La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

La multitud contemplaba una rudimentaria plataforma construida en el centro de la ancha calle. Un gran estandarte cubría la parte delantera.

—Siempre he oído decir que Io el Ciego puede ver lo que sucede en todas partes —señaló Bethan en voz baja—. ¿Por qué no…?

—¡Silencio! —ordenó un hombre tras ellos—. ¡Dahoney va a hablar!

Una figura había subido a la plataforma, un hombre alto y delgado con el pelo como una flor de diente de león. La multitud no le aclamó, se limitó a lanzar un suspiro colectivo. El hombre empezó a hablar.

Rincewind escuchó cada vez más horrorizado. ¿Dónde estaban los dioses?, preguntaba el hombre. Se han ido. Quizá nunca han existido. A ver; ¿alguien los ha visto alguna vez? Y ahora que se acerca la estrella…

Siguió hablando largo rato, una voz clara y tranquila que usaba palabras como «purgar», «limpiar» y «purificar», y se clavaba en el cerebro como una espada al rojo. ¿Dónde estaban los magos? ¿Dónde estaba la magia? ¿Había funcionado alguna vez, o todo había sido un sueño?

Rincewind empezaba a tener auténtico miedo de que los dioses se enterasen de aquello y se enfadaran tanto como para barrer a todo el que rondara por allí.

Pero, por alguna extraña razón, hasta la ira de los dioses habría sido mejor que el sonido de aquella voz. La estrella se acerca, parecía decir; y su temible fuego sólo puede ser evitado por…, por… Rincewind no estaba seguro, pero imaginó espadas, estandartes y guerreros con ojos inexpresivos. Aquella voz no creía en los dioses, cosa que a Rincewind le daba igual, pero es que tampoco creía en la gente.

Una figura encapuchada a la izquierda de Rincewind le dio un codazo. Se volvió… y se encontró mirando un cráneo sonriente bajo una capucha negra.

Los magos, al igual que los gatos, pueden ver a la Muerte.

Comparada con el sonido de aquella voz, la Muerte parecía casi agradable. Estaba apoyada contra una pared, con la guadaña a un lado. Hizo un gesto de saludo a Rincewind.

—¿Has venido a reírte un rato? —susurro.

—He venido a ver el futuro —replicó ella.

—¿Esto es el futuro?

—Un futuro —asintió la Muerte.

—Me parece horrible.

—Estoy de acuerdo.

—¡Vaya, pues cualquiera habría jurado que estaba en tu línea!

—Esto no. Comprendo la muerte del guerrero, del anciano o del niño, acabo con el dolor y el sufrimiento. No comprendo esta muerte-de-la-mente.

—¿Con quién hablas? —quiso saber Dosflores.

Varios miembros de la congregación se habían dado la vuelta y miraban a Rincewind con gesto de sospecha.

—Con nadie —replicó el mago—. ¿Qué tal si nos vamos? Me duele la cabeza.

Ahora un grupo de gente en el exterior de la multitud empezaba a murmurar y a señalarlos. Rincewind agarró a los otros dos y doblaron la esquina a toda velocidad.

—Montad, nos vamos —dijo—. Me da la impresión de que…

Una mano aterrizo sobre su hombro. Se dio media vuelta. Un par de grises ojos nublados, situados en una cabeza redonda y pelada que viajaba sobre un cuerpo musculoso, estaban clavados en su oreja izquierda. El tipo llevaba una estrella pintada en la frente.

—Pareces un mago —dijo en un tono de voz que sugería que aquello era mala cosa, probablemente fatal.

—¿Quién, yo? No, soy… soy contable. Sí. Contable. Exacto —replicó Rincewind.

Lanzó una breve carcajada.

El hombre hizo una pausa, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, como si escuchara una voz en el interior de su cabeza. Otras muchas personas adornadas con la estrella acudieron junto a él. La oreja izquierda de Rincewind recibía una atención desmedida.

—Creo que eres un mago —dijo al final el hombre.

—Mira —explicó Rincewind—, si fuera un mago podría hacer magia, ¿no? Os convertiría en algo, y no lo he hecho, así que no soy un mago.

—Hemos matado a todos nuestros magos —intervino otro hombre—. Algunos se nos escaparon, pero matamos a un buen puñado. Movían las manos y no pasaba nada.

Rincewind le miró fijamente.

—Y pensamos que tú también eres un mago —dijo el hombre que sujetaba a Rincewind con una garra cada vez más firme—. Tienes una caja con patas y pareces un mago.

