La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

Había que detener aquello.

—Necesito un voluntario —dijo con voz firme.

Se hizo un repentino silencio. El único sonido que se oía venía de detrás de la puerta. Era el desagradable ruidillo del metal al romperse bajo la presión.

—Muy bien, de acuerdo —siguió—. En ese caso, necesitaré unas tenacillas de plata, un litro de sangre de gato, un látigo pequeño y una silla…

Se dice que lo contrario del ruido es el silencio. Mentira. El silencio no es más que la ausencia de ruido. El silencio habría sido un barullo terrible comparado con la repentina implosión de sinruidez que golpeó a los magos con la potencia de un diente de león al explosionar.

Una gruesa columna de luz chisporroteante brotó del libro, golpeó el techo lanzando una lluvia de llamas y desapareció.

Galder alzó la vista hacia el agujero, haciendo caso omiso de las zonas humeantes en su barba. Lo señaló con gesto dramático.

—¡A las bodegas superiores! —exclamó lanzándose hacia la escalera de piedra.

Sacudiendo las zapatillas y haciendo ondular los camisones, el resto de los magos le siguieron, tropezando unos con otros en su precipitación por ser los últimos.

De cualquier manera, todos llegaron a tiempo para ver la bola ígnea de potencial mágico desapareciendo en el techo de la habitación superior.

—Urgh —dijo el mago más joven señalando hacia el suelo.

La habitación había sido parte de la biblioteca hasta que la magia pasó por ella, reorganizando violentamente las partículas de probabilidad en todo lo que encontró en su camino. Así que parecía razonable suponer que las pequeñas salamandras púrpura habían sido parte del suelo, y que las chirimoyas bien podrían haber sido libros. Y varios de los magos juraron más adelante que el pequeño orangután naranja sentado tristemente en medio de todo aquello se parecía mucho al bibliotecario jefe.

Galder miró hacia arriba.

—¡A la cocina! —aulló corriendo entre las chirimoyas hacia el siguiente tramo de escalera.

Nadie supo jamás en qué se había convertido la gran cocina de hierro forjado, porque derribó una pared y huyó antes de que el desgreñado grupo de magos de ojos enloquecidos irrumpiera en la habitación El chef de hortalizas fue hallado mucho más tarde escondido en el caldero de la sopa, balbuceando incoherencias como «¡Los nudillos! ¡Los horribles nudillos!», que en nada ayudaban a aclarar las cosas.

Los últimos jirones de magia, ahora un poco más calmada, desaparecían por el techo.

—¡A la Sala Principal!

Allí la escalera era mucho más ancha y estaba mejor iluminada. Jadeando y apestando a chirimoya, los magos más ágiles llegaron a la cima cuando la bola de fuego estaba en el centro de la enorme cámara que era la sala principal de la universidad. Pendía inmóvil, a excepción de alguna que otra prominencia que arqueaba y resquebrajaba su superficie.

Todo el mundo sabe que los magos fuman. Probablemente eso explique el coro de toses agonizantes y jadeos roncos que brotó tras Galder cuando éste se detuvo para calibrar la situación y para preguntarse si se atrevería a buscar un escondite. Agarró a un estudiante aterrado.

—¡Llamad a los adivinos, a los videntes, a los intuidores, a los introspectores! —ladró—. ¡Que estudien esto!

Algo cobraba forma dentro de la bola ígnea. Galder se protegió los ojos y escudriñó la silueta que aparecía ante él. Imposible confundirla: era el universo.

Estaba seguro porque él mismo tenía una maqueta en su estudio, y todo el mundo aseguraba que era mucho más impresionante que el auténtico. Enfrentado con las posibilidades que ofrecen las perlas y la filigrana de plata, el Creador no había tenido nada que hacer.

Pero el pequeño universo dentro de la bola ígnea era increíblemente…, bueno, realista. Lo único que le faltaba era el color. Todo era de un blanco translúcido y nebuloso.

