La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

En un pueblecito perdido en lo más profundo del bosque, un viejo shamán arrojó unas cuantas ramitas más a la hoguera y, entre el humo, escudriñó el rostro de su avergonzado aprendiz.

—¿Una caja con patas? —preguntó.

—Sí, maestro. Bajó del cielo y me miro —respondió el aprendiz.

—Entonces, ¿esa caja tenía ojos?

—N…

El aprendiz se detuvo, confuso. El anciano frunció el ceño.

—Muchos han visto a Topaxci, el Dios de la Seta Roja, y son llamados shamanes —dijo—. Algunos han visto a Skelde, espíritu del humo, y son llamados hechiceros. Unos pocos han tenido el privilegio de ver a Umcherrel, el alma del bosque, y son llamados maestros espirituales. Pero nadie ha visto una caja con cientos de patas que le mirase sin ojos, y el que la vea será llamado idio…

La interrupción fue causada por un repentino aullido y una ventisca de nieve y chispas que aventó la hoguera en la choza oscura. Hubo una breve visión borrosa antes de que la pared opuesta volara por los aires y la aparición se desvaneciese.

Se oyó un largo silencio. Luego, otro un poco más corto. Al final, el viejo shamán preguntó cautelosamente:

—No habrás visto a dos hombres montados cabeza abajo en una escoba, chillando y gritándose el uno al otro, ¿verdad?

El chico le miró llanamente.

—Por supuesto que no —dijo.

El viejo dejó escapar un suspiro de alivio.

—Menos mal —asintió—. Yo tampoco.

* * *

La casita era un caos, porque los magos no sólo querían seguir a la escoba, sino también impedir que los otros lo hicieran, cosa que provocó varios incidentes lamentables. El más espectacular, y desde luego el más trágico, tuvo lugar cuando un Vidente trató de usar sus botas de siete leguas sin la adecuada secuencia de hechizos y preparativos. Las botas de siete leguas, como ya se ha mencionado, son una forma de magia harto problemática, y el mago recordó demasiado tarde que hay que tomar toda clase de precauciones cuando se usa un medio de transporte cuya efectividad consiste en poner un pie a treinta kilómetros del otro.

Caían las primeras nevadas del invierno, y de hecho había una capa de nubes sospechosamente pesada sobre la mayor parte del Disco. Aun así, desde muy arriba y a la luz plateada de la pequeña luna del Mundodisco, era uno de los espectáculos más bellos del multiverso.

Grandes jirones de nubes con una longitud de cientos de kilómetros se extendían entre la catarata del Borde hasta las montañas del Eje. En el frío silencio cristalino, la enorme espiral blanca brillaba gélida bajo las estrellas, girando imperceptiblemente como si Dios estuviera dando vueltas a su café y luego le hubiera añadido leche.

Nada turbaba la deslumbrante escena, que…

Algo pequeño y distante desgarró el manto de nubes, dejando jirones de vapor. En la calma estratosférica, los sonidos de la disputa se expandían con nitidez.

—¡Dijiste que sabías pilotar estos cacharros!

—¡No es cierto, sólo dije que tú no sabías!

—¡Pero si yo nunca había visto una!

—¡Qué coincidencia!

—De todas maneras, tú dijiste…, ¡mira el cielo!

—¡Yo no dije eso!

—¿Qué les ha pasado a las estrellas?

Y así fue como Rincewind y Dosflores se convirtieron en las dos primeras personas del Disco en saber lo que reservaba el futuro.

A dos mil kilómetros por detrás de ellos, el Eje montañoso de Cori Celesti apuñalaba el cielo y proyectaba una sombra brillante como una navaja por entre las nubes, de manera que los Dioses también hubieran debido darse cuenta…, pero los Dioses no tienen la costumbre de mirar hacia el cielo, y además estaban enzarzados en un litigio contra los Gigantes del Hielo, que ponían la radio muy alta.

En dirección borde, hacia donde se movía Gran A’Tuin, las estrellas habían desaparecido del firmamento.

En aquel círculo de negrura sólo quedaba una estrella, una estrella roja y ominosa, una estrella como el brillo en las órbitas oculares de un visón rabioso. Era pequeña, era horrible, era inexorable. Y el Disco viajaba directamente hacia ella.

Rincewind sabía muy bien qué hacer en aquellas circunstancias. Lanzó un chillido y apuntó la escoba hacia abajo.

* * *

Galder Ceravieja se irguió en el centro del octograma y alzó las manos.

—¡Urshalo, dileptor, c’hula, haced mi voluntad!

Una tenue niebla se formó sobre su cabeza. Miró de soslayo a Trymon, que le observaba hosco desde fuera del círculo mágico.

—El trozo que viene ahora es muy impresionante —dijo—. Mira. Kot-b’hail! ¡Kot-sham! ¡A mí, oh espíritus de las rocas pequeñas aisladas y los ratones preocupados de no más de siete centímetros de largo!

—¿Cómo? —se asombró Trymon.

—Esto ha requerido mucha investigación —asintió Galder—. Sobre todo lo de los ratones. Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí…

Alzó los brazos de nuevo. Trymon le observó lamiéndose los labios distraídamente. El viejo idiota se estaba concentrando en serio, volcaba toda su mente en el hechizo, apenas le prestaba atención.

Las palabras mágicas retumbaban por la habitación, rebotando contra las paredes y perdiéndose de vista entre las estanterías y los frascos. Trymon titubeó.

Galder cerró los ojos un momento, su rostro era una máscara de éxtasis mientras pronunciaba la última palabra.

Trymon se tensó, sus dedos se cerraron de nuevo en torno al puño del cuchillo. Y Galder abrió un ojo, asintió y le lanzó un rayo de energía que elevó por los aires al joven y lo arrojó contra la pared.

Galder le guiñó un ojo y volvió a alzar los brazos.

—¡A mí, oh espíritus de…!

Se oyó un trueno, hubo una implosión de luz y un momento de inseguridad física absoluta durante el cual hasta las paredes parecieron volverse del revés. Trymon oyó una brusca inhalación y, luego, un golpe seco, rotundo.

La habitación quedó en silencio repentinamente.

Tras unos minutos, Trymon salió arrastrándose de debajo de la silla y se sacudió el polvo. Silbó unas cuantas notas inconexas y se volvió hacia la puerta con exagerada cautela, mirando el techo como si lo viera por primera vez. Se movía de una manera que sugería que trataba de batir el récord mundial de velocidad en paso imperturbable.

El Equipaje flexionó las patitas en el centro del círculo, y abrió la tapa.

Trymon se detuvo. Se dio la vuelta con mucho, mucho cuidado, temeroso de lo que podía ver.

El Equipaje parecía contener algo de ropa limpia que olía ligeramente a lavanda. Por algún motivo, era una de las cosas más aterradoras que el mago había visto en su vida.

—Bueno, eh… —dijo—. Tú, mmm…, no habrás visto a otro mago por aquí, ¿verdad?

El Equipaje consiguió parecer aún más amenazador.

—Oh —asintió Trymon—. Bueno, no importa.

Se cogió distraídamente el borde de la túnica y se interesó unos momentos por el bordado. Cuando alzó la vista, la horrible caja seguía allí.

—Adiós —dijo.

Y echó a correr. Se las arregló para salir por la puerta justo a tiempo.

* * *

— ¿Rincewind?

Rincewind abrió los ojos. No es que eso le sirviera de mucho. Sólo significaba que en vez de ver sólo negrura, sólo veía blancura…, cosa que, sorprendentemente, era peor.

—¿Te encuentras bien?

—No.

—Ah.

Rincewind se sentó. Al parecer, se encontraba sobre una roca salpicada de nieve, pero aquella roca no tenía el aspecto global de una roca. Por ejemplo, teóricamente, no debería moverse.

La nieve le azotaba. Dosflores estaba a pocos metros, con un gesto de sincera preocupación en el rostro.

Rincewind gimió. Sus huesos estaban muy enfadados por el tratamiento que habían recibido últimamente, y se habían puesto en fila para presentar reclamaciones.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—¿Te acuerdas de cuando íbamos volando, y a mí me preocupaba que chocáramos contra algo en la tormenta, y tú dijiste que a aquella altura lo único con lo que podíamos chocar era con una nube llena de rocas?

—¿Y bien?

—¿Cómo lo supiste?

Rincewind miró alrededor, pero por la variedad e interés de la escena que le rodeaba bien podía encontrarse en el interior de una pelota de ping-pong.

