La luz fantástica (Mundodisco, #2) – Terry Pratchett

—Es la cosa más extraña que he hecho nunca —dijo—, pero parece práctica, desde luego. ¿Cómo has dicho que se llama?

—Ez un mazticadod —explicó Cohen.

Contempló los objetos en forma de herradura que yacían en la palma de su mano. Luego, abrió la boca y emitió una serie de gruñidos de dolor.

La puerta también se abrió, pero de golpe. Los hombres irrumpieron y tomaron posiciones cerca de las paredes. Parecían sudorosos e inseguros, pero su jefe empujó a Cohen a un lado con desdén y alzó al enano agarrándolo por la camisa.

—Te lo advertimos ayer; miniatura —dijo—. Lárgate usando los pies o con los pies por delante, a nosotros no nos importa. Así que ahora nos tendremos que poner.

Cohen le dio unos golpecitos en el hombro. El tipo se dio la vuelta, irritado.

—¿Qué quieres, abuelo? —ladró.

Cohen hizo una pausa hasta estar seguro de que contaba con toda la atención del hombre, y luego sonrió. Fue una sonrisa lenta, perezosa, una sonrisa que dejaba al descubierto trescientos quilates que parecieron iluminar la habitación.

—Contaré hasta tres —dijo con voz amistosa— Uno. Dos. —Su rodilla huesuda ascendió bruscamente hasta la ingle del hombre causando un satisfactorio ruido carnoso. Cuando el jefe de la banda se hundió en su universo privado de dolor, le descargó un codazo con todas sus fuerzas en los riñones.

—Tres —dijo a la bola de agonía del suelo.

Cohen había oído hablar de las peleas limpias, y hacía mucho tiempo que había decidido que no estaban hechas para él.

Alzó la vista hacia los otros y los deslumbró con su increíble sonrisa.

Hubieran debido lanzarse todos a la vez contra él. En vez de eso, uno de los hombres, con la seguridad que da saber que tienes una espada y el otro no, se dirigió hacia Cohen.

—Oh, no —dijo éste sacudiendo las manos—. Vamos, chico, no es así.

El hombre miró a derecha e izquierda.

—¿No es qué? —preguntó en tono de sospecha.

—¿Nunca habías esgrimido una espada? —Miró a sus colegas en busca de seguridad.

—Pues no mucho, no —respondió—. Pocas veces.

La blandió con gesto amenazador.

Cohen se encogió de hombros.

—Es posible que vaya a morir, pero quiero que me mate un hombre que esgrima la espada como un guerrero —explicó.

El otro se miró las manos.

—Pues a mí me parece que está bien —dudó.

—Mira, chico, yo entiendo de estas cosas. Espera, ven un momento…, ¿me permites…?, mira, la mano izquierda va aquí, alrededor del pomo, y la derecha…, eso es, ahí…, y la hoja va justo a tu pierna.

Cuando el hombre chilló y se agarró el pie, Cohen le lanzó una patada contra la otra pierna y luego se dio la vuelta para enfrentarse con los demás.

—Me empiezo a aburrir —dijo—. ¿Por qué no me atacáis todos a la vez?

—Buena idea —asintió una voz al nivel de su cintura.

El joyero había sacado un hacha tan grande como sucia, garantizada para añadir el tétanos a cualquier herida.

Los cuatro hombres restantes valoraron sus posibilidades y retrocedieron hacia la puerta.

—Y lavaos esas estúpidas estrellas —dijo Cohen—. Podéis decir a todo el mundo que Cohen el Bárbaro se enfadará mucho si vuelve a ver una estrella como ésas, ¿entendido?

La puerta se cerró de golpe. Un momento después, el hacha se estrelló contra ella, rebotó y cortó una tira de cuero en la sandalia de Cohen.

—Lo siento —se disculpó el enano—. Perteneció a mi abuelo. Yo sólo la he usado para cortar leña.

El Bárbaro se tanteó la mandíbula. Los masticadores parecían encajar bastante bien.

—Yo en tu lugar me marcharía de aquí pese a todo —dijo.

Pero el enano ya recorría la habitación vaciando bandejas de metales preciosos y gemas en un saco de cuero. Un puñado de herramientas fueron a parar a un bolsillo, un paquete de joyas acabadas al otro, y con un gruñido el enano alzó su pequeña forja y se la echó a la espalda.

—Bien —dijo—, estoy preparado.

—¿Vienes conmigo?