Rincewind se dio cuenta de que, de alguna manera, los tres y el Equipaje se habían separado de los caballos, y estaban ahora en un círculo cada vez más cerrado de gente solemne, pálida.

Bethan se había puesto blanca. Hasta Dosflores, cuya capacidad para reconocer el peligro era equiparable a la capacidad de Rincewind para volar; parecía preocupado.

Rincewind tomó aliento.

Alzó las manos en la pose clásica que había aprendido años atrás.

—¡Atrás u os lleno de magia! —rugió.

—La magia ha desaparecido —dijo el primer hombre—. La estrella se la ha llevado. Todos los falsos magos se dedicaron a decir sus palabrejas. Cuando no sucedió nada, se miraron las manos horrorizados, y la verdad es que muy pocos tuvieron la sensatez de huir.

—¡Lo digo en serio! —amenazó Rincewind.

Me va a matar; pensó. Se acabó. Ni siquiera puedo seguir faroleando. Inútil para la magia, inútil para farolear; soy un…

El Hechizo se estremeció en su mente. El mago lo sintió recorrer su cerebro como un torrente de agua helada, y afianzó los pies. Un cosquilleo frío le bajó por el brazo.

Su brazo se alzó por voluntad propia, y sintió cómo su propia boca se abría y gritaba mientras su propia lengua se movía y una voz que no era la suya, una voz vieja y seca, pronunciaba sílabas que se condensaban en el aire como nubecillas de vapor. El fuego octarino brotó de debajo de sus uñas. Se enroscó en torno al horrorizado hombre hasta que éste se perdió en una nube fría, chisporroteante, que se elevó sobre la calle, quedó suspendida en el aire durante un largo momento y luego explotó en mil fragmentos de nada.

Ni siquiera quedó un jirón de humo grasiento.

Rincewind se miró la mano, espantado.

Dosflores y Bethan le agarraron cada uno por un brazo y tiraron de él entre la conmocionada multitud hasta llegar a la zona despejada de la calle. Hubo un doloroso momento en que cada uno de ellos eligió huir por un callejón diferente, pero siguieron corriendo sin que Rincewind rozase apenas el suelo con los pies.

—Magia —murmuró emocionado, ebrio de poder—. He hecho magia…

—Cierto, cierto —le calmó Dosflores.

—¿Queréis que lance un hechizo? —insistió Rincewind.

Señaló a un perro que pasaba por allí y dijo «¡ehhh!» El perro le dirigió una mirada dolida.

—De acuerdo, haz que tus pies corran más deprisa —sugirió Bethan de mal humor.

—¡Cómo no! —balbuceó Rincewind—. ¡Pies! ¡Corred más deprisa! ¡Ey, mirad, lo están haciendo!

—Tienen más sentido común que tú —dijo la chica—. ¿Para dónde vamos ahora?

Dosflores escudriñó el laberinto de callejuelas que los rodeaban. Se oía un griterío a cierta distancia.

Rincewind se liberó de las manos que le agarraban y trotó inseguro hacia el callejón más cercano.

—¡Puedo hacerlo! —chilló enloquecido—. Vais a verlo, vais a verlo…

—Está conmocionado —susurró Dosflores.

—¿Por qué?

—Es la primera vez que lanza un hechizo.

—¡Pero si es un mago!

—La cosa no es tan sencilla —respondió el turista corriendo tras Rincewind—. Además, no estoy seguro de que haya sido él. Desde luego, no era su voz. Ven conmigo, viejo amigo.

Rincewind le miró con ojos desencajados, sin verle.

—Te convertiré en un capullo de rosa —dijo.

—Sí, sí, uy qué miedo. Pero ven —insistió Dosflores tranquilizador; tirándole cariñosamente del brazo.

Se oyó el ruido de pasos a la carrera procedente de varios callejones, y de pronto una docena de discípulos de la estrella corrieron hacia ellos.

Bethan agarró la mano inerte de Rincewind y la alzó con gesto amenazador.

—¡No deis un paso más! —gritó.

—¡Eso! —apoyó Dosflores—. ¡Tenemos un mago y no nos da miedo usarlo!

—¡Lo digo en serio! —gritó Bethan haciendo girar a Rincewind con el brazo alzado, como si fuera un cabestrante.

—¡Es verdad! ¡Estamos armados…! ¿Cómo? —dijo Dosflores.

