Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Todo el mundo tuvo la sensación de que el universo se había vuelto del revés en todas las dimensiones de golpe. Era una sensación roma, inflamada. Sonaba como si el mundo entero hubiera dicho «glup».

Los muros desaparecieron. El suelo, también. Los retratos de grandes magos de la antigüedad, todo pergaminos, barbas y ceños fruncidos, se esfumaron. Las baldosas del suelo, con su bonito diseño en blanco y negro, se evaporaron… para ser sustituidas por arena fina, gris como la luz de la luna y fría como el hielo. Estrellas raras e inesperadas brillaron arriba. En el horizonte había pequeñas colinas erosionadas, no por el viento ni por la lluvia de este lugar sin clima, sino por la suave lija del mismísimo Tiempo.

Nadie más parecía advertirlo. De hecho, nadie más parecía vivo. Esk estaba rodeada de personas tan quietas y silenciosas como estatuas.

Y no estaban solas. Había otras… Cosas… tras ellas, y seguían apareciendo más y más. No tenían forma, o más bien parecían tomar su forma al azar copiando a toda una serie de criaturas. Daba la impresión de que alguien les había hablado de brazos, piernas, mandíbulas, garras y órganos, pero sin explicarles cómo hacerlos encajar. O sin que a ellos les importara. O quizá estaban tan hambrientos que no se habían molestado en averiguarlo.

El sonido que emitían recordaba a un enjambre de moscas.

Eran las criaturas que poblaban sus sueños, habían venido a alimentarse de la magia. Esk sabía que ya no sentían interés por ella, excepto como postre de la cena. Toda su atención se centraba en Simón, que desconocía su presencia.

Esk le dio una patada en el tobillo.

El frío desierto desapareció. El mundo real regresó rápidamente. Simón abrió los ojos, sonrió débilmente y, con suavidad, cayó de espaldas en brazos de Esk.

Un susurro recorrió las filas de los magos, y muchos empezaron a aplaudir. Nadie parecía haber advertido nada extraño, aparte de las luces plateadas.

Cortángulo recuperó el habla y alzó una mano para acallar a la multitud.

—Es… asombroso —dijo a Treatle—. ¿Y dices que lo ha elaborado él solo?

—Sí, señor.

—¿No le ha ayudado nadie?

—No había nadie que pudiera ayudarle —señaló Treatle—. Iba vagando de pueblo en pueblo, haciendo pequeños hechizos. Pero sólo si la gente le pagaba en libros o en papel.

Cortángulo asintió.

—No ha sido ninguna ilusión —dijo—, pero el chico no ha utilizado las manos. ¿Qué estaba diciendo para sí mismo? ¿Lo sabes?

—Dice que no son más que palabras para que su mente funcione bien —explicó Treatle. Se encogió de hombros—. La verdad es que no entiendo la mitad de las cosas que masculla. Me ha comentado que tiene que inventar palabras, porque no hay ninguna para describir las cosas que hace.

Cortángulo miró de soslayo a sus camaradas magos. Todos asintieron.

—Será un honor admitirlo en la Universidad —dijo—. ¿Te importa decírselo cuando despierte?

Sintió que algo le tiraba de la túnica, y bajó la vista.

—Disculpa —dijo Esk.

—Hola, jovencita —la saludó Cortángulo con voz almibarada—. ¿Has venido a ver como tu hermano ingresa en la Universidad?

—No es mi hermano —dijo Esk. Había ocasiones en las que el mundo parecía lleno de hermanos, pero ésta no era una de ellas—. ¿Eres importante? —preguntó.

Cortángulo miró a sus colegas y sonrió. Los magos, como todo el mundo, tenían sus modas. A veces los magos eran flacos, demacrados, y hablaban con los animales (los animales no escuchaban, pero la intención es lo que vale), mientras que otras tendían hacia lo moreno y saturnino, con barbitas puntiagudas. En aquel momento, la grasa era el último grito. Y Cortángulo rebosaba modestia.

—Bastante importante —dijo—. Hago lo que puedo por servir a la humanidad. Sí. Bastante importante, diría yo.

—Quiero ser mago —dijo Esk.

Los magos menores situados tras Cortángulo la miraron como si fuera una interesante especie de escarabajo desconocida hasta entonces. El rostro del archicanciller se puso rojo, y los ojos se le salieron de las órbitas. Bajó la vista hacia Esk, pareció contener el aliento. Luego, se echó a reír. La risa comenzó en algún punto de su amplia zona estomacal, y después fue ascendiendo, rebotando de costilla a costilla y provocando pequeños magomotos en su pecho antes de brotar en una serie de bufidos estrangulados. Aquella risa era fascinante. Tenía personalidad propia.

Pero se interrumpió al ver la mirada de Esk. Si la risa era un payaso de cabaret, los ojos decididos de la niña eran un cubo de agua fría bien dirigido.

—¿Mago? —dijo el hombre—. ¿Tú quieres ser mago?

—Sí —respondió Esk, poniendo al desmayado Simón en los brazos del desganado Treatle—. Soy octavo hijo de un octavo hijo. O sea, hija.

Los magos que la rodeaban se miraban entre ellos y susurraban. Esk trató de no hacerles caso.

—¿Qué ha dicho?

—¿Es en serio?

—A esta edad los niños son riquísimos, ¿verdad?

—¿Eres el octavo hijo de una octava hija? —preguntó Cortángulo—. ¿De verdad?

—Al revés, pero no exactamente —replicó Esk, desafiante. Cortángulo se enjugó los ojos con un pañuelo.

—Esto es fascinante —dijo—. Me parece que en mi vida había visto nada semejante, ¿eh?

Volvió la vista hacia el creciente público que le rodeaba. La gente del fondo no veía a Esk, y todos estiraban el cuello para averiguar si se estaba ejecutando alguna magia interesante. Cortángulo no sabía qué hacer.

—Bueno, bueno —dijo—. ¿Quieres ser mago?

—Eso le digo a todo el mundo, pero nadie me hace caso —respondió Esk.

—¿Cuántos años tienes, nenita?

—Casi nueve.

—¿Y quieres ser mago cuando seas mayor?

—Quiero ser mago ahora —insistió Esk—. Aquí es donde enseñan a los magos, ¿no?

Cortángulo miró a Treatle y le guiñó un ojo.

—Te he visto —le advirtió Esk.

—Me parece que nunca ha habido una mujer mago —dijo Cortángulo—. Es más, creo que iría contra las normas. ¿No preferirías ser bruja? Tengo entendido que es una buena profesión para las chicas.

Un mago inferior se echó a reír tras él. Esk le dirigió una mirada.

—Ser bruja no está mal —concedió Esk—. Pero creo que los magos se divierten más. ¿Qué te parece a ti?

—Me parece que eres una niñita muy singular —respondió Cortángulo.

—¿Qué significa eso?

—Significa que como tú sólo hay una.

—Es verdad —asintió Esk—. Y sigo queriendo ser mago.

Cortángulo se quedó sin palabras.

—Bueno, pues no puede ser —dijo al final—. ¡Vaya idea!

Se irguió en toda su anchura y se dio media vuelta. Algo le tiró de la túnica.

—¿Por qué no? —preguntó una voz. Se volvió.

—Porque —respondió lenta, deliberadamente—, porque…, porque es una idea ridícula, por eso. ¡Y, desde luego, va contra las normas!

—¡Pero si yo puedo hacer magia de mago! —exclamó Esk, con apenas un leve temblor en la voz.

Cortángulo se inclinó hasta que su rostro quedó a la altura del de la niña.

—No, no puedes —siseó—. Porque no eres mago. Las mujeres no son magos, ¿me explico con claridad?

—Mira —dijo Esk.

Extendió la mano derecha con los dedos separados y la siguió con la vista hasta alinearla con la estatua de Malich el Sabio, fundador de la Universidad. Instintivamente, los magos que se encontraban entre la niña y la estatua se apartaron a un lado, y luego se sintieron un poco tontos.

—Va en serio —advirtió Esk.

—Adelante, nenita —dijo Cortángulo.

—Bien —replicó Esk.

Entrecerró los ojos y se concentró en la estatua con todas sus fuerzas…

* * *

Las grandes puertas de la Universidad Invisible están hechas de octirón, un metal tan inestable que sólo puede existir en un universo saturado de magia pura. Son impenetrables para cualquier energía que no sea la magia: ni el fuego, ni un ariete, ni un ejército entero podría derribarlas.

Por eso la mayoría de los visitantes normales que acuden a la Universidad entran por la puerta trasera, que está hecha de madera completamente normal y no va por ahí aterrorizando a la gente, ni siquiera se queda quieta aterrorizando a la gente. Tiene una aldaba como dios manda, y todo.

Yaya examinó detenidamente la puerta, y dejó escapar un gruñido de satisfacción cuando encontró lo que buscaba. En ningún momento había dudado de que estaría allí, astutamente oculta en la textura de la madera.

Agarró la aldaba, que tenía forma de cabeza de dragón, y llamó a la puerta con tres golpes secos. Tras un rato, le abrió una joven con la boca llena de pinzas para la ropa.

—¿O oono vo? —le preguntó.

Yaya se inclinó, permitiendo que la chica viera el sombrero negro puntiagudo con las horquillas en forma de murciélagos. Surtió un efecto impresionante: enrojeció y, echando un vistazo apresurado al desierto callejón, hizo un gesto apremiante a Yaya para que entrara.

Al otro lado del muro había un gran patio cubierto de musgo, lleno de cuerdas donde se secaba la colada. Yaya tuvo la oportunidad de convertirse en una de las pocas mujeres que saben qué llevan los magos bajo las túnicas, pero apartó los ojos con recato y siguió a la chica cuando ésta bajó por un ancho tramo de peldaños.

Daban a un largo túnel de techo elevado, bordeado de arcos y, en aquel momento, lleno de vapor. Yaya vio las largas hileras de lavaderos en las habitaciones de los lados. El aire tenía el olor cálido y denso del planchado. Un grupo de chicas cargadas con cestos de ropa pasaron junto a ella y subieron apresuradamente por la escalera… y se detuvieron a medio camino, volviéndose lentamente para mirarla.

Yaya irguió la espalda y trató de parecer tan misteriosa como le fuera posible.

Su guía, que todavía no se había quitado las pinzas de la boca, la llevó por un pasillo lateral hasta una habitación que era un laberinto de estantes llenos de ropa limpia. En el centro mismo del laberinto, sentada junto a una mesa, había una mujer muy vieja con una peluca color jengibre. Había estado escribiendo algo en un libro de cuentas —aún lo tenía abierto ante ella—, pero en aquel momento examinaba un chaleco con una gran mancha.

—¿Habéis probado a blanquearlo? —preguntó.

—Sí, señora —respondió la jovencita que tenía al lado.

—¿Y con tinte de mirryt?

—Sí, señora. No hizo más que volverlo azul.

—Nunca había visto nada semejante —suspiró la encargada de la lavandería—. Y he limpiado manchas de azufre, de hollín, de sangre de dragón, de sangre de demonio y de no sé cuántas cosas más. —Volvió el chaleco del revés y leyó la etiqueta cuidadosamente cosida en la parte interior—. Granpán el Blanco. Si no cuida mejor su ropa, se convertirá en Granpán el Gris. Te lo digo yo, chica, un mago blanco no es más que un mago negro con un buen servicio de lavandería. Créeme…

Vio a Yaya, y se interrumpió.

—Ha llaado a la uedta —explicó la guía de Yaya, con una apresurada reverencia—. Coo zu zombedo…

—Sí, sí, gracias, Ksandra, puedes marcharte —la interrumpió la mujer gorda.

Se levantó y dirigió una sonrisa a Yaya. Con un chasquido casi audible, su voz subió varias clases sociales.

—Te ruego que nos disculpes —dijo—. Esto está manga por hombro, hoy es día de colada. ¿Se trata de una visita de cortesía, o puedo atreverme a preguntar…? —Bajó la voz—. ¿Hay algún mensaje del Hotro Ladio?

Yaya la miró inexpresiva, pero sólo una fracción de segundo. Las marcas brujeriles en el marco de la puerta indicaban que la propietaria acogía con agrado a las brujas y tenía gran interés en recibir noticias de sus cuatro maridos; también había iniciado la caza del quinto, de ahí la peluca y, si los ojos no engañaban a Yaya, el crujido de tantos huesos de ballena como para despertar las iras de todo un movimiento ecologista. Crédula y boba, decían también los signos. Yaya prefería no juzgar aún, porque las brujas urbanas tampoco le parecían demasiado listas.

La mujer debió de malinterpretar su expresión.

—No tengas miedo —dijo—, mis trabajadoras tienen órdenes de recibir bien a las brujas, aunque, por supuesto, los de arriba no lo aprueban. ¿Quieres tomar una taza de té y unas pastas?

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