Allí estaba Gran A’Tuin, y los cuatro elefantes, y el mismísimo Disco. Desde aquel ángulo Galder no distinguía muy bien la superficie, pero sabía con gélida certeza que también sería de una precisión absoluta. En cambio, sí distinguió una réplica en miniatura de Cori Celesti, en cuya cumbre vivían los dioses del mundo, camorristas y un tanto aburguesados, en un palacio de mármol, alabastro y suites enmoquetadas de tres piezas, que habían elegido llamar Dunmanifestin. Para cualquier ciudadano del Disco con pretensiones de cultura, era una fuente de considerable inquietud verse gobernado por dioses cuya idea de una experiencia artística trascendente era un timbre de la puerta con música.

El pequeño universo embrionario empezó a moverse lentamente, girando…

Galder quiso gritar, pero no le salió la voz.

Suavemente, pero con la fuerza imparable de una explosión, la forma se expandió.

Lo miró horrorizado, y luego atónito, mientras le atravesaba con la insubstancialidad de un pensamiento. Extendió una mano y vio cómo los claros fantasmas de las rocas le corrían entre los dedos en ajetreado silencio.

Gran A’Tuin ya se había hundido pacíficamente bajo el nivel del suelo, más grande que una casa.

Los magos situados tras Galder estaban sumergidos hasta la cintura en los mares. Un bote más pequeño que un dedal captó por un momento la atención de Galder antes de que la corriente lo arrastrara a través de los muros de la habitación.

—¡Al tejado! —consiguió gritar señalando hacia arriba con un dedo tembloroso.

Aquellos magos a los que les quedaban suficientes neuronas como para pensar y suficiente aliento como para correr le siguieron precipitadamente, atravesando continentes que cruzaban sin problemas la piedra sólida.

* * *

Era una noche tranquila, teñida por la promesa del amanecer. Una luna creciente acababa de ponerse. Ankh-Morpork, la ciudad más grande en las tierras que rodeaban el Mar Circular, dormía.

Bueno, esta afirmación no es del todo cierta.

Por una parte, los habitantes de la ciudad que solían dedicarse, por ejemplo, a vender verdura, herrar caballos, tallar diminutos y exquisitos adornos de jade, cambiar moneda y fabricar mesas, en general, dormían. A menos que tuvieran insomnio. O se hubieran levantado para ir al retrete, que todo puede ser. Por otra, la mayoría de los ciudadanos menos respetuosos de la ley estaban con los ojos bien abiertos y se dedicaban, entre otras cosas, a entrar por ventanas que no les pertenecían, cortando gargantas, robándose unos a otros, escuchando música alta en sótanos llenos de humo y pasándoselo muy bien en general. Pero la mayoría de los animales estaban dormidos, a excepción de las ratas. Y de los murciélagos, claro. Por lo que respectaba a los insectos…

El caso es que la descripción escrita rara vez es completamente precisa, y durante el reinado de Olaf Quimby II como patricio de Ankh se aprobaron algunas leyes en un intento decidido de poner fin a ese tipo de cosas y hacer que los informes fueran un poco más verídicos. Así, si una leyenda hablaba de un célebre héroe y decía que «todos los hombres admiraban sus proezas», cualquier bardo que apreciase su vida añadiría rápidamente «excepto un par de personas en su pueblo natal que le consideraban un mentiroso, y un montón de gente más que en su vida había oído hablar de él». Los símiles poéticos quedaban estrictamente limitados a afirmaciones como «su poderoso corcel era veloz como el viento en un día bastante tranquilo, pongamos Fuerza Tres», y cualquier comentario a la ligera sobre una amada con un rostro capaz de hacer botar mil barcos debía ir respaldado por pruebas de que el objeto del deseo tenía sin lugar a dudas cara de botella de champán.

Al final, Quimby fue asesinado por un poeta descontento durante un experimento realizado en los terrenos del palacio para demostrar la discutida precisión del proverbio «La pluma es más poderosa que la espada», y en honor a él se acordó añadir, «solo si la espada es muy pequeña y la pluma muy afilada».

De acuerdo. Así que aproximadamente el sesenta y siete por ciento de la ciudad, quizá el sesenta y ocho, dormía. No es que los ciudadanos que reptaban por la ciudad en sus ocupaciones generalmente ilegales advirtieran la extraña marea clara que recorría las calles. Sólo los magos, acostumbrados a ver lo invisible, la observaban extenderse por los campos lejanos.

