartalado almacén. El Equipaje se quedó allí, irradiando desconcierto por todas sus bisagras.

* * *

—¡Una tienda! —exclamó Dosflores.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Bethan.

—Urgh —dijo Rincewind.

—Creo que deberíamos sentarlo en algún sitio y darle un vaso de agua —señaló Dosflores—. Si es que hay alguno.

—Parece que hay de todo lo demás —añadió Bethan.

La habitación estaba llena de estanterías, y las estanterías estaban llenas de todo. Los objetos que no cabían en ellas colgaban como racimos del techo oscuro y sombrío. El suelo estaba plagado de cajas y sacos llenos de cualquier cosa.

No se oía ningún ruido procedente del exterior. Bethan miró a su alrededor y descubrió la razón.

—Nunca había visto tantos objetos juntos —se asombró Dosflores.

—Pues hay algo que no tienen —dijo Bethan con firmeza.

—¿Cómo lo sabes?

—No tienes más que mirar. Salidas. Las han agotado.

Dosflores echó un vistazo a su alrededor. En el lugar donde habían estado la puerta y la ventana sólo vio ahora estanterías repletas de cajas. Parecían llevar allí mucho tiempo.

Dosflores sentó a Rincewind en una mecedora junto al mostrador, y examinó cautelosamente los estantes. Había cajas de clavos y de cepillos para el pelo. Había pastillas de jabón descoloridas por los años. Había un montón de recipientes con sales de baño: alguien les había pegado un triste letrerito según el cual, contra todo lo que proclamaban los ojos, eran el Regalo Ideal. También había un montón de polvo.

Bethan examinó las estanterías del otro lado y lanzó una carcajada.

—¡Echa un vistazo a esto!

Dosflores echó un vistazo. La chica tenía en la mano una… bueno, era una casita, pero con conchas por todas partes, y además el perpetrador había escrito a base de agujeritos las palabras «Un recuerdo especial» en el tejado (que, por supuesto, se podía levantar para guardar cigarrillos dentro, y entonces sonaba una alegre melodía).

—¿Habías visto algo parecido? —rió Bethan.

Dosflores meneó la cabeza, boquiabierto.

—¿Te encuentras bien? —se preocupó la chica.

—Creo que es la cosa más bonita que he visto en mi vida.

Se oyó un zumbido sobre ellos. Alzaron la vista.

Un gran globo negro descendía de la oscuridad del techo. En su interior relampagueaban lucecillas rojas y, mientras las miraban, el globo empezó a girar y los observó con un gran ojo de cristal. Un ojo muy amenazador. Parecía sugerir con gran énfasis que estaba viendo algo desagradable.

—¿Hola? —dijo Dosflores.

Por encima del mostrador surgió una cabeza. Por su aspecto, pertenecía a alguien enfadado.

—Espero que tengáis intención de pagar por eso —dijo bruscamente.

Su expresión sugería que esperaba que Rincewind dijera «sí», y también que no se lo iba a creer.

—¿Por esto? —se burló Bethan—. No lo compraría aunque lo llenaras de rubíes y…

—Yo lo compraré —se apresuró Dosflores—. ¿Cuánto…? —Se registró los bolsillos y puso cara larga—. Vaya, no tengo dinero. Lo llevo todo en el Equipaje, pero le…

Se oyó un bufido. La cabeza desapareció de detrás del mostrador para reaparecer tras un estante lleno de cepillos de dientes.

Pertenecía a un hombrecillo muy menudo casi oculto bajo un delantal gris. Estaba muy enfadado.

—¿No tenéis dinero? ¿Entráis en mi tienda sin…?

—No era nuestra intención —se apresuró a intervenir Dosflores—. No nos dimos cuenta de que estaba aquí.

—Es que no estaba —dijo Bethan con firmeza—. Es mágica, ¿verdad?

El menudo tendero titubeó.

—Sí —asintió al final de mala gana—. Un poco.

—¿Un poco? —se extrañó Bethan—. ¿Es un poco mágica?

—De acuerdo, en buena parte —concedió el hombrecillo retrocediendo un paso—. Muy bien —asintió al ver que Bethan no dejaba de mirarle—, es una tienda mágica. No lo puedo evitar. ¡No habrá vuelto a desaparecer la maldita puerta!

—Pues sí. Y tampoco nos hace mucha gracia esa cosa del techo.

El tendero alzó la vista y frunció el ceño. Luego desapareció por una puertecilla medio oculta entre las mercancías. Se oyeron tintineos y chirridos, y el globo negro desapareció entre las sombras. Fue sustituido sucesivamente por un puñado de hierbas, un anuncio móvil de algo que Dosflores no conocía de nada pero que aparentemente era una bebida para antes de dormir; una armadura y un cocodrilo disecado con una expresión casi viva de gran dolor y sorpresa.

El tendero reapareció.

—¿Mejor? —quiso saber.

—No es peor —titubeó Dosflores—. Las hierbas me gustaban más.

En aquel momento, Rincewind dejó escapar un gemido. Estaba a punto de despertar.

* * *

Ha habido tres teorías generales para explicar el fenómeno de las tiendas errantes o tabernas vagantes, como se las suele llamar.

La primera postula que, hace miles de años, evolucionó en algún lugar del multiverso una raza cuyo único talento era comprar barato y vender caro. Pronto controlaron un vasto imperio galáctico, un Emporio, como lo llamaban ellos, y los miembros más avanzados de la especie descubrieron la manera de equipar sus tiendas con unidades de propulsión muy especiales que podían romper los negros muros del espacio y abrir inmensos mercados nuevos. Mucho después de que los mundos del Emporio perecieran en el mortífero recalentamiento de su propio universo, tras un último desafío de rebajas de agosto, las tiendas errantes seguían comerciando, abriéndose camino a través de las páginas del espacio-tiempo como un gusano a través de una novela en tres tomos.

La segunda teoría proclama que son obra de un Hado bueno, encargado de proporcionar la cosa adecuada en el momento justo.

La tercera es que no son más que una avispada manera de trabajar en domingo.

Todas estas teorías, pese a su diversidad, tienen dos cosas en común: las tres explican los hechos y las tres son completamente erróneas.

* * *

Rincewind abrió los ojos y, por un momento, se quedó mirando hacia arriba, en dirección al cocodrilo disecado. No es lo mejor que se puede ver cuando uno despierta de una pesadilla…

¡Magia! ¡Así se sentía uno con la magia! ¡No era de extrañar que a los magos les importara un rábano el sexo!

Rincewind sabía qué eran los orgasmos, por supuesto, había tenido algunos en sus tiempos, a veces incluso en compañía, pero nada de lo que había experimentado hasta entonces se parecía siquiera a aquel momento ardiente, tenso, en que cada nervio de su cuerpo se incendió con fuego azul y blanco, y la magia pura brotó de sus dedos. Aquello te llenaba, te alzaba, te hacía remontar las olas de las fuerzas elementales. No era de extrañar que los magos lucharan por el poder…

Y todo eso. El Hechizo en su cabeza había sido el autor, por supuesto, no Rincewind. Empezaba a detestar al Hechizo. Estaba seguro de que, si éste no hubiera espantado a todos los demás hechizos que intentaba aprender; habría llegado a ser un mago bastante potable por sus propios méritos.

En algún lugar del maltratado corazón de Rincewind, el gusano de la rebelión enseñó los dientes.

Bien, pensó. En cuanto tenga ocasión, te mandaré de vuelta al Octavo.

Se incorporó.

—¿Dónde demonios estamos? —preguntó agarrándose la cabeza para impedir que le explotara.

—En una tienda —se lamentó Dosflores.

—Pues espero que vendan cuchillos, porque creo que quiero cortarme la cabeza.

En la expresión de sus acompañantes había algo que le devolvió la cordura que aún le faltaba.

—Era una broma —dijo—. Al menos en parte. ¿Por qué estamos en esta tienda?

—No podemos salir —explicó Bethan.

—La puerta ha desaparecido —aportó Dosflores.

Rincewind se levantó, un poco tembloroso.

—Oh —dijo—. Es una de esas tiendas.

—Exacto —replicó el tendero con cierta petulancia—. Es mágica, sí, viaja por ahí, sí, no pienso explicaros la razón, no.

—¿Me das un vaso de agua, por favor? —pidió Rincewind.

El tendero pareció ofenderse.

—Primero no tenéis dinero, luego queréis un vaso de agua —estalló—. ¡Esto ya es dema…!

Bethan lanzó un bufido y se dirigió hacia el hombrecillo a zancadas. Éste intentó retroceder; pero ya era tarde.

Le cogió por las tiras del delantal, le levantó y le miró a los ojos. Por desgarrado que estuviera su vestido, por despeinada que estuviera su cabellera, por un momento se convirtió en el símbolo de toda mujer que en alguna ocasión ha tenido oportunidad de poner en su lugar a un hombre.

—El tiempo es oro —siseó—. Te doy treinta segundos para traerle un vaso de agua. A mí me parece una ganga, ¿y a ti?

—Está muy guapa cuando se enfada, ¿no te parece? —susurró Dosflores.

—Sí —asintió Rincewind sin entusiasmo.

—De acuerdo, de acuerdo —se acobardó el tendero.

—Y luego, nos dejarás salir —añadió Bethan.

—Por mí perfecto, hoy no pensaba abrir. ¡Sólo paré un momento para orientarme, y vosotros os colasteis!

Gruñendo, atravesó una cortina de cuentas para volver con un tazón lleno de agua.

—Lo he lavado especialmente —dijo tratando de esquivar la mirada de Bethan.

Rincewind miró el líquido del tazón. Probablemente había sido transparente antes de ser vertido en el recipiente, ahora beberlo significaría el genocidio para miles de gérmenes inocentes.

Lo dejó a un lado con cautela.

—¡Ahora, me voy a dar un buen lavado! —afirmó Bethan.

Cruzó la cortina. El tendero la señaló con un gesto vago y miró suplicante a Rincewind y a Dosflores.

—No está tan mal —explicó el turista—. Se va a casar con un amigo nuestro.

—¿Y él lo sabe?

—¿No van bien las cosas en el negocio de las tiendas estelares? —se interesó Rincewind en el tono más comprensivo que pudo mostrar.

El hombrecillo se encogió de hombros.

—Ni os lo imagináis —dijo—. Uno aprende a no esperar demasiado. Se hace una venta aquí, otra allá, lo justo para ir tirando, ya me entendéis. Pero la gente esa que hay ahora, los de la estrella pintada en la cara…, bueno, apenas he tenido tiempo de abrir la tienda, cuando ya están amenazando con quemármela. Dicen que es demasiado mágica. Y yo les digo que sí, que es mágica, claro, ¿qué se le va a hacer?

—Entonces, ¿hay muchos? —preguntó Rincewind.

—Están por todo el Disco, amigo. No me preguntes por qué.

—Piensan que una estrella se va a estrellar contra el Disco —le explicó el mago.

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