—Que dónde está el Equipaje —siseó Bethan desde detrás de Rincewind.

Dosflores miró alrededor. El Equipaje no aparecía por ningún lado.

Aun así, Rincewind surtía el efecto deseado sobre los discípulos de la estrella. Cuando movía la mano vagamente, se comportaban como si fuera una guadaña rotatoria y trataban de esconderse unos detrás de otros.

—Bueno, ¿dónde está?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —se defendió Dosflores.

—¡Es tu Equipaje!

—Hay muchas ocasiones en las que no sé dónde está mi Equipaje. En eso consiste ser un turista —explicó—. Además, a veces se va por ahí solo. Probablemente sea mejor no preguntar por qué.

La multitud empezó a comprender que no estaba pasando nada, que Rincewind no se hallaba en condiciones de lanzar ni insultos, no digamos ya fuego mágico. Avanzaron sin dejar de mirarle las manos con cautela.

Dosflores y Bethan retrocedieron. Dosflores miró a su alrededor.

—Bethan.

—¿Qué? —preguntó ésta sin apartar los ojos de las figuras que avanzaban.

—Esto es un callejón sin salida.

—¿Estás seguro?

—Te parecerá mentira, pero reconozco un muro de ladrillos cuando lo veo —le reprochó Dosflores.

—Entonces, se acabó —suspiró la chica.

—¿No crees que si intento explicarles…?

—No.

—Oh.

—Me parece que este tipo de gente no atiende a razones —añadió Bethan.

Dosflores los miró. Como ya se ha dicho antes, por lo general no se daba por aludido en cuanto a peligros personales se refería. Contra toda experiencia humana, Dosflores creía que si la gente hablara, se tomara unas copas e intercambiara fotos de sus nietos, quizá tomadas durante la fiesta de fin de curso, entonces todo se podría solucionar. También creía que las personas eran básicamente buenas aunque a veces tuvieran días malos. Lo que se acercaba por la calle en aquel momento estaba teniendo sobre él el mismo efecto que un gorila en una cristalería.

Se oyó un levísimo sonido tras él, en realidad ni siquiera fue un sonido, sino más bien un cambio en la textura del aire.

Y ante él, todos los rostros lucieron de repente ojos abiertos de par en par; antes de que sus propietarios escaparan precipitadamente callejón abajo.

—¿Eh? —se asombró Bethan, quien todavía sujetaba al ahora inconsciente Rincewind.

Dosflores miraba en otra dirección, hacia un gran escaparate lleno de cacharros extraños, una puerta ornamentada y un gran cartel por encima de ambas cosas. Un cartel que decía ahora, cuando sus caracteres se hubieron terminado de colocar:

Habiller; Wang, Yrxle!yt, Paloviejo,

Cwmlad y Patel

Varias sucursales

PROVEEDORES

El joyero hizo girar el oro lentamente sobre el pequeño yunque, clavando en su sitio el último de los diamantes tan extrañamente tallados.

—¿Dices que son del diente de un troll? —murmuró entrecerrando los ojos para examinar mejor su trabajo.

—Exacto —asintió Cohen—. Como te he dicho, te puedez quedad con todoz loz fdagmentoz.

Estaba examinando una bandeja llena de anillos de oro.

—Muy generoso —murmuró el joyero, que era de la raza de los enanos y sabía aprovechar un buen negocio.

Lanzó un suspiro.

—¿No hay mucho tdabajo últimamente? —dijo Cohen.

Miró a través del pequeño escaparate y vio a un grupo de personas con las miradas vacías reunido al otro lado de la estrecha calle.

—Malos tiempos, sí.

—¿Quiénez zon todoz ezoz tipoz con la eztdella pintada?

El joyero enano no alzó la vista.

—Locos —respondió—. Dicen que no debo trabajar porque la estrella se acerca. Yo les digo que las estrellas nunca me han hecho daño, y que ojalá pudiera decir lo mismo de la gente.

Cohen asintió pensativo mientras seis hombres se separaban del grupo y se dirigían hacia la tienda. Portaban una amplia variedad de armas, y parecían decididos, casi posesos.

—Extdaño —dijo Cohen.

—Como puedes ver; soy un enano —explicó el joyero—. Una de las razas mágicas, según dicen. Los discípulos de la estrella creen que ésta no destruirá el Disco si nos apartamos de la magia. Seguro que vienen a sacudirme un poco. Así van las cosas.

Alzó con las tenacillas su último trabajo.

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