El Disco, al ser plano, no tenía un auténtico horizonte. Si algún marinero osado tenía ideas raras después de contemplar durante demasiado rato huevos y naranjas, y se dirigía hacia las antípodas, descubría pronto por qué los barcos lejanos parecen desaparecer por el borde del mundo: porque desaparecen por el borde del mundo.

Pero hasta la visión de Galder tenía sus límites en el aire polvoriento y lleno de jirones de niebla. Alzó los ojos. Sobre la universidad se vislumbraba la forma amenazadora de la Torre del Arte, que se decía era el edificio más antiguo del Disco, con su famosa escalera de caracol de ocho mil ochocientos ochenta y ocho peldaños. Desde su cima almenada, guarida de cuervos y gárgolas con un aspecto desconcertantemente alerta, un mago podía ver el mismísimo borde del Disco. Después de pasarse diez minutos tosiendo como loco, claro.

—Al infierno —murmuró—. ¿De qué sirve ser un mago? ¡Avyento, tésalo! ¡Volaré! ¡A mí, espíritus del aire y la oscuridad!

Abrió una mano rugosa y señaló una zona de parapeto ruinoso. Una llamarada octarina brotó de debajo de su uña sucia de nicotina y bajó en picado hacia las piedras del suelo, muy abajo.

Cayó. Gracias a un bien calculado intercambio de velocidades, Galder se elevó con el camisón aleteando alrededor de sus piernecillas desnudas. Ascendió cada vez más, cortando la luz clara como un, como un…, de acuerdo, como un mago viejo pero poderoso propulsado hacia arriba por una buena alteración en el equilibrio de fuerzas del universo.

Aterrizó en un lecho de nidos viejos, recuperó el equilibrio y miró hacia abajo para contemplar el vertiginoso espectáculo del amanecer en el Disco.

En aquella época del largo año, el Mar Circular quedaba casi en el lado de poniente de Cori Celesti y, mientras la luz del día se deslizaba por las tierras en torno a Ankh-Morpork, la sombra de la montaña segaba el paisaje como el gnomon del reloj solar de Dios. Pero, donde todavía era de noche, compitiendo con la luz en la carrera hacia el borde del mundo, surgía una línea de niebla blanca.

Oyó un crujido de ramitas secas tras él. Se volvió para ver a Ymper Trymon, segundo al mando en la Orden, que había sido el único mago capaz de seguirle.

Galder no le hizo caso durante un momento, preocupándose sólo por agarrarse con firmeza a las piedras y fortalecer sus hechizos de protección personal. Los ascensos tardaban en llegar en una profesión que conllevaba tradicionalmente una larga vida, y se aceptaba que los magos más jóvenes trataran de ascender en el escalafón por los pellejos de los mayores, tras haberlos vaciado de sus anteriores propietarios. Además, había algo inquietante en el joven Trymon. No fumaba, sólo bebía agua hervida y Galder tenía la desagradable sospecha de que era inteligente. No sonreía suficientemente a menudo, y además le gustaban las cifras y esos diagramas de organización en los que hay muchos cuadraditos con flechas que señalan hacia otros cuadraditos. En resumen, era el tipo de hombre que podía utilizar la palabra «burocratización» y decirla en serio.

La totalidad del Disco visible desde allí estaba ya cubierta por una deslumbrante piel blanca que le sentaba de maravilla.

Galder bajó la vista para contemplar sus propias manos, y las vio enfundadas en una clara red de hebras brillantes que se adaptaban a cada movimiento.

Reconoció aquel tipo de hechizo. Él mismo lo había usado, aunque en proporciones menores…, mucho menores.

—Es un hechizo de Cambio —dijo Trymon—. Todo el Disco está siendo cambiado.

Cualquier otra persona habría tenido la decencia de encerrar esa frase entre signos de exclamación, pensó Galder sombrío.

Se oyó un ligerísimo sonido puro, agudo, como si se rompiera el corazón de un ratón.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Trymon inclinó la cabeza hacia un lado.

—Me parece que do agudo —respondió.

Galder no dijo nada. El brillo blanco había desaparecido, y los primeros sonidos de la ciudad al despertar llegaban ya hasta los dos magos. Todo parecía igual que siempre. ¿Tanto escándalo para que las cosas siguieran igual?

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