Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Hubo otro relámpago, demostración de que hasta los dioses del clima tienen buen ojo para lo teatral.

—Le queda muy bien —dijo Cortángulo.

—Disculpa —le interrumpió Treatle—, pero… ¿no es la b…?

—Eso no importa —se apresuró a decir Cortángulo, cogiendo a Yaya de la mano y ayudándola a subir la escalera.

Cogió también el cayado.

—Pero va contra las normas que una m… Se detuvo al ver como Yaya tocaba la pared húmeda, junto a la puerta. Cortángulo clavó un índice en el pecho de Treatle.

—¿Dónde está escrito eso? —preguntó.

—Los han llevado a la biblioteca —intervino Yaya.

—Era el único lugar seco —asintió Treatle—. Pero…

—A este edificio le dan miedo las tormentas —dijo Yaya—. Alguien debería consolarlo un poco.

—Pero las reglas… —insistió el desesperado Treatle.

Yaya caminaba ya a zancadas pasillo abajo, y Cortángulo trotaba tras ella. Se dio media vuelta.

—Ya has oído a la señora.

Treatle los vio alejarse, con la boca abierta. Cuando el ruido de sus pisadas desapareció en la distancia, se quedó un momento en silencio, pensando en la vida y en qué momento de la suya se había equivocado.

Pero nadie le iba a acusar de desobediencia.

Con suma cautela, sin saber muy bien por qué, extendió la mano y dio una palmadita cariñosa al muro.

—Calma, calma —dijo.

Por extraño que pareciera, se sintió mucho mejor.

* * *

Cortángulo pensó que debería ser él quien abriera el camino, ya que se trataba de su Universidad, pero, cuando Yaya tenía prisa, un adicto casi terminal a la nicotina no era rival para ella, así que se limitó a seguirla a saltitos de cangrejo.

—Es por aquí —dijo pisando charcos.

—Lo sé, el edificio me lo dijo.

—Sí, iba a preguntarle sobre eso —dijo Cortángulo—. Verá, a mí nunca me ha dicho nada, y hace años que vivo aquí.

—¿Se ha parado a escuchar alguna vez?

—A escuchar, lo que se dice a escuchar, no —concedió Cortángulo.

—Pues eso —replicó Yaya, salvando de un salto una catarata que ocupaba el lugar de la escalera de la cocina (el lavadero de la señora Panadizo no volvería a ser el mismo)—. Creo que está ahí arriba, al final del pasillo, ¿verdad?

Pasó junto a un trío de magos atónitos, que se sorprendieron al verla a ella y pegaron un respingo al ver su sombrero.

Cortángulo jadeaba tras Yaya, y la agarró por un brazo al llegar junto a las puertas de la biblioteca.

—Mire —dijo desesperadamente—, sin ánimo de ofender, señorita…, mmm, señora…

—Puede llamarme Esmeralda, ahora que hemos compartido una escoba y todo eso.

—¿Le importa que pase yo delante? Es mi biblioteca —suplicó.

Yaya se dio media vuelta, con la sorpresa reflejada en el rostro. Luego, sonrió.

—Por supuesto. Lo siento mucho.

—Es por las apariencias, ya sabe —se disculpó Cortángulo.

El mago abrió la puerta de golpe.

La biblioteca estaba llena de magos, que cuidaban de sus libros igual que las hormigas cuidan de sus huevos… y, en los momentos difíciles, los transportaban de manera muy similar. El agua había entrado incluso allí, y se encontraba en los lugares más extraños debido a los curiosos efectos gravitacionales de la biblioteca. Los magos habían quitado los libros de los estantes más bajos, y los estaban amontonando en cada mesa o balda seca. El sonido crepitante de las páginas furiosas llenaba el aire, casi cubriendo el retumbar lejano de la tormenta.

Obviamente, aquello molestaba al bibliotecario, que saltaba de mago en mago tirándoles de las túnicas y chillando «ook».

Vio a Cortángulo, y se cimbreó rápidamente hacia él. Yaya no había visto un orangután en su vida, pero no estaba dispuesta a admitirlo, así que permaneció impasible ante el hombrecillo de vientre abultado, brazos larguísimos y una piel talla 40 en un cuerpo talla 32.

—Ook —explicó—. Ooooook.

—Supongo que sí —replicó brevemente Cortángulo.