La roca sobre la que estaba era… bueno, rocosa. Pasó las manos por la superficie y palpó muescas de cincel. Cuando arrimó una oreja a la fría piedra húmeda, le pareció oír un martilleo lento, lejano, como el latido de un corazón. Se arrastró cautelosamente hacia el borde y echó un vistazo.

En aquel momento la roca debía de pasar por un claro entre las nubes, porque captó un nebuloso pero horriblemente distante atisbo de escarpadas cumbres montañosas. Estaban muy, muy abajo.

Gimió una retahíla de incoherencias y retrocedió centímetro a centímetro.

—Esto es ridículo —dijo a Dosflores—. Las rocas no vuelan. Tienen fama de no volar.

—A lo mejor volarían si pudieran. A lo mejor ésta aprendió.

—Pues esperemos que no se le olvide —suspiró Rincewind.

Se arrebujó en su empapada túnica y miró con rostro sombrío la nube que le rodeaba. Suponía que en alguna parte debía de haber gente con un cierto control sobre sus vidas: se levantaban por la mañana y se acostaban por la noche con una razonable seguridad de que no caerían por el borde del mundo, ni serían atacados por lunáticos, ni despertarían encima de una roca con ideas extrañas sobre su ubicación. Recordó vagamente haber llevado una vida así en el pasado.

Rincewind olfateó. Aquella roca olía a fritura. El olor parecía llegar de delante y hablaba directamente a su estómago.

—¿No hueles algo? —preguntó.

—Me parece que es tocino —respondió Dosflores.

—Espero que sea tocino —asintió Rincewind—, porque me lo voy a comer.

Se levantó sobre la vacilante piedra y trotó hacia las nubes, escudriñando entre la húmeda oscuridad.

En la parte delantera de la roca, un menudo druida estaba sentado con las piernas cruzadas ante una pequeña hoguera. Se cubría la cabeza con un trozo de tela impermeable anudado bajo la barbilla. Daba vueltas al tocino de una sartén con una hoz llena de adornos.

—Mmm —dijo Rincewind.

El druida alzó la vista y dejó caer la sartén en el fuego. Se puso en pie de un salto y esgrimió la hoz con gesto agresivo, o al menos tan agresivo como puede parecer el gesto de alguien que viste un camisón blanco empapado y un pañuelo chorreante en la cabeza.

—Os lo advierto, soy duro con los ladrones —les amenazó, tosiendo violentamente.

—Te ayudaremos —dijo Rincewind, mirando con ansiedad el tocino que se quemaba.

Aquello pareció sorprender al druida, que era bastante joven, cosa que sorprendió un poco a Rincewind. Suponía que debía de haber druidas jóvenes, al menos en teoría, pero nunca se los había imaginado.

—¿No queréis robarme la roca? —preguntó el druida, bajando la hoz una fracción de milímetro.

—Disculpa —le interrumpió Dosflores con educación—. Creo que tu desayuno está ardiendo.

El druida bajó la vista y se enfrentó con las llamas sin mucho resultado. Rincewind se apresuró a ayudarle, hubo una buena cantidad de humo, cenizas y confusión, y el triunfo compartido al conseguir rescatar unos cuantos trozos de tocino achicharrado fue más efectivo que todo un manual de diplomacia.

—¿Cómo habéis llegado aquí? —quiso saber el druida—. Estamos a ciento cincuenta metros de altura, a menos que me haya vuelto a liar con las runas.

Rincewind trató de no pensar en la altura.

—Pues… más o menos… caímos aquí.

—Cuando íbamos de camino hacia el suelo —añadió Dosflores.

—Sólo que tu roca nos recogió en el aire —siguió el mago. Su espalda protestó—. Gracias.

—Ya me parecía a mí que había atravesado alguna turbulencia hace un rato —dijo el druida, cuyo nombre resultó ser Belafon—. Debisteis de ser vosotros. —Se estremeció—. Parece que está a punto de amanecer —dijo—. Al cuerno con las reglas, os llevo arriba. Agarraos.

—¿A qué? —preguntó Rincewind.

—Bueno, mostrad una falta de predisposición a caer —indicó Belafon.

Se sacó de entre los pliegues de la túnica un largo péndulo de hierro y lo hizo girar sobre el fuego con una serie de movimientos desconcertantes.

Las nubes pasaron como látigos en torno a ellos, tuvieron una horrible sensación de pesadez, y de pronto la roca llegó a la luz del día.

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