Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Por el contrario, el ser humano corriente piensa en toda clase de cosas, todo el día, a toda clase de niveles, con la interrupción de docenas de imposiciones biológicas y momentos críticos. Hay pensamientos a punto de ser formulados, pensamientos privados, pensamientos de verdad, pensamientos sobre pensamientos y toda una gama de pensamientos inconscientes. Para un telépata, la mente humana es el caos. Es una terminal de ferrocarril con todos los altavoces funcionando a la vez. Es toda una banda de FM… y algunas de las emisoras no son legales, sino piratas procedentes de mares prohibidos que emiten melodías nocturnas con letras marginales.

En su intento de localizar a Esk con la única ayuda de la magia mental, Yaya trataba de localizar una aguja en un pajar.

No estaba teniendo el menor éxito, pero las hebras de ideas que captaba en su investigación de un millar de cerebros pensando a la vez, la convencieron de que, desde luego, el mundo era tan estúpido como siempre había creído ella.

Se reunió con Hilta en una esquina. La otra bruja llevaba su escoba, lo mejor para llevar a cabo una supervisión aérea (sigilosa, por supuesto. Los hombres de Ohulan aceptaban de buena gana el Ungüento Larga Duración, pero de ninguna manera a mujeres voladoras). Estaba pálida.

—Ni rastro de ella —dijo Yaya.

—¿Has bajado hasta el río? ¡Quizá se haya caído!

—Habría salido al momento. Además, sabe nadar. Creo que la condenada se está escondiendo.

—¿Qué hacemos?

Yaya le dirigió una mirada dura.

—Hilta Fallacabras, me avergüenzo de ti. ¿Me ves preocupada?

Hilta la miró atentamente.

—Pues sí. Un poco. Te estás mordiendo los labios.

—Porque estoy furiosa, nada más.

—Siempre vienen gitanos cuando hay mercado. Quizá se la hayan llevado.

Yaya estaba dispuesta a creer cualquier cosa sobre la gente de la ciudad, pero conocía bien aquel terreno.

—Tendrían que ser mucho más estúpidos de lo que creo —replicó—. Esk tiene el cayado.

—¿Y de qué le servirá? —preguntó Hilta, a punto de llorar.

—Me parece que no has entendido nada de lo que te he contado —le reprochó Yaya—. Sólo tenemos que volver a tu casa y esperar.

—¿El qué?

—Los gritos, o las explosiones, o las bolas de fuego, lo que sea —respondió vagamente Yaya.

—¡No tienes corazón!

—Oh, serán ellos los que se preocupen. Ve tú delante y pon la tetera al fuego.

Hilta le dirigió una mirada de asombro, pero montó en su escoba y se elevó lentamente entre las sombras de las chimeneas. Si las escobas fueran coches, aquélla sería un 600.

Yaya la observó alejarse, y luego echó a andar por las calles húmedas, siguiéndola. Estaba decidida a no montar en aquel cacharro.

* * *

Esk se encontraba entre las sábanas grandes, algodonosas y ligeramente húmedas de la cama situada en el desván del Artista. Estaba cansada, pero no podía dormir. Para empezar, la cama era gélida. Se preguntó intranquila si se atrevería a calentarla, pero se lo pensó mejor. No les cogía el truco a los hechizos con fuego, sin importar lo cautelosamente que experimentara: o no funcionaban en absoluto, o funcionaban demasiado bien. Los bosques que rodeaban la casa de Yaya empezaban a convertirse en un lugar peligroso, lleno de agujeros dejados por las bolas de fuego al desaparecer. Al menos, como decía Yaya, si lo de la magia no salía bien, siempre podía dedicarse a construir letrinas o a cavar pozos.

Se dio media vuelta y trató de no captar el tenue olor mohoso de la cama. Extendió la mano en la oscuridad hasta dar con el cayado, y lo acercó a la cabecera de la cama. La señora Habilidor se había puesto un poco pesada con su insistencia de llevarlo abajo, pero Esk se aferró a él con todas sus fuerzas. Era la única cosa del mundo que le pertenecía a ciencia cierta.

