Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Esk la miró.

—No pongas esa cara —la reprendió Yaya—, algún día me darás las gracias. No empieces a juguetear por ahí hasta que no sepas lo que haces, ¿eh? Antes de comenzar con los trucos, tienes que aprender lo que hay que hacer si las cosas van mal. No intentes caminar antes de saber correr.

—Creo que noto cómo hacerlo, Yaya.

—Quizá, pero sólo quizá. Un Préstamo es más difícil de lo que parece, aunque la verdad es que tienes intuición. Por hoy es suficiente. Llévanos hacia nosotras y te enseñaré a Regresar.

El águila batió las alas sobre los dos cuerpos tendidos y, con los ojos de la mente, Esk vio dos canales abiertos para ellas. La forma mental de Yaya desapareció.

Y…

Yaya se había equivocado. La mente del águila apenas se resistió, y no tuvo tiempo de asustarse. Esk la envolvió con su propia mente. Se estremeció durante un momento, y luego se fundieron.

Yaya abrió los ojos justo a tiempo para ver como el águila lanzaba un ronco grito de triunfo, describía un círculo sobre la hierba y volaba hacia la ladera de la montaña. Durante un momento no fue más que un punto menguante, y luego desapareció, dejando atrás tan sólo un grito resonante.

Observó la forma silenciosa de Esk. La niña pesaba poco, pero había un largo camino de vuelta a casa, y ya empezaba a anochecer.

—Rayos —dijo sin mucho énfasis.

Se puso de pie, se arregló la falda y, con un gruñido de esfuerzo, se echó al hombro el cuerpo inerte de Esk.

Arriba, en el aire cristalino del ocaso sobre las montañas, el águila-Esk ascendió más, ebria del placer de volar.

De camino a casa, Yaya se encontró con un oso hambriento. La bruja tenía la espalda hecha polvo, y no estaba de humor para escuchar gruñidos. Murmuró unas palabras entre dientes y el oso, para su propia y breve sorpresa, caminó pesadamente hacia un árbol y no recuperó el conocimiento hasta varias horas más tarde.

* * *

Cuando llegó a su casa, Yaya puso el cuerpo de Esk en la cama y encendió el fuego. Hizo entrar a las cabras en el establo, las ordeñó y terminó de hacer las tareas vespertinas.

Se aseguró de que todas las ventanas estaban abiertas y, cuando empezó a oscurecer, encendió una lámpara y la puso en el alféizar de una.

Yaya Ceravieja no solía dormir más que unas horas como norma general, y se despertó a medianoche. Nada había cambiado en la habitación, excepto que la lámpara tenía ahora su sistema solar de polillas estúpidas.

Cuando despertó de nuevo, al amanecer, hacía ya tiempo que la vela se había agotado, y Esk seguía inmersa en el sueño insustancial e indespertable del Préstamo.

Al sacar a las cabras del establo, observó el cielo con atención.

Llegó el mediodía y, poco a poco, la luz fue huyendo. Yaya paseó inquieta por la cocina. De cuando en cuando, se dedicaba con ahínco frenético a las labores del hogar: el polvo milenario fue expulsado sin ceremonias de las grietas entre las losas, y el hollín invernal de la chimenea fue rascado y rascado hasta que el hogar tembló por su vida. Los ratones que vivían junto al aparador fueron trasladados amable, pero firmemente, al cobertizo de las cabras.

Llegó el ocaso.

La luz del Mundodisco era vieja, lenta y pesada. Desde la puerta de su casa, Yaya vio como se alejaba entre las montañas, fluyendo como ríos de oro a través del bosque. De cuando en cuando se demoraba en un valle, hasta amortiguarse y desaparecer.

Yaya tamborileó con los dedos en la puerta, al tiempo que tarareaba entre dientes una melodía de amargura.

Llegó el anochecer. La casa estaba vacía, a excepción del cuerpo de Esk, silencioso e inmóvil en la cama.

* * *

Pero, mientras la luz dorada fluía lentamente por el Mundodisco como una marea, el águila trazaba círculos en la cúpula del cielo, batiendo el aire con aleteos lentos y poderosos.

