La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—¡La caja de imágenes! —repitió Dosflores—. ¡Tengo que tomar una de esto!

—¿No te basta con recordarlo? —sugirió Bethan sin mirarle.

—¿Y si se me olvida?

—A mi no se me olvidará jamás —replicó la chica—. Nunca había visto nada tan hermoso.

—Mucho mejor que las palomas y los conejos —asintió Cohen—. Te felicito, Rincewind. ¿Cómo lo has hecho?

—Ni idea.

—La estrella se está haciendo más pequeña —observó Bethan.

Rincewind fue vagamente consciente de la voz de Dosflores discutiendo con el demonio que vivía en la caja y dibujaba las imágenes. Era una disputa de carácter técnico sobre profundidades de campo y si el demonio tenía o no suficiente pintura roja.

En este momento es conveniente señalar que Gran A’Tuin sentía una gran satisfacción, y un sentimiento así en un cerebro del tamaño de varias ciudades grandes tiene que irradiarse de alguna manera. De hecho, la mayoría de los habitantes del Disco se encontraban en un estado de ánimo que generalmente sólo se consigue tras toda una vida dedicada a la meditación o treinta segundos de hierbas ilegales.

Así es el bueno de Dosflores, pensó Rincewind. No es que no aprecie la belleza, sencillamente la aprecia a su manera. O sea, si un poeta ve un narciso, lo observa y escribe un largo poema, pero Dosflores se pondrá a buscar un libro de botánica. Y lo pisará sin querer. Es como dijo Cohen: mira las cosas, pero cuando él las ha mirado no vuelven a ser las mismas. Supongo que eso me incluye a mí.

El sol del Disco salió sobre el horizonte. La estrella era cada vez más pequeña y no representaba una gran competencia. La fidedigna luz del Disco se derramó por el paisaje como un mar de oro.

O, como dirían observadores más atentos, como jarabe dorado.

* * *

Éste sería un bonito final teatral, pero la vida no es así, y tenían que suceder otras cosas.

Estaba el asunto del Octavo, por ejemplo.

Cuando la luz del sol rozó el libro, se cerró de golpe y reanudó su caída hacia la torre. Y muchos de los espectadores comprendieron que lo que caía era el objeto mágico más poderoso del Mundodisco.

La sensación de bienestar y hermandad se evaporó junto con el rocío de la mañana. Rincewind y Dosflores recibieron muchos codazos cuando la multitud empezó a moverse, luchando y tratando de subirse unos encima de otros con los brazos estirados.

El Octavo cayó en el centro de la masa aullante. Se oyó un chasquido. Un chasquido decidido, la clase de chasquido que hace una tapa que no tiene intención de abrirse a corto plazo.

Rincewind miró a Dosflores entre algunas piernas.

—¿Sabes lo que creo que sucederá? —preguntó sonriente.

—¿El qué?

—Creo que, cuando abras el Equipaje, sólo encontrarás tu ropa limpia, nada más.

—Oh, cielos.

—El Octavo es muy capaz de cuidarse solo. No podría haber encontrado un lugar mejor.

—Supongo que no. ¿Sabes? A veces tengo la sensación de que el Equipaje sabe muy bien lo que hace.

—Te entiendo.

Se arrastraron como pudieron para salir de la multitud, se levantaron, se sacudieron el polvo y corrieron hacia los escalones. Nadie les prestó atención.

—¿Qué hacen ahora? —dijo Dosflores tratando de ver por encima de las cabezas.

—Creo que intentan abrirlo con una palanca —explicó Rincewind.

Se oyó un chasquido seguido de un grito.

—Creo que el Equipaje disfruta estando rodeado de gente —suspiró Dosflores mientras empezaban a descender cautelosamente.

—Sí, probablemente le vendrá bien salir y conocer a más personas —asintió el mago—. Y lo que a mí me vendrá bien es pedir un par de copas.

—Buena idea. Creo que yo también tomaré un par de copas.

* * *

Era casi mediodía cuando Dosflores despertó. No recordaba por qué estaba en un henil, ni por qué llevaba una chaqueta que no le pertenecía, pero despertó con una idea grabada a fuego en la mente.

Decidió que era vitalmente importante contárselo a Rincewind.

Cayó del heno y aterrizó sobre el Equipaje.

—¡Oh, estás aquí! —le reprochó—. Deberías avergonzarte.

El Equipaje parecía asombrado.

—Bueno, quiero peinarme. Ábrete.

Obediente, el Equipaje levantó la tapa. Dosflores buscó entre las bolsas y cajas hasta encontrar un peine y un espejo con los que reparar en parte los estragos de la noche. Luego miró fijamente al baúl.

—Supongo que no me dirás qué has hecho con el Octavo.

El Equipaje puso cara de madera.

—De acuerdo. Vamos.

Dosflores salió a la luz del sol, que en aquel momento brillaba demasiado para su gusto, y vagó sin rumbo por la calle. Todo parecía fresco y nuevo, hasta los olores, pero poca gente se había levantado. La noche anterior había sido larga.

Encontró a Rincewind al pie de la Torre del Arte, supervisando a un equipo de trabajadores que habían colocado una especie de poleas en la cima y estaban bajando a los magos de piedra. Al parecer; su ayudante era un mono, pero Dosflores no estaba de humor para sorprenderse por nada.

—¿Hay manera de devolverlos a la normalidad? —preguntó.

Rincewind miró alrededor.

—¿Qué? Oh, eres tú. No, probablemente no. Además, me temo que el pobre Wert se les ha caído. Ciento cincuenta metros contra un suelo de roca.

—¿Y no puedes hacer nada?

—Un bonito mosaico.

Rincewind se volvió para hacer una seña a los trabajadores.

—Estás muy contento —le dijo Dosflores, no sin cierto tono de reproche—. ¿No te has acostado?

—Es curioso, pero no podía dormir. Salí a tomar el aire y nadie parecía saber qué hacer, así que reuní a la gente —señaló al bibliotecario, que trataba de cogerle la mano—, y empecé a organizar las cosas. Bonito día, ¿verdad? Un aire embriagador.

—Rincewind, he decidido…

—¿Sabes? Quizá vuelva a matricularme —siguió Rincewind alegremente—. Creo que esta vez podré sacarlo adelante. Ahora sí que puedo llegar a un acuerdo con la magia y graduarme con honores. Dicen que si obtienes el summa cum laude, la vida es estupenda…

—Bien, porque…

—Y ahora hay sitio de sobra en la cima, todos los jefazos estarán adornando los pasillos, y…

—Me voy a casa.

—…un tipo avispado que haya visto mundo puede…, ¿qué?

—¿Oook?

—He dicho que me voy a casa —repitió Dosflores, intentando educadamente librarse del bibliotecario, quien trataba de despiojarle.

—¿A qué casa? —preguntó Rincewind, asombrado.

—A casa casa. A mi casa. A donde vivo —explicó Dosflores sin alzar la vista—. Al otro lado del mar. Ya sabes. Al sitio de donde vengo. ¿Quieres dejar de hacer eso?

—Oh.

—¿Oook?

Hubo una pausa. Fue Dosflores quien la rompió.

—Verás, lo pensé anoche. Me dije, bueno, esto de viajar y ver cosas está muy bien, pero lo divertido es haber estado. Ya sabes, pegar las fotos en un álbum y recordar cosas.

—¿Sí?

—¿Oook?

—Sí. Lo importante de tener muchas cosas que recordar es ir a algún sitio a recordarlas, ¿comprendes? Tienes que detenerte. No has estado en ninguna parte hasta que no vuelves a casa. Eso es lo que intento decir.

Rincewind repasó mentalmente la frase. La segunda vez no le pareció más inteligible.

—Oh —asintió—. Bueno, bien. Si es lo que quieres… ¿Cuándo te vas?

—Hoy. Seguramente habrá algún barco que me llevará parte del camino.

—Ya. Claro —divagó Rincewind.

Se contempló los pies. Contempló el cielo. Carraspeó.

—Hemos pasado unos ratos estupendos juntos, ¿eh? —dijo Dosflores, dándole un codazo en las costillas.

—Sí —asintió Rincewind, contorsionando el rostro en algo parecido a una sonrisa.

—No estarás enfadado, ¿verdad?

—¿Quién, yo? Cielos, no. Tengo mil cosas que hacer.

—Entonces, todo arreglado. Oye, vamos a desayunar antes de bajar al muelle.

Rincewind asintió desmayadamente, se volvió hacia su ayudante y se sacó un plátano del bolsillo.

—Ahora estás al mando —murmuró.

—Oook.

* * *

De hecho, no había ningún barco que pasara cerca del Imperio Ágata, pero eso no era más que un problema teórico, porque Dosflores se limitó a poner piezas de oro en la mano del primer capitán propietario de un barco medianamente limpio hasta que éste comprendió las ventajas de cambiar de planes.

Rincewind aguardó en el muelle hasta que Dosflores terminó de pagar al hombre una cantidad equivalente a cuarenta veces el valor del barco.

—Entonces, todo listo —dijo Dosflores—. Me dejará en las Islas Marrones, desde allí me resultará fácil encontrar otro barco.

—Estupendo —asintió Rincewind.

Dosflores pareció pensar un momento. Luego, abrió el Equipaje y sacó una bolsa de oro.

—¿Has visto a Cohen y a Bethan?

—Creo que se han marchado para casarse —respondió Rincewind—. Oí decir a Bethan que era ahora o nunca.

—Bueno, cuando les veas dales esto —dijo Dosflores entregándole la bolsa—. Poner la primera casa siempre es caro.

Dosflores nunca había comprendido los matices del cambio. Con la bolsa, Cohen podría poner un reino pequeño.

—Se lo daré en cuanto les vea —dijo.

Para su propia sorpresa, advirtió que pensaba hacerlo.

—Bien. Se me ha ocurrido una cosa para ti.

—Oh, no tienes que…

Dosflores rebuscó en el Equipaje y sacó una enorme bolsa. Empezó a llenarla con ropa, dinero y también metió dentro la caja de imágenes, hasta que por fin el Equipaje quedó completamente vacío. Lo último que introdujo en la bolsa fue el recuerdo, la caja musical para guardar cigarrillos, cuidadosamente envuelta en papel de seda.

—Es todo tuyo —dijo cerrando la tapa—. En realidad, ya no lo necesitaré, y no me cabe en el armario.

—¿Cómo?

—¿No lo quieres?

—Bueno, yo…, claro que sí, pero… es tuyo. Te sigue a ti, no a mí.

—Equipaje —dijo Dosflores—, éste es Rincewind. Eres suyo, ¿vale?

El Equipaje estiró lentamente sus patitas, se volvió con parsimonia y miró a Rincewind.

—En realidad, creo que sólo se pertenece a sí mismo —dijo Dosflores.

—Sí —asintió Rincewind inseguro.

—Bueno, entonces eso es todo —dijo el turista.

Extendió la mano.

—Adiós, Rincewind. Cuando llegue a casa te enviaré una postal. O algo así.

—Bueno. Y ya sabes, si pasas por aquí, siempre habrá alguien que sepa dónde estoy.

—Sí. Bueno. Entonces, ya está.

—Sí, eso parece.

—Claro.

—Sí.

Dosflores subió por la pasarela de desembarco y la tripulación, impaciente, la retiró tras él.

Empezó a sonar el tambor de los remeros, y el barco partió lentamente, deslizándose sobre las turbias aguas del Ankh, que habían recuperado su antiguo nivel. La marea lo llevó hacia mar abierto.

Rincewind se quedó mirándolo hasta que no fue más que un punto. Luego bajó la vista hacia el Equipaje, que le devolvió la mirada.

—Escucha —dijo—, lárgate. Te regalo a ti mismo, ¿entiendes?

Le dio la espalda y echó a andar. Segundos más tarde, oyó las ligeras pisadas tras él. Se volvió.

—¡He dicho que no te quiero! —le gritó, dándole una patada. El Equipaje se sentó. Rincewind se alejó.

Tras caminar unos metros, se detuvo y escuchó. No oyó nada. Al volverse, vio al Equipaje donde lo había dejado. Parecía dolido. Rincewind pensó un momento.

—De acuerdo —suspiró al final—, vamos.

Le dio la espalda y se dirigió hacia la universidad. Tras unos minutos, el Equipaje pareció decidirse, volvió a extender sus patitas y trotó tras él. No parecía tener otra opción.

Caminaron a lo largo del muelle de vuelta a la ciudad, dos puntitos en un paisaje cada vez más lejano que, al ampliarse la perspectiva, abarcó también al barco que navegaba por un mar verdoso. Un mar que no era más que parte del brillante océano circular en un Disco oculto por las nubes que viajaba a lomos de cuatro elefantes gigantes situados sobre una enorme tortuga.

Tortuga que pronto se convirtió en un destello entre las estrellas, antes de desaparecer.

Notas

[1] No vamos a describirlas, porque las más bonitas parecían una mezcla de pulpo y bicicleta. Es de todos bien sabido que las cosas de universos indeseables siempre están tratando de colarse en éste, que es el equivalente psíquico a céntrico y bien comunicado.

[2] Un thaum es la unidad básica de fuerza mágica. Se acepta universalmente que es la cantidad de magia necesaria para crear una paloma blanca pequeña o tres bolas de billar de tamaño normal.

[3] Una metáfora muy interesante. Para los trolls nocturnos, por supuesto, el amanecer de los tiempos queda muy lejos en el futuro.

[4] No exactamente, por supuesto. Los árboles no ardieron, la gente no devino repentinamente muy rica y muy muerta, los mares no se evaporaron. De hecho, habría sido mejor decir «no como oro fundido»

[5] Nadie sabe por qué, pero la mayoría de los objetos más misteriosos se compran en tiendas que aparecen y, tras una vida comercial más breve que la de una empresa de venta por correo, se desvanecen como el humo. Varias autoridades han intentado explicar esto, pero nadie ha conseguido aclarar todos los hechos demostrados. Esta clase de tiendas aparecen en cualquier lugar del universo, y su inmediata desaparición se detecta por las multitudes de personas que van por las calles con las manos llenas de objetos mágicos defectuosos, tarjetas de garantía escritas con caracteres exóticos… y mirando con gesto de sospecha las paredes de ladrillos.

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