La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—Eso no tiene sentido —dijo Bethan—. Y si lo tiene, no me gusta.

La estrella era más grande que el sol. Aquella noche no anochecería. En el horizonte contrario, el solecillo del Disco hacía lo que podía por ponerse con normalidad, pero el efecto general de toda aquella luz roja era hacer que la ciudad, nunca particularmente hermosa, pareciera un cuadro pintado por un artista fanático que hubiera pasado un mal rato en manos de un limpiabotas.

Pero era el hogar. Rincewind miró en todas direcciones en una calle desierta y se sintió casi feliz.

En lo más profundo de su mente, el Hechizo agarraba un berrinche, pero no le hizo caso. Quizá fuera cierto que la magia se debilitaba a medida que se acercaba la estrella, o quizá hacía tanto que llevaba el Hechizo en la cabeza que había acabado por desarrollar una especie de inmunidad física: lo cierto es que descubrió que podía resistir sus órdenes.

—Estamos en los muelles —declaró—. ¡Oled este aire!

—Oh —gimió Bethan apoyándose contra una pared—. Sí.

—Es el ozono, sin duda —explicó Rincewind—. Un aire con personalidad, sí señor.

Respiró hondo.

Dosflores se volvió hacia el tendero.

—Bueno, espero que encuentres al hechicero —dijo—. Siento no poder comprarte nada, pero es que llevo todo mi dinero en el Equipaje.

El tendero le puso algo en la mano.

—Un regalito —dijo—. Te hará falta.

Volvió a entrar en la tienda como una flecha, la campanilla tintineó, el letrero que rezaba «Si Viene a Por Esas Malditas Sanguijuelas Vuelva Mañana» chocó contra la puerta, y la tienda desapareció del muro de ladrillos como si nunca hubiera estado allí. Dosflores extendió rápidamente la mano para rozar la pared, incrédulo.

—¿Qué hay en esa bolsa? —quiso saber Rincewind.

Se trataba de una bolsa de papel marrón grueso, con asas de cuerdecilla.

—Si le salen patas, no quiero saberlo —advirtió Bethan.

Dosflores echó un vistazo al interior y sacó el contenido.

—¿Nada más? —se asombró Rincewind—. ¿Una casita con conchas?

—Es muy útil —se defendió Dosflores—. Sirve para guardar cigarrillos.

—Y eso es precisamente lo que te hace falta, ¿eh? —se burló el mago.

—Mataría por un frasco de aceite bronceador —intervino Bethan.

—Vamos —ordenó Rincewind.

Echó a andar calle abajo, y los demás le siguieron.

A Dosflores se le ocurrió que hacían falta unas palabras de consuelo, una pequeña charla con mucho tacto para animar un poco a Bethan.

—No te preocupes —dijo—. Existe una pequeña oportunidad de que Cohen siga vivo.

—Oh, seguro que sigue vivo —replicó ella dando patadas a los guijarros como si tuviera algo personal contra cada uno de ellos—. Con el empleo que tiene, no se vive hasta los ochenta y siete años si vas por ahí muriéndote constantemente. Pero el caso es que no está aquí.

—Ni mi Equipaje tampoco —señaló Dosflores—. Pero claro, no es lo mismo.

—¿Crees que la estrella va a chocar contra el Disco?

—No —respondió Dosflores con confianza.

—¿Por qué no?

—Porque Rincewind opina que no.

La chica le miro asombrada.

—Te explico —siguió el turista—, ¿sabes eso que se hace con las algas marinas?

Bethan, que había nacido en las Llanuras del Vórtice, sólo había oído hablar del mar en las leyendas, y estaba segura de que no le gustaría. Le miró inexpresiva.

—¿Comerlas?

—No, lo que se hace es colgarlas de la puerta y te dicen si va a llover.

Otra cosa que Bethan había aprendido era que resultaba inútil tratar de comprender lo que decía Dosflores. Todo lo que se podía hacer era seguirle la conversación a la espera de despistarle al doblar alguna esquina.

—Ya entiendo —dijo.

—Pues así es Rincewind.

—Como un alga marina.

—Exacto. Si hubiera algo que temer; estaría muerto de miedo. Pero no lo está. Que yo sepa, la estrella es la única cosa que no le da miedo. Y créeme, si él no está preocupado es que no hay nada de qué preocuparse.

—¿Porque no va a llover? —aventuró Bethan.

—Bueno, no. Metafóricamente hablando.

—Oh.

Bethan decidió no preguntar qué significaba «metafóricamente», por si acaso tenía algo que ver con las algas.

Rincewind se volvió.

—Vamos —dijo—. Ya estamos cerca.

—¿De dónde? —quiso saber Dosflores.

—De la Universidad Invisible, por supuesto.

—¿Y te parece buena idea ir allí?

—En absoluto, pero aun así pienso…

Rincewind se detuvo, con el rostro convertido en una máscara de dolor. Se llevó las manos a los oídos y gimió.

—¿El Hechizo te causa problemas?

—Sirgh.

—Prueba a canturrear por lo bajo.

Rincewind hizo una mueca.

—Pienso librarme de este maldito —dijo con voz ronca—. Lo voy a mandar de vuelta al libro, que es su sitio. ¡Quiero que me devuelva mi cabeza!

— Pero entonces…

Dosflores se interrumpió. Todos lo oyeron…, un cántico distante y el sonido de muchas pisadas.

—¿Crees que serán discípulos de la estrella? —preguntó Bethan.

Lo eran. Los primeros aparecieron doblando una esquina a unos cien metros de distancia, tras un estandarte blanco en el que había dibujada una estrella de ocho puntas.

—No sólo discípulos de la estrella —dijo Dosflores—. ¡Hay toda clase de gente!

La multitud no los arrolló al pasar; pero faltó poco. En un momento, los tres estaban en una calle desierta; al siguiente, una marca humana les obligaba a moverse hacia adelante por la ciudad.

* * *

La luz de las antorchas parpadeaba en los húmedos túneles que discurrían bajo la Universidad Invisible a medida que los jefes de las Ocho Órdenes avanzaban por ellos.

—Por lo menos aquí abajo hace calor —señaló uno.

—No deberíamos estar aquí abajo.

Trymon, que guiaba al grupo, no dijo nada. Estaba pensando con todas sus fuerzas. Estaba pensando en la botellita de aceite que pendía de su cinturón y en las ocho llaves que llevaban los magos…, ocho llaves que encajarían en los ocho cerrojos que encadenaban el Octavo a su atril. Estaba pensando que unos magos ancianos dominados por la sensación de que la magia se esfuma están muy inmersos en sus propios problemas como para tener la cautela necesaria. Estaba pensando que en pocos minutos el Octavo, la mayor concentración de magia en todo el Disco, estaría en sus manos.

Pese a lo frío del túnel, empezó a sudar.

Llegaron junto a una puerta forrada de plomo, incrustada en la roca. Trymon sacó una llave de hierro (una honesta llave de hierro, vulgar y corriente, no como las llaves retorcidas y desconcertantes que desencadenarían el Octavo), echó un poco de aceite en la cerradura, insertó la llave y la giró. La puerta chirrió, abriéndose con una protesta.

—¿Somos todos de la misma opinión? —preguntó Trymon.

Se oyó una serie de gruñidos vagamente afirmativos.

Empujó la puerta.

Una cálida ráfaga de viento espeso y algo aceitoso los envolvió. El aire estaba lleno de chirridos agudos y desagradables. Diminutas chispas de fuego octarino brotaban de cada nariz, cada uña, cada barba.

Los magos, con las cabezas inclinadas para defenderse de la tormenta de magia desencadenada al azar que azotaba la habitación, trataron de avanzar. Siluetas informes revoloteaban y reían estúpidamente mientras las pesadillas que habitaban las Dimensiones Mazmorra toqueteaban constantemente con algo que llamaremos dedos (sólo porque lo tienen al final de los brazos), en busca de alguna entrada sin vigilancia al círculo de fuego que algunos dicen es el universo de la razón y el orden.

Incluso en aquellos malos tiempos para las criaturas mágicas, incluso en una habitación diseñada para amortiguar todas las vibraciones de la hechicería, el Octavo seguía crepitando con su energía.

En realidad, las antorchas no hacían la menor falta. El Octavo llenaba la habitación de una luz tenue, mortecina, que no era exactamente luz sino lo contrario de la luz. La oscuridad no es lo contrario de la luz, sino su ausencia. Lo que irradiaba del libro era la luz que yace al otro lado de la oscuridad. La luz fantástica.

Era de un color púrpura bastante decepcionante. Como se ha dicho antes, el Octavo estaba encadenado a un atril tallado para darle la forma de algo vagamente aviario, ligeramente reptiliano y espantosamente vivo. Dos ojillos brillantes contemplaron a los magos con odio.

—Lo he visto moverse —aseguró uno.

—Estaremos a salvo mientras no toquemos el libro —advirtió Trymon.

Se sacó del cinturón un pergamino y lo desenrolló.

—Trae acá la antorcha —ordenó a un mago—. ¡Y apaga ese cigarrillo!

Esperaba una explosión de furia y orgullo, pero no la hubo. En vez de eso, el mago ofendido se quitó la colilla de los labios con dedos temblorosos y la pisoteó en el suelo.

Trymon estaba exultante. Perfecto, pensó, hacen lo que digo. Quizá sólo por ahora…, pero con eso me sobra.

Escudriñó la desastrada caligrafía de un mago muerto mucho tiempo atrás.

—Bien —dijo—, veamos. «Para Ynvocar A La Cosa Que Vygyla, Al Guardyán…»

La multitud invadió uno de los puentes que unían Morpork con Ankh. Bajo él, el río, que en sus mejores momentos llevaba poca agua, no era más que un reguerillo humeante.

El puente se estremecía bajo sus pies mucho más de lo acostumbrado. Unas ondas extrañas recorrían los restos lodosos del río. Varias tejas cayeron de una casa cercana.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Dosflores.

Bethan miró hacia atrás y gritó.

La estrella estaba saliendo. Mientras el sol del Disco buscaba refugio cobardemente bajo el horizonte, la gran esfera de la estrella trepaba lentamente por el cielo hasta que la totalidad de su volumen estuvo a varios grados por encima del borde del mundo.

Empujaron a Rincewind hacia la seguridad que ofrecía un portal. La multitud apenas se dio cuenta, todos siguieron huyendo aterrados como lemmings.

—La estrella tiene puntitos —dijo Dosflores.

—No —replicó Rincewind—. Son… cosas. Cosas que giran en torno a la estrella, igual que el sol gira en torno al Disco. Pero están muy cerca, porque… porque… —Se interrumpió—. ¡Casi lo sé!

—¿El qué?

—¡Tengo que librarme de este Hechizo!

—¿Por dónde se va a la universidad? —preguntó Bethan.

—¡Por aquí! —respondió Rincewind señalando esa misma calle.

—Debe de ser un sitio muy popular; todo el mundo va hacia allí.

—¿Por qué será? —se preguntó Dosflores.

—No sé, pero tengo la sensación de que no van a matricularse en las clases nocturnas —replicó Rincewind.

De hecho, la Universidad Invisible estaba sufriendo un asedio…, al menos, las partes de la Universidad Invisible que afloraban en las dimensiones cotidianas estaban sufriendo un asedio. Las multitudes agolpadas junto a sus puertas exigían una de dos cosas: a) que los magos dejaran de hacer el tonto y se libraran de la estrella o b) (ésta era la opción favorita de los discípulos de la estrella) que dejaran de hacer magia al momento y se suicidaran ordenadamente para librar al Disco de toda hechicería y así evitar la terrible amenaza que venía de los cielos.

Por su parte, los magos, al otro lado de los muros, no tenían la menor idea de cómo conseguir a) ni la menor intención de hacer b), con lo cual la mayoría optaron por c), que consistía en escabullirse por las puertas secretas y alejarse de puntillas tanto y tan deprisa como fuera posible.

Toda la magia de confianza que quedaba en la universidad se estaba dedicando íntegramente a mantener cerradas las grandes verjas. Los magos empezaban a descubrir que, aunque está muy bien tener unas puertas impresionantes cerradas gracias a la magia, los constructores deberían haber incluido algún dispositivo de seguridad, por ejemplo unos vulgares candados de durísimo hierro nada impresionante.

Fuera, en la plaza, la gente había encendido unas cuantas hogueras más que nada para dar efecto, ya que el calor de la estrella era abrasador.

—Pero aún se ven las estrellas —señaló Dosflores—. Las otras estrellas, quiero decir. Las pequeñas. En un cielo negro.

Rincewind no le hizo caso. Estaba mirando las puertas. Un grupo de discípulos de la estrella y ciudadanos intentaban derribarlas.

—Es inútil —dijo Bethan—, no conseguiremos entrar. ¿Adónde vas?

—A dar un paseo —respondió Rincewind.

Se dirigía con decisión hacia una callejuela lateral.

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