—Hasta las puertas de la ciudad, si no te importa —dijo—. No me censurarás por ello, ¿verdad?

—No, pero deja aquí el hacha.

Cuando salieron, el sol del atardecer iluminaba una calle desierta. Cohen abrió la boca y diminutos puntos de luz iluminaron todas las sombras.

—Tengo que recoger a unos amigos —dijo—. Espero que estén bien. ¿Cómo te llamas?

—Mandy Bula.

—¿Hay por aquí algún lugar donde me pueda tomar…? —Cohen hizo una pausa amorosa, saboreando las palabras—. ¿Dónde me pueda tomar un filete?

—Los discípulos de la estrella han cerrado todas las tabernas. Dicen que está mal comer y beber cuando…

—Ya sé, ya sé —dijo Cohen—. Creo que empiezo a captar la idea. ¿Es que esa gente no aprueba nada?

Bula meditó un momento.

—Quemar cosas —dijo por último—. Eso se les da muy bien. Libros y demás. Hacen unas hogueras enormes.

Cohen palideció.

—¿Hogueras de libros?

—Sí. Es horrible, ¿verdad?

—Desde luego —asintió el Bárbaro.

Le parecía espantoso. Cualquiera que se pase la vida con el cielo como techo conoce el valor de un buen libro gordo, que basta para encender el fuego durante toda una estación si se sabe cómo arrancar las páginas. Más de una vida ha sido salvada en una noche de nieve por un puñado de hierba y un libro bien seco. Si quieres fumar y no tienes pipa, siempre puedes contar con un buen libro.

Cohen tenía idea de que la gente escribía cosas en los libros. Siempre le había parecido un horroroso desperdicio de papel.

—Me temo que si tus amigos se han encontrado con ellos, estarán en apuros —dijo Mandy Bula con tristeza cuando salieron a la calle.

Doblaron la esquina y vieron la hoguera. Estaba en el centro de la calle. Un par de discípulos de la estrella alimentaban el fuego con libros procedentes de una casa cercana, cuya puerta había sido derribada y sus paredes pintarrajeadas con estrellitas.

Las noticias sobre Cohen todavía no se habían divulgado demasiado. Los quemadores de libros ni se fijaron en él cuando pasó junto al muro. Trocitos retorcidos de papel quemado ascendían en el aire caliente y flotaban sobre los tejados.

—¿Qué hacéis? —preguntó.

Una discípula de la estrella se apartó el pelo de los ojos con una mano tiznada y clavó los ojos en la oreja izquierda de Cohen.

—Limpiamos el Disco de maldad.

Dos hombres salieron del edificio y miraron a Cohen, o al menos a su oreja.

Cohen extendió la mano y cogió el pesado libro que llevaba la mujer. La cubierta estaba llena de extrañas piedras negras y rojas las cuales formaban lo que Cohen sabía que era una palabra. Se lo enseñó a Bula.

—El Necroteleconomicón —dijo el enano—. Es cosa de magos. Creo que lo usan para contactar con los muertos.

—¿Ésa es tu opinión sobre los magos? —preguntó Cohen.

Tanteó una página entre el índice y el pulgar. Era delgada y bastante suave. La caligrafía de aspecto orgánico y desagradable no le preocupó en absoluto. Sí, un libro como aquél podía ser el mejor amigo de un hombre…

—¿Sí? ¿Quieres algo? —dijo a uno de los discípulos de la estrella que le había agarrado por el brazo.

—Hay que quemar todos los libros de magia —dijo el hombre… pero un poco inseguro, porque los dientes de Cohen tenían un algo que le causaba una desagradable sensación de cordura.

—¿Por qué? —quiso saber el Bárbaro.

—Nos ha sido revelado.

Ahora la sonrisa de Cohen era amplia como una puerta abierta, y bastante más peligrosa.

—Creo que deberíamos largarnos —sugirió Bula, nervioso.

Un grupo de discípulos de la estrella acababa de aparecer en la calle de detrás de ellos.

—Y yo creo que me apetece matar a alguien — respondió Cohen, todavía sonriendo.

—La estrella ordena que purifiquemos el Disco —dijo el hombre, retrocediendo.

—Las estrellas no hablan —replicó Cohen desenvainando la espada.

—Si me matas, hay mil que ocuparán mi lugar —dijo el hombre, ahora con la espalda contra la pared.

—Sí —asintió Cohen—, pero eso no es lo importante, ¿verdad? Lo importante es que tú estarás muerto.