Agarró al mago más cercano, que se tambaleaba bajo el peso de una docena de grimorios. El hombre le miró como si fuera un fantasma, vio a Yaya por el rabillo del ojo, y dejó caer los libros al suelo. El bibliotecario se estremeció.

—¿Archicanciller? —se atragantó el mago—. ¿Estás vivo? Quiero decir…, nos dijeron que se te había llevado… —Volvió a mirar a Yaya—. Quiero decir, Treatle nos avisó…, pensamos…

—Oook —intervino el bibliotecario, volviendo a colocar algunas páginas entre las cubiertas.

—¿Dónde están el joven Simón y la niña? ¿Qué habéis hecho con ellos? —exigió saber Yaya.

—Están…, los pusimos allí —señaló el mago, al tiempo que retrocedía—. Mmm…

—Guíanos —dijo Cortángulo—. Y deja de tartamudear, hombre. Cualquiera diría que nunca has visto a una mujer.

El mago tragó saliva con un esfuerzo y asintió vigorosamente.

—Desde luego. Y…, quiero decir…, seguidme, por favor…, m…

—No irías a decir nada sobre las reglas, ¿verdad? —preguntó Cortángulo.

—Mmm… no, archicanciller.

—Bien.

Lo siguieron entre las hileras de estanterías y magos, muchos de los cuales dejaban de trabajar para mirar a Yaya.

—Esto empieza a ser embarazoso —masculló Cortángulo por la comisura de la boca—. Tendré que nombrarla a usted mago honorario.

Yaya siguió mirando al frente, y apenas movió los labios al responder:

—Si se atreve a hacerlo —siseó—, le nombraré bruja honoraria.

Cortángulo cerró la boca de golpe.

Esk y Simón estaban tumbados sobre una mesa, en una de las salas de lectura, y media docena de magos los vigilaban. Retrocedieron nerviosos al ver acercarse al trío.

—He estado pensando —dijo Cortángulo—, sin duda sería mejor darle el cayado a Simón. Él es un mago, y…

—Sobre mi cadáver —replicó Yaya—. Y también sobre el de usted. Están consiguiendo su poder a través de él, ¿quiere darles más?

Cortángulo suspiró. Había estado admirando el cayado, era uno de los mejores que había visto.

—Muy bien. Tiene usted razón, por supuesto.

Se inclinó y puso el cayado sobre la forma dormida de Esk, y luego se irguió con un gesto teatral.

Nada sucedió.

Uno de los magos carraspeó, nervioso.

Nada siguió sucediendo.

Las tallas del cayado parecían sonreír.

—No funciona, ¿verdad? —señaló Cortángulo.

—Ook.

—Déle tiempo —aconsejó Yaya.

Le dieron tiempo. En el exterior, la tormenta recorría el cielo, tratando de levantar las tapaderas de las casas.

Yaya se sentó en un montón de libros y se frotó los ojos. Las manos de Cortángulo volaron hacia su bolsita de tabaco. El mago del carraspeo nervioso salió de la habitación auxiliado por un colega.

—Oook —dijo el bibliotecario.

—¡Ya lo sé! —exclamó Yaya con tal brío que el pitillo a medio liar cayó de entre los dedos temblorosos de Cortángulo con una lluvia de tabaco.

—¿El qué?

—¡No está acabado!

—¿El qué?

—¡Esk no puede usar el cayado, por supuesto! —dijo Yaya, poniéndose de pie.

—Pero si dijo usted que barría los suelos con él, y que la protegía, y… —empezó Cortángulo.

—Nonononono —le interrumpió Yaya—. Eso significa que el cayado se usa a sí mismo o la usa a ella, pero Esk nunca ha sido capaz de usarlo, ¿comprende?

Cortángulo miró los dos cuerpos inmóviles.

—Pues no entiendo por qué. Es un cayado de mago perfectamente normal.

—Ah. Entonces, ella es un mago perfectamente normal, ¿no? —señaló Yaya.

Cortángulo titubeó.

—No, claro que no. No puede pedirnos que la declaremos mago. No hay precedente.

—¿No hay qué? —preguntó Yaya con voz cortante.

—Que nunca había sucedido.

—Hay muchas cosas que nunca habían sucedido hasta que sucedieron. Sólo nacemos una vez.

Cortángulo le dirigió una mirada de súplica muda.

—Pero va contra las r…

Estaba a punto de decir «reglