La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Luego estaba todo el asunto del cuero, que le daba dentera pero parecía parte inseparable de la tradición. Y la cerveza. Eso de pasarse toda la noche acodado en la barra no estaba mal para gente como Hrun el Bárbaro o Cimbar el Asesino, pero Herrena se negaba a entrar en uno de esos lugares a menos que sirvieran bebidas adecuadas en vasos pequeños, preferentemente con una aceituna dentro. Y en cuanto a los retretes…

Pero ella era demasiado genial para ser ladrona, demasiado importante para ser asesina, demasiado inteligente para ser esposa, y desde luego demasiado orgullosa para ejercer la única profesión restante disponible para una mujer.

Así que se hizo espadachina, y lo había hecho muy bien, llegando a amasar una pequeña fortuna, que administraba cuidadosamente para un futuro que todavía no tenía muy pensado, pero que desde luego incluía un bidet.

Se oyó el ruido lejano de la madera al astillarse. Los trolls nunca habían comprendido la utilidad de esquivar los árboles.

Herrena volvió a alzar la vista hacia la colina. Dos franjas de terreno elevado discurrían a derecha e izquierda, y arriba había un gran saliente con…, entrecerró los ojos…, ¿algunas cavernas?

Cavernas de trolls. Pero quizá eran mejor opción que seguir vagando toda la noche. Y cuando amaneciera, ya no habría problemas.

Se inclinó hacia Gancia, jefe del grupo de mercenarios de Morpork. Herrena no estaba precisamente encantada con su presencia. Cierto que tenía los músculos de un toro y la vitalidad de un toro, pero también parecía tener los sesos de un toro. Y la crueldad de un hurón. Como la mayoría de los muchachos criados en los arrabales de Morpork, habría vendido gustosamente a su abuelita por un tubo de pegamento, y probablemente lo había hecho.

—Nos dirigiremos hacia esas cuevas y encenderemos una gran hoguera en la entrada —dijo—. A los trolls no les gusta el fuego.

Gancia le lanzó una mirada que sugería que él tenía sus propias ideas sobre quién debería dar las órdenes.

—Tú mandas —dijeron en cambio sus labios.

—Exacto.

Herrena volvió la vista hacia los tres cautivos. Aquélla era la caja, desde luego…, la descripción de Trymon había sido muy precisa. Pero ninguno de los hombres tenía aspecto de mago. Ni siquiera de mago fracasado.

* * *

—Oh, cielos —dijo Kuarzo.

Los trolls se detuvieron. La noche era cerrada como un manto de terciopelo. Un búho ululaba de manera escalofriante…, al menos, Rincewind supuso que era un búho. Estaba un poco flojo en ornitología. Quizá un ruiseñor ululaba, a menos que fuera un tordo. Un murciélago aleteó sobre su cabeza. De eso sí estaba bastante seguro.

También estaba muy cansado y lleno de magulladuras.

—¿Por qué oh cielos? —preguntó.

Escudriñó en la oscuridad. En las colinas había un punto lejano que quizá fuera una hoguera.

—Oh —asintió—. No os gusta el fuego, ¿verdad?

Kuarzo le dio la razón.

—Destruye la superconductividad de nuestros cerebros —dijo—, pero una hoguera tan pequeña como ésa no tendrá mucho efecto sobre el Abuelo.

Rincewind miró a su alrededor cautelosamente, tratando de captar el sonido de un troll enloquecido. Ya había visto lo que los trolls normales podían hacer con un bosque. No es que fueran destructivos por naturaleza, simplemente trataban a la materia orgánica como a una niebla molesta.

—Entonces, esperemos que no se entere —dijo en tono fervoroso.

Kuarzo suspiró.

—Es bastante improbable que no se entere —dijo—. La han encendido en su boca.

* * *

—¡Yo zoy el culpable de todo ezto! —gimió Cohen, luchando inútilmente contra sus ataduras.

Dosflores le miró con ojos nublados. La honda de Gancia le había hecho crecer un bonito bulto en la nuca, y había algunas cosas de las que no estaba demasiado seguro, empezando por su propio nombre y de ahí para arriba.

—Debí ezcuchad con máz atención —dijo Cohen—. Debí haced cazo y no dejadme diztdaed pod tu chadla zobde eza comozellame pada mazticad. Me eztoy haciendo viejo.

Consiguió incorporarse sobre los codos. Herrena y el resto de la banda estaban de pie alrededor del fuego, en la entrada de la cueva. En un rincón, bajo su red, el Equipaje seguía quieto, silencioso.

—Esta cueva tiene algo raro —dijo Bethan.

—¿Qué? —preguntó Cohen.

—Bueno… mírala. ¿Habías visto alguna vez rocas como ésas?

Cohen tuvo que aceptar que el semicírculo de piedras distribuidas en la entrada de la cueva eran bastante inusuales. Cada una de ellas era más alta que un hombre, estaban muy desgastadas y sorprendentemente brillantes. En el techo había otro semicírculo que parecía una reproducción exacta del primero. El efecto general era el de una computadora de piedra construida por un druida que tuviera una vaga idea de la geometría y ni el menor sentido de la gravedad.

—Y no te pierdas las paredes.

Cohen se las arregló para mirar de soslayo hacia el muro más cercano. Estaba cubierto de venillas de cristal rojizo. No podía estar seguro, pero era casi como si unos pequeños puntos de luz relampaguearan sin cesar en lo más profundo de la roca.

Además, la cueva estaba llena de corrientes. Una brisa constante soplaba procedente de sus negras profundidades.

—Estoy segura de que, cuando entramos, la brisa soplaba en dirección contraria —susurró Bethan—. ¿Qué opinas tú, Dosflores?

—Bueno, no soy experto en cavernas —respondió el turista—. Pero estaba pensando que esa estalacloquesea que cuelga del techo es muy interesante. Un poco bulbosa, ¿no?

Todos la miraron.

—No sabría decir por qué —siguió Dosflores—, pero tengo la sensación de que lo mejor sería salir de aquí.

—Oh, zí —asintió Cohen, sarcástico—. Zupongo que debedíamoz pedid a ezta gente que noz dezate y noz deje madchadnoz, ¿eh?

Cohen no conocía demasiado a Dosflores, si no, no se habría sorprendido cuando el hombrecillo asintió animadamente y dijo con la voz alta, lenta, clara, que empleaba como alternativa al conocimiento de otros idiomas:

—¡Perdonad! ¿Os importaría soltarnos y dejarnos marchar? Esto es un poco húmedo y hay demasiado viento. Lo siento.

Bethan miró a Cohen de soslayo.

—¿Eso es lo que se tiene que decir en estos casos?

—Pada mi también ez una novedad, te lo azegudo.

El resultado fue que tres personas se separaron del grupo situado en torno a la hoguera y se dirigieron hacia ellos. No tenían cara de ir a desatar a nadie. De hecho, los dos hombres tenían esa cara que normalmente se atribuye a los que, cuando ven a alguien atado, empiezan a juguetear con cuchillos, hacen sugerencias groseras y se ríen mucho.

La autopresentación de Herrena consistió en desenvainar su espada y apuntarla contra el corazón de Dosflores.

—¿Cuál de vosotros es Rincewind el mago? —preguntó—. Había cuatro caballos. ¿Está aquí?

—Mmm… la verdad, no sé dónde anda —respondió—. Se fue a buscar cebollas.

—Vosotros sois sus amigos. Vendrá a buscaros —concluyó Herrena.

Miró a Cohen y a Bethan, y luego examinó detenidamente al Equipaje.

Trymon había hecho hincapié en que no tocaran el Equipaje. Es posible que la curiosidad matara al gato, pero la curiosidad de Herrena hubiera podido masacrar a una manada de leones.

Apartó la red y tiró de la tapa del Equipaje.

Dosflores parpadeó.

—Cerrada —dijo al final la chica—. ¿Dónde está la llave, gordo?

—No…, no tiene llave —respondió Dosflores.

—Hay una cerradura —señaló ella.

—Bueno, si…, pero si quiere permanecer cerrado, permanece cerrado —replicó el turista, incómodo.

Herrena era perfectamente consciente de la sonrisa de Gancia. Lanzó un bufido.

—Quiero ver qué hay dentro —dijo—. Encárgate de abrirlo, Gancia.

Volvió junto a la hoguera.

—Quiere ver qué hay dentro —repitió el hombre. Se volvió hacia su acompañante y sonrió— Quiere ver qué hay dentro, Weems.

Gancia movió el cuchillo muy despacio ante el rostro de Dosflores.

—Mira —explicó éste con paciencia—, me parece que no lo entendéis. Si el Equipaje está de humor cerrado, nadie puede abrirlo.

—Ah, sí, se me olvidaba —asintió Gancia, pensativo—. Claro, es una caja mágica, ¿verdad? Con patitas, según dicen. Oye, Weems, ¿ves patitas por ese lado? ¿No?

Acercó el cuchillo a la garganta de Dosflores.

—Eso me molesta mucho —dijo—. Y a Weems también. Weems no habla demasiado, lo que le gusta es hacer pedacitos a la gente. ¡Así que abre la caja!

Se dio la vuelta y lanzó una patada contra el lateral del Equipaje, dejando una fea grieta en la madera.

Se oyó un ligero clic.

Gancia sonrió. La tapa se levantó muy despacio, reflexivamente. El fuego distante arrancó destellos del oro…, montones de oro en monedas, cadenas y lingotes, pesados y deslumbrantes entre las sombras.

—Vaya, vaya —murmuró Gancia.

Volvió la vista hacia los hombres situados alrededor de la hoguera, quienes, ignorantes del hallazgo, parecían estar gritando a alguien en el exterior de la cueva. Luego miró especulativamente a Weems. Movió los labios sin emitir sonido alguno, con el esfuerzo desacostumbrado de la aritmética mental.

Bajó los ojos hacia su cuchillo. Entonces, el suelo se movió.

* * *

— Estoy seguro de que he oído a alguien —dijo uno de los hombres—. Ahí abajo, entre las… eh… rocas.

La voz de Rincewind les llegó desde la oscuridad.

—¡Desde luego! —grito.

—¿Y bien? —preguntó Herrena.

—¡Corréis un gran peligro! ¡Tenéis que apagar el fuego enseguida!

—No, no —negó la chica—. No lo has entendido bien. El que corre un gran peligro eres tú. Y no apagaremos el fuego ni en broma.

—Hay un troll muy grande, muy viejo…

—Todo el mundo sabe que los trolls se mantienen alejados del fuego —señaló Herrena.

Hizo una señal. Un par de hombres desenvainaron las espadas y se dirigieron hacia la oscuridad.

—¡Absolutamente cierto! —gritó Rincewind desesperadamente—. ¡Pero este troll en particular no puede mantenerse alejado del fuego!

—¿Cómo que no puede? —titubeó Herrena.

El terror en la voz de Rincewind empezaba a hacerle mella.

—¡Es que se lo habéis encendido en la lengua!

Entonces el suelo se movió.

El Abuelo despertó muy lentamente de su cabezadita centenaria. Casi no consiguió despertar del todo…, de hecho, si todo aquello hubiera tenido lugar unas décadas más tarde, no habría pasado nada.

Cuando un troll se hace viejo y empieza a meditar seriamente sobre el universo, suele encontrar un lugar tranquilo para dedicarse a filosofar. Tras un tiempo, comienza a olvidarse de sus extremidades. Se cristaliza por los bordes hasta que no queda nada más que una tenue chispa de vida dentro de una colina bastante grande, una colina con estratos rocosos inusuales.

El Abuelo no había llegado tan lejos. Despertó en medio de una prometedora línea de pensamiento acerca del significado de la verdad, y notó un calor extraño en lo que, tras mucho esfuerzo, recordó que era su boca.

Empezó a enfadarse. Las órdenes pasearon tranquilamente por senderos neuronales de silicio impuro. En lo más profundo de su cuerpo rocoso, las piedras se deslizaron con suavidad a lo largo de grietas especiales. Los árboles cayeron, la tierra se partió a medida que dedos del tamaño de barcos se desplegaban y se agarraban al terreno. Dos terribles deslizamientos de rocas tuvieron lugar en la cima de su precipicio cuando abrió unos ojos como enormes ópalos.

Rincewind no alcanzó a ver nada de todo eso, por supuesto, ya que sus ojos no le resultaban útiles más que con la luz del día. Pero lo que sí vio fue cómo todo el paisaje ensombrecido se sacudía lentamente y luego, por imposible que parezca, empezaba a alzarse contra las estrellas.

* * *

Salió el sol.

Pero la luz del sol no. Lo que sucedió fue que los famosos rayos solares del Mundodisco, que como ya se ha indicado viajan muy despacio a través del potente campo mágico, se deslizaron suavemente por las tierras de la Periferia y dieron comienzo a su silenciosa batalla contra los ejércitos en retirada de la noche. Se derramaron como oro fundido[4] por las laderas…, brillantes, limpios y, sobre todo, lentos.

Herrena no titubeó. Con mucha sangre fría, corrió hasta el límite del labio del Abuelo, saltó y utilizó el impulso para alejarse rodando. Sus hombres la siguieron, lanzando juramentos a medida que caían entre las piedras.

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