La nuez del hombre subía y bajaba como un yoyo. Bizqueó al observar la espada de Cohen.

—No te falta razón —concedió—. Te propongo una cosa, ¿qué tal si apagamos el fuego?

—Buena idea —asintió Cohen.

Bula le tiró del cinturón. Los otros discípulos de la estrella corrían hacia ellos, y eran muchos. La mayoría iban armados. Al parecer, las cosas se ponían serias.

Cohen blandió la espada hacia ellos en gesto de desafío antes de darse media vuelta y echar a correr. Hasta Mandy Bula tuvo dificultades para seguirle.

—Es… curioso —jadeó cuando entraron en otro callejón—. Por un… momento… pensé que ibas a… quedarte para… luchar con ellos.

—No es… momento para… diversiones.

Cuando salieron a la luz por el otro extremo del callejón, Cohen se lanzó contra la pared, desenvainó la espada, inclinó la cabeza hacia un lado calculando la velocidad de las pisadas que se aproximaban, y luego descargó la hoja con un mortífero golpe a la altura del estómago. Se oyó un ruido desagradable acompañado de muchos gritos, pero para entonces ya estaba calle arriba, corriendo con el destartalado estilo que le permitían sus juanetes.

Con Mandy Bula trotando sombrío junto a él, se desvió hacia una taberna con los muros llenos de estrellas rojas pintarrajeadas, se subió de un salto a una mesa con tan sólo un leve gemido de dolor y echó a correr sobre ella… mientras, como en una coreografía casi perfecta, Mandy Bula corría por debajo sin agacharse. Cohen saltó al llegar al otro extremo, se abrió paso a patadas hacia las cocinas y salió al exterior en otro callejón.

Doblaron unas cuantas esquinas más y al final se apoyaron contra una puerta. El Bárbaro se agarró a la pared y respiró hondo hasta que las lucecitas azules y púrpura desaparecieron.

—Bueno —jadeó—. ¿Qué has cogido?

—Mmm… Las vinagreras —respondió Mandy Bula.

—¿Nada más?

—Oye, que yo fui por debajo de la mesa. Tampoco se puede decir que tú lo hicieras mucho mejor.

Cohen contemplo desdeñoso el pequeño melón que había conseguido atrapar en su huida.

—Está bastante duro —dijo mordiendo la cáscara.

—¿Quieres un poco de sal? —ofreció el enano.

Cohen no respondió. Se quedó allí de pie, con el melón en la mano y la boca abierta.

Mandy Bula miro a su alrededor. El callejón sin salida donde se encontraban estaba vacío a excepción de una vieja caja que alguien se había dejado junto al muro.

Cohen la miraba fijamente. Tendió el melón al enano sin volver la cabeza y caminó hacia la luz del sol. Mandy Bula le vio rodear la caja con todo sigilo, o al menos con todo el sigilo posible cuando se tienen articulaciones que crujen como un barco a toda vela, y pincharía un par de veces con la espada muy suavemente, como si temiera que explotase.

—¡No es más que una caja! —le gritó el enano—. ¿Qué tiene de especial?

Cohen no dijo nada. Se acuclilló con muchas dificultades y examinó de cerca la cerradura de la tapa.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Mandy Bula.

—No te gustaría saberlo —replicó el Bárbaro—. ¿Te importa ayudarme a levantarme?

—No, pero esta caja…

—Esta caja —respondió Cohen—, esta caja es…

Hizo un gesto vago con las manos.

—¿Rectangular?

—Eldritch —dijo Cohen con tono misterioso.

—¿Eldritch?

—Sí.

—Oh —asintió el enano.

Se quedaron mirando la caja durante un momento.

—¿Cohen?

—¿Sí?

—¿Qué significa eldritch?

—Bueno, eldritch es… —Cohen hizo una pausa y miró hacia abajo, irritable—. Dale una patada y lo sabrás.

La bota con puntera de acero de Mandy Bula se estrelló contra un lateral de la caja. Cohen retrocedió un paso. No sucedió nada más.

—Ya entiendo —asintió el enano—. Eldritch significa «de madera».

—No —replicó Cohen—. La caja no…, no tendría que haber hecho eso.

—Ya entiendo —repitió Mandy Bula, que no entendía nada y empezaba a desear que Cohen no hubiera salido sin sombrero con un sol tan fuerte—. ¿Crees que tendría que haber salido huyendo?

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