La superficie pulida, con sus extrañas tallas, le parecía curiosamente reconfortante. Esk se quedó dormida, y soñó con brazaletes, con extraños envoltorios y con montañas. Estrellas distantes brillaban sobre las montañas, y también había un desierto frío donde raras criaturas reptaban por la arena seca y la miraban con ojos de insecto…

Se oyó un crujido en la escalera. Luego, otro. Después se hizo el silencio, ese silencio ahogado producido por alguien que trata de estar lo más quieto posible.

La puerta se abrió. Habilidor era una sombra negra que destacaba contra la luz de velas procedente de la escalera, y hubo una conversación en susurros antes de que se aventurase, tan sigilosamente como pudo, hacia la cabecera de la cama. El cayado se deslizó hacia el suelo cuando su primer tanteo cauteloso lo movió, pero consiguió atraparlo al momento, y dejó escapar el aliento contenido.

Así que apenas tuvo suficiente para gritar cuando el cayado se movió en sus manos. Sintió las escamas reptantes, los músculos en movimiento…

Esk se incorporó bruscamente justo a tiempo para ver como Habilidor caía rodando por la escalera, sacudiéndose desesperadamente algo invisible que se le enroscaba en los brazos. Otro grito resonó en el piso inferior cuando aterrizó sobre su esposa.

El cayado se deslizó hasta el suelo y allí se quedó, envuelto en una tenue luz octarina.

Esk salió de la cama. Los oídos le retumbaron con una terrible maldición. Asomó la cabeza por la puerta, y se encontró frente a frente con la señora Habilidor.

—¡Dame ese cayado!

Esk se puso las manos a la espalda y se aferró a la madera pulida.

—No —respondió—. Es mío.

—No es cosa para niñas pequeñas —le espetó la mujer del posadero.

—Me pertenece —dijo Esk.

Cerró la puerta con toda tranquilidad. Escuchó durante un momento los murmullos procedentes del piso inferior, y trató de pensar qué debía hacer. Si transformaba a la pareja en algo armaría un jaleo y, además, no estaba muy segura de cómo hacerlo.

La verdad era que la magia sólo funcionaba cuando no pensaba en ella. Su mente no hacía más que estorbar.

Recorrió la habitación y abrió el ventanuco. Los extraños aromas nocturnos de la civilización invadieron el desván…, el olor húmedo de las calles, la fragancia de las flores en los jardines, el rastro lejano de una letrina sobrecargada. Fuera, había tejas húmedas.

Cuando oyó que Habilidor subía de nuevo por la escalera, sacó el cayado al tejado y se arrastró tras él, agarrándose a las tallas que había sobre la ventana. El tejado estaba inclinado, y se las arregló para permanecer al menos remotamente erguida mientras se deslizaba —o más bien caía— por las tejas desiguales. Un salto de casi dos metros hasta un montón de barriles viejos, una rápida bajada por la madera resbaladiza, y se encontró corriendo por el patio de la posada.

Cuando llegó a las calles envueltas en niebla, pudo oír los gritos de la discusión que tenía lugar en el Artista.

* * *

Habilidor pasó corriendo junto a su esposa y puso la mano sobre el grifo del barril más cercano. Hizo una pausa, y lo abrió de golpe.

El olor del licor de pera llenó la habitación, afilado como un cuchillo. Cortó el flujo y se relajó.

—¿Tenías miedo de que se transformara en algo desagradable? —le preguntó su esposa.

Él asintió.

—Si no hubieras sido tan torpe… —empezó la mujer.

—¡Te digo que me mordió!

—Si hubieras estudiado para mago, no tendríamos que preocuparnos por estas cosas. ¿Es que no tienes ambición?

Habilidor sacudió la cabeza.

—Tengo entendido que no basta un cayado para ser mago —dijo—. Y también tengo entendido que los magos no tienen permitido casarse, ni siquiera tienen permitido…

Se detuvo, titubeante.

—¿El qué? ¿El qué más no tienen permitido?

Habilidor enrojeció.

—Bueno. Ya sabes. Eso.

—Lo único que sé es que no entiendo de qué hablas —refunfuñó la señora Habilidor.

—No, supongo que no.

De mala gana, salió tras ella de la oscuridad del bar. Empezaba a pensar que la vida de un mago no era tan mala.