El mundo entero se extendía bajo Esk…, todos los continentes, todas las islas, todos los ríos y, sobre todo, el gran anillo del Océano Periférico.

Allí arriba no había nada más, ni siquiera un sonido.

Esk estaba extasiada con la sensación, exigía un esfuerzo cada vez mayor a sus músculos doloridos. Pero algo iba mal. Parecía incapaz de controlar sus pensamientos, se le escapaban constantemente. El dolor, la alegría y el agotamiento invadían su mente, y parecía que otras cosas tenían que salir para dejarles sitio. Iba perdiendo los recuerdos en el viento. Tan pronto como conseguía aferrarse a una idea, ésta se evaporaba sin dejar rastro.

Estaba perdiendo pedazos de sí misma, y no conseguía recordar qué eran. Se asustó, se refugió en cosas de las que estaba segura…

«Soy Esk, y he robado el cuerpo de un águila, y la sensación del viento en las plumas, el hambre, la búsqueda en el no-cielo de abajo…»

Lo intentó de nuevo. «Soy Esk y busco senderos en el viento, el dolor de los músculos, el filo del aire frío… Soy Esk en el aire-húmedo-blanco, por encima de todo, el cielo es tenue… Soy soy.»

* * *

Yaya estaba en el jardín, entre las colmenas, la brisa de la madrugada le sacudía las faldas. Fue de colmena en colmena, tocando las tapas. Después, entre los matorrales de borraja que había plantado alrededor de las cajas, se irguió con los brazos extendidos ante ella, y cantó algo en tonos tan altos que ninguna persona normal los habría oído.

Pero de las colmenas surgió un rugido, y el aire se llenó de las formas de ojos grandes y voces profundas de los zánganos. Volaron sobre la cabeza de la anciana, sumando su zumbido grave al cántico.

Luego, desaparecieron en la luz cada vez más intensa del claro, y se desperdigaron entre los árboles.

Es bien sabido —al menos, es bien sabido entre las brujas— que todas las colonias de abejas son parte de la criatura llamada Enjambre, de la misma manera que cada abeja es una célula de la mente colmena. Yaya no solía mezclar sus pensamientos a menudo con los de las abejas, en parte porque las mentes de los insectos eran cosas extrañas y diferentes con sabor a latón, pero sobre todo porque sospechaba que Enjambre era mucho más inteligente que ella.

Sabía que los zánganos llegarían pronto a las colonias de abejas silvestres que habitaban en lo más profundo del bosque, y que en pocas horas hasta el último rincón de los prados de las montañas pasaría por un cuidadoso escrutinio. Ahora, sólo le quedaba esperar.

Los zánganos regresaron al mediodía, y Yaya leyó en la aguda mente ácida de la colmena que no había rastro de Esk.

Volvió a entrar en el frescor de la casa, y se sentó en la mecedora, contemplando la puerta.

Sabía cuál era el siguiente paso. Y detestaba hasta pensar en ello. Pero cogió una escalera corta, subió con dificultad al tejado y sacó el cayado de su escondrijo entre la techumbre de paja.

Estaba frío como el hielo. Echaba humo.

—Pues vamos a la nieve —dijo Yaya.

Bajó de nuevo y lo tiró sin contemplaciones entre las flores. Lo miró. Tuvo la desagradable sensación de que le devolvía la mirada.

—No te creas que has ganado, porque no es así —le espetó—. Lo que pasa es que no puedo perder tiempo con tonterías. Debes de saber dónde está. ¡Te ordeno que me lleves con ella!

El cayado la miró con cara de palo.

—¡Por…! —Yaya se detuvo. Tenía un poco olvidadas las invocaciones—. ¡Por el palo y la piedra, te lo ordeno!

Actividad, movimiento, vitalidad…, todas estas palabras serían completamente inadecuadas para describir la respuesta del cayado.

Yaya se rascó la barbilla. Recordó la pequeña lección que debían aprender todos los niños: ¿cuál es la palabra mágica…?

—¿Por favor? —sugirió.

El cayado vibró, se elevó un poquito sobre el suelo y giró en el aire, de manera que quedó suspendido, invitador, a la altura de la cintura.

Yaya había oído decir que las escobas volvían a estar muy de moda entre las brujas jóvenes, pero a ella no le gustaba la idea. No había manera de parecer respetable volando por ahí sobre un instrumento de limpieza. Además, le molestaban las corrientes de aire.

Pero no había tiempo para pensar en la respetabilidad. Se entretuvo sólo lo suficiente como para coger su sombrero de detrás de la puerta, antes de montar en el cayado —de lado, por supuesto, y con las faldas firmemente apretadas entre las rodillas—, y aferrarse lo mejor que pudo.

—Muy bien —dijo—, y ahora, ¿queeeeeé…?

En todo el bosque, los animales se espantaron y huyeron cuando una sombra pasó sobre ellos gritando y maldiciendo. Yaya se agarró hasta que los nudillos se le pusieron blancos, pateando febrilmente con las delgadas piernas mientras, muy por encima de las copas de los árboles, aprendía importantes lecciones sobre centros de gravedad y turbulencias del aire. El cayado iba disparado, sin prestar atención a sus gritos.

Para cuando sobrevoló los prados de las montañas, ya se había reconciliado en parte con el diabólico instrumento: podía agarrarse con las manos y las rodillas, siempre y cuando no le importara ir cabeza abajo. Al menos, la forma aerodinámica de su sombrero le resultaba útil.

El cayado pasó como un rayo entre negros precipicios y valles yermos por los que, según se decía, habían discurrido ríos de nieve en los tiempos de los Gigantes del Hielo. El aire era tenue, y hacía daño en la garganta.

Se detuvieron bruscamente sobre un ventisquero. Yaya cayó de bruces y se quedó tendida en la nieve, jadeando y tratando de recordar por qué se estaba sometiendo a aquella tortura.

A pocos metros, bajo un saliente, había un montón de plumas. Cuando Yaya se le acercó, asomó la cabeza bruscamente y el águila la miró con ojillos salvajes y aterrados. Intentó volar, pero se desplomó. La anciana tocó al pájaro, y éste le arrancó limpiamente un triángulo de carne de la mano.

—Ya veo —dijo Yaya con voz tranquila, sin dirigirse a nadie concreto.

Miró a su alrededor, y encontró una roca del tamaño adecuado. Se escondió tras ella unos segundos, en bien de la respetabilidad, y reapareció con la combinación en la mano. El pájaro se resistió, echando a perder varias semanas de pulcro bordado, pero al final consiguió envolverlo y sostenerlo de manera que no la alcanzaran sus ataques esporádicos.

Yaya se volvió hacia el cayado, que estaba clavado en la nieve.

—Volveré andando —le dijo con frialdad.

Resultó que se encontraban en una estribación de la montaña, y había un precipicio de varios cientos de metros compuesto exclusivamente por afiladas rocas negras.

—Muy bien, de acuerdo —concedió—. Pero volarás despacio, ¿entendido? Y bajito.

La verdad fue que, quizá porque tenía algo más de experiencia, o porque el cayado iba con más cuidado, el viaje de vuelta resultó casi tranquilo. Yaya casi llegó a pensar que, con el tiempo, podía llegar a sentirse incómoda volando, en vez de detestarlo con todas sus fuerzas. Lo único importante era no mirar hacia abajo.

* * *

El águila se desplomó en la raída alfombra ante la chimenea apagada. Había bebido un poco de agua sobre la que Yaya había murmurado algunos de los hechizos con los que solía impresionar a sus pacientes, pero nunca se sabía, quizá tuvieran algún poder. El bicho comió también unos trocitos de carne cruda.

Lo que no hizo en ningún momento fue dar la menor muestra de inteligencia.

Yaya se preguntó si se habría equivocado de pájaro. Arriesgándose a otro picotazo, observó atentamente los crueles ojillos anaranjados, y trató de convencerse de que allí, en lo más profundo, casi oculto, había una extraña llamita.

Sondeó la cabeza afilada. La mente del águila estaba allí, desde luego, clara y nítida, pero había algo más. Por supuesto, una mente no tiene color, pero por alguna razón la del águila parecía ser purpúrea. Y, entretejidas con ella, había unas tenues hebras plateadas.

Autore(a)s: