La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

El viejo troll se irguió como alguien muy gordo que tratara de hacer flexiones.

Esto no se vio muy bien desde donde estaban tendidos los prisioneros. Sólo se enteraron de que el suelo se enroscaba bajo ellos, de que había mucho ruido y de que la mayor parte de éste era de naturaleza desagradable.

Weems agarró a Gancia por el brazo.

—Es un terremoto —dijo—. ¡Salgamos de aquí!

—No sin ese oro —replicó Gancia.

—¿Qué?

—El oro, el oro, hombre. ¡Podemos ser más ricos que Creosota!

Es posible que Weems tuviera un CI a nivel de temperatura ambiente, pero sabía reconocer la imbecilidad cuando la veía. Los ojos de Gancia brillaban más que el oro, y parecía tener la vista fija en su oreja izquierda.

Miró al Equipaje con desesperación. Aún tenía la tapa invitadoramente abierta…, cosa extraña, cualquiera hubiera dicho que con tantas sacudidas se le habría cerrado.

—No podemos transportarlo —protestó—. Pesa demasiado.

—¡Pero sí podemos llevarnos parte! —gritó Gancia.

Saltó hacia el baúl en el momento en que el suelo temblaba de nuevo.

La tapa se cerró de golpe. Gancia desapareció.

Y, por si acaso Weems pensaba que había sido algo accidental, la tapa del Equipaje se volvió a abrir de golpe, sólo por un segundo, y una larga lengua color rojo caoba lamió unos amplios dientes blancos como el sicómoro. Luego se cerró de nuevo.

Para aterrorizar todavía más a Weems, centenares de patitas brotaron de la parte inferior de la caja. Esta se irguió muy despacio y, moviendo los pies con deliberación, se dio media vuelta para enfrentarse con él. Había una mirada muy malévola en su cerradura, la clase de mirada que está diciendo a gritos «Vamos, atácame, me encantará».

Weems retrocedió y miró a Dosflores con gesto suplicante.

—Creo que lo mejor será que nos desates —sugirió el turista—. Cuando te conoce, es muy dócil.

Humedeciéndose los labios de nerviosismo, Weems desenvainó el cuchillo. El Equipaje lanzó un crujido de advertencia.

Cortó las ligaduras y retrocedió de nuevo a toda velocidad.

—Gracias —dijo Dosflores.

—Ya me ha vuelto a dad lo de la ezpalda —se quejó Cohen.

Bethan le ayudó a incorporarse.

—¿Qué hacemos con éste? —preguntó la chica.

—Quitadle el cuchillo y decidle que ze ladgue —indicó Cohen—. ¿De acueddo?

—¡Si, señor! ¡Gracias, señor! —se apresuró a responder Weems antes de salir corriendo hacia la entrada de la cueva.

Por un momento, su silueta quedó perfilada contra el cielo grisáceo del preamanecer; y luego desapareció. Se oyó un «arrrrgh» distante.

* * *

La luz solar rugió silenciosamente a través de la tierra como una ola. Aquí y allá, donde el campo mágico era algo más débil, lenguas de aurora se adelantaban al día, dejando islotes aislados de noche que se contraían y desaparecían a medida que el deslumbrante océano ganaba terreno.

Las tierras altas que rodeaban las Llanuras del Vórtice se erguían ante la marea como un gran barco gris.

* * *

Es posible apuñalar a un troll, pero la técnica necesaria requiere mucha práctica, y nadie consigue practicar más de una vez. Los hombres de Herrena vieron a los trolls salir de la oscuridad como fantasmas muy sólidos. Las hojas de los cuchillos se hicieron pedazos al chocar contra las pieles silíceas, hubo un par de gritos más bien breves, y luego sólo se oyeron aullidos que se perdían en el bosque a medida que los hombres ponían tanta distancia como era posible entre ellos y la tierra vengativa.

Rincewind salió arrastrándose de detrás de un árbol y miró a su alrededor. Estaba solo, pero los arbustos que tenía a su espalda crujían mientras los trolls corrían en pos de la banda.

Alzó la vista.

Muy por encima de él, dos enormes ojos cristalinos se clavaban llenos de odio en cualquier cosa blanda, aplastable y, sobre todo, caliente. Rincewind retrocedió espantado cuando una mano grande como una casa se cerró para formar un puño y cayó hacia él.

El día llegó con una silenciosa explosión de luz. Por un momento, la inmensa mole aterradora del Abuelo fue una catarata de sombras contra el torrente de luz solar. Hubo un breve crujido chirriante.

Luego, el silencio.

Pasaron varios minutos. No sucedió nada.

Unos cuantos pájaros seguían cantando. Un abejorro zumbó sobre el otero que era el puño del Abuelo y aterrizó en un matorral de tomillo que había crecido bajo una uña pétrea.

Se oyó un ruido abajo. Rincewind se deslizó como pudo por la estrecha ranura que quedaba entre el puño y el suelo, como una serpiente abandonando la camisa vieja.

Se tumbó de espaldas y contempló el fragmento de cielo que se divisaba más allá de la forma inmóvil del troll. Éste no había cambiado en ningún aspecto, simplemente ahora estaba quieto, pero los ojos de Rincewind empezaban a jugarle malas pasadas. La noche anterior; al contemplar las grietas en la piedra, las vio convertirse en bocas y ojos; ahora observaba en la cara del acantilado cómo los rasgos se convertían por arte de magia en simples protuberancias rocosas.

—¡Uauh! —exclamó.

No le sirvió de mucho. Se levantó, se sacudió el polvo y miró a su alrededor. Si se exceptuaba al abejorro, estaba completamente solo.

Tras rondar un rato por allí encontró una roca que, según desde dónde la mirases, se parecía a Berilia.

Él estaba solo, extraviado, lejos de su casa. Era… Se oyó un chasquido más arriba, y varios fragmentos de roca se estrellaron contra el suelo. En el rostro del Abuelo apareció un agujero. Rincewind vio por un momento el costado del Equipaje, que recuperaba el equilibrio, y después la cabeza de Dosflores surgió de la entrada de la cueva.

—¿Eh? ¿Hay alguien ahí?

—¡Eh! —gritó el mago—. ¡Me alegro de verte!

—Pues yo… no sé si me alegro. Depende, ¿quién eres? —replicó Dosflores.

—¿Cómo que quién soy?

—¡Cielos, qué paisaje tan maravilloso se divisa desde aquí!

* * *

Tardaron media hora en bajar. Por suerte, el Abuelo era bastante rugoso y tenía muchos asideros, pero su nariz habría representado un obstáculo insalvable de no ser por el gran roble que crecía en una fosa nasal.

El Equipaje no se molestó en bajar con cuidado, y se limitó a saltar hasta el suelo, rebotando sin sufrir ningún daño aparente.

Cohen se sentó a la sombra para tratar de recuperar el aliento, y de paso esperando a que la cordura también lo recuperara. Miró al Equipaje con gesto pensativo.

—Los caballos han huido —señaló Dosflores.

—Ya loz encontdademoz —replicó Cohen.

Sus ojos siguieron perforando al Equipaje, que empezaba a ponerse metafóricamente colorado.

—Y se han llevado toda nuestra comida —insistió Rincewind.

—Hay mucha comida en loz bozquez.

—Llevo unas galletas nutritivas en el Equipaje —se animó Dosflores—. Digestivos del Viajero. Llévalos siempre a mano.

—Ya los he probado —señaló Rincewind—. Sentimos una antipatía mutua.

Cohen se levantó con los ojos entornados.

—Dizculpadme —dijo—. Hay algo que debo zabed.

Se dirigió hacia el Equipaje y levantó la tapa. La caja retrocedió apresuradamente, pero Cohen estiró un pie huesudo y puso la zancadilla a la mitad de sus patas. Cuando el cofre se volvió para morderle, el guerrero apretó los dientes e hizo fuerza, volcando al Equipaje de manera que quedara sobre su tapa curva, agitándose como una tortuga enloquecida.

—¡Oye, que es mi Equipaje! —se indignó Dosflores—. ¿Por qué atacas a mi Equipaje?

—Creo que lo sé —replicó Bethan en voz baja—. Porque le tiene miedo.

Dosflores, boquiabierto, se volvió hacia Rincewind.

Éste se encogió de hombros.

—A mí que me registren —dijo—. Personalmente, prefiero huir de las cosas que me dan miedo.

Con un chasquido de la tapa, el Equipaje se dio media vuelta y bajó corriendo, arañando a Cohen en una espinilla con su esquina de latón. Pero el bárbaro se las arregló para desviarlo lo suficiente como para lanzarlo a toda velocidad contra una roca.

—No está mal —se admiró Rincewind.

El Equipaje retrocedió tambaleándose, se detuvo un instante y luego se volvió hacia Cohen, abriendo y cerrando la tapa con gesto amenazador. Cohen dio un salto y aterrizó sobre ella, metiendo manos y pies en la ranura.

Aquella actitud dejó muy asombrado al Equipaje. Más todavía se asombró cuando Cohen tomó aliento e hizo fuerza, con sus músculos destacando en los brazos huesudos como calcetines llenos de cocos.