Los hechos le dieron la razón cuando, a la mañana siguiente, descubrieron que los diez barriles de licor de pera se habían transformado en algo definitivamente desagradable.

Esk vagó sin rumbo por las calles grises, hasta que llegó al pequeño muelle del río de Ohulan. Amplias barcazas planas se mecían suavemente contra los malecones y, en un par de ellas, invitadores jirones de humo brotaban de las estufas. Esk subió con facilidad a la más cercana, y utilizó el cayado para recuperar el equilibrio sobre la lona impermeable que cubría la mayor parte de su superficie.

Captó un olor cálido, una mezcolanza de lanolina y estiércol. La barcaza llevaba una carga de lana.

Es una estupidez quedarse dormido en una barcaza desconocida, sin saber junto a qué extraños acantilados estará navegando cuando despiertes, sin saber que los tripulantes suelen iniciar sus viajes muy temprano (cuando apenas ha salido el sol), sin saber qué nuevos horizontes te saludarán por la mañana…

Nosotros lo sabemos. Esk no.

* * *

La despertó el sonido de alguien que silbaba. Se quedó tumbada, muy quieta, repasando mentalmente los acontecimientos de la noche anterior hasta que recordó dónde estaba. Entonces, rodó sobre sí misma con mucho cuidado y levantó la lona un poquito.

Así que allí era donde estaba. Pero «allí» se había movido.

—Entonces, esto es navegar —dijo observando el paso de la orilla lejana—. Pues no me parece tan especial.

Ni se le ocurrió empezar a preocuparse. Durante sus primeros ocho años de vida, el mundo había sido un lugar particularmente aburrido; ahora que se ponía interesante, Esk no tenía intención de parecer desagradecida.

Un perro que ladraba empezó a acompañar al silbador. Esk se tendió en la lana y buscó hasta dar con la mente del animal, para tomarla Prestada con toda suavidad. En aquel cerebro ineficaz y desordenado, descubrió que había al menos cuatro personas en la barcaza, y otras muchas en las demás que navegaban en fila por el río. Algunas de las personas parecían niños.

Dejó marchar al animal y volvió a contemplar el paisaje durante largo rato… La barcaza pasaba ahora entre altos acantilados anaranjados, con franjas de roca de tantos colores que parecía como si un dios hambriento hubiera batido un récord de velocidad preparando un emparedado de varios pisos. Esk trató de esquivar el siguiente pensamiento. Pero el pensamiento insistió, y se abrió paso a codazos en su mente. Tarde o temprano, tendría que salir. No era que su estómago se estuviera poniendo pesado, pero su vejiga ya no admitía más demora.

Quizá si…

Alguien retiró la lona que le cubría la cabeza, y un enorme rostro barbudo la miró desde arriba.

—Vaya, vaya —dijo—. ¿Qué tenemos aquí? Un polizón, ¿eh sí?

Esk se lo pensó un momento.

—Sí —dijo al final. Parecía inútil negarlo—. ¿Te importa ayudarme a salir?

—¿No tienes miedo de que te tire a…, a los lucios? —dijo la cabeza. Advirtió la mirada perpleja—. Peces de agua dulce, muy grandes —añadió servicialmente—. Rápidos. Con muchos dientes. Lucios.

La idea no le había pasado por la cabeza.

—No —respondió con sinceridad—. ¿Por qué? ¿Lo vas a hacer?

—No. Claro que no. No tengas miedo.

—No tengo miedo.

—Oh.

Un brazo bronceado apareció, unido a la cabeza por el sistema habitual, y la ayudó a salir de su nido de vellones.

Esk se irguió en la cubierta de la barcaza y miró a su alrededor. El cielo era más azul que un tonel de galletas, y hacía juego con el amplio valle por el que discurría el río, tan perezoso como un funcionario rellenando impresos.

A su espalda, las Montañas del Carnero seguían haciendo de asideros para las nubes, pero ya no parecían tan dominantes como siempre. La distancia las había erosionado.

—¿Dónde estamos? —dijo, olfateando los nuevos olores de pantano y junco.

—En el Valle Superior del río Ankh —dijo su aprehensor—. ¿Qué te parece?

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