Permanecieron enzarzados durante algún tiempo, tendones contra bisagras. De vez en cuando, uno y otro crujían.

Bethan dio un codazo a Dosflores en las costillas.

—Haz algo —suplicó.

—Mmm —asintió Dosflores—. Sí. Esto ya es demasiado. Suéltale, por favor.

El Equipaje lanzó un lastimero crujido, sintiéndose traicionado por el sonido de la voz de su amo. Abrió la tapa con tal fuerza que Cohen cayó hacia atrás, aunque consiguió ponerse en pie y lanzarse hacia la caja.

El contenido del Equipaje salió disparado.

Cohen se inclinó hacia su interior.

El Equipaje crujió un poco, pero obviamente había sopesado las posibilidades de que le enviaran al Gran Guardarropa Celestial. Cuando Rincewind se atrevió a echar un vistazo entre sus dedos, Cohen estaba examinando el interior y maldiciendo en voz baja.

—¿Zólo hay dopa? —se indignó—. ¿Nada máz? ¿Zólo dopa?

Temblaba de ira.

—También hay algunas galletas —señaló Dosflores en voz baja.

—¡Zi también había odo! ¡Y vi cómo ze comía a alguien!

Cohen miró a Rincewind con gesto implorante.

El mago suspiró.

—A mí no me mires. Ese trasto no es mío.

—Lo compré en una tienda —se defendió Dosflores—. Dije que quería un baúl para viajar.

—Y lo conseguiste, desde luego —asintió Rincewind.

—Es muy leal —insistió Dosflores.

—Oh, sí —ironizó Rincewind—. Aunque lo que la mayoría de la gente pide de una maleta no es lealtad.

—Un momento —pidió Cohen, que se había apoyado en una roca—. ¿Eda una de ezaz tiendaz…? Quiedo decid, apuezto a que nunca la habíaz vizto, y cuando volvizte ya no eztaba allí…

Dosflores se animó un poco.

—¡Exacto!

—¿Y el dependiente eda un hombdecillo viejo, flaco? ¿La tienda eztaba llena de cozaz extdañaz?

—¡Y tanto! Nunca volví a encontrarla, pensé que me había equivocado de calle. Donde creía que estaba la tienda no había más que un muro de ladrillos, recuerdo que me pareció muy…

Cohen se encogió de hombros.

—Una de ezaz tiendaz[5] —dijo—. Ezo lo explica todo. —Se tanteó la espalda e hizo una mueca—. ¡El maldito caballo ze madchó con mi linimento!

Rincewind recordó algo, y hurgó en las profundidades de su túnica, ahora desgarrada y bastante sucia. Sacó una botella verde.

—¡Eze ez! —exclamó Cohen—. Edez una madavilla.

Miró a Dosflores de soslayo.

—Lo habdía deddotado aunque no le hubiezez oddenado detidadze —dijo con tranquilidad—. Al final, lo habdía deddotado.

—Desde luego —añadió Bethan.

—Vozotdoz doz, haced algo útil —siguió Cohen—. Eze Equipaje dompió un diente de tdoll pada llegad hazta nozotdoz. Eze diente eda de diamante. A ved zi encontdáiz los pedazoz. Ze me ha ocuddido una idea.

Mientras Bethan se arremangaba y destapaba la botella, Rincewind se llevó aparte a Dosflores.

—Se ha vuelto majara —dijo cuando estuvieron escondidos entre los arbustos.

—¡Estás hablando de Cohen el Bárbaro! —replico Dosflores, sinceramente conmocionado—. ¡Es el mejor guerrero de todos los…!

—Era —le interrumpió Rincewind—. Todo aquello de los sacerdotes guerreros y los zombies devoradores de hombres fue hace muchos años. Ahora, todo lo que le quedan son recuerdos y tantas cicatrices que se podría jugar al tres en raya sobre su piel.

—Sí, es bastante más viejo de lo que imaginaba —asintió Dosflores.

Se inclinó para recoger un fragmento de diamante.

—Así que deberíamos abandonarlos, buscar a nuestros caballos y marcharnos —terminó Rincewind.

—Es una mala pasada, ¿no?

—Les irá perfectamente —replicó el mago con rapidez—. La cuestión es: ¿te sientes cómodo en compañía de alguien que ataca al Equipaje con las manos desnudas?

—No te falta razón.

—Además, lo más probable es que estén mejor sin nosotros.

—¿Estás seguro?

—Completamente —zanjó Rincewind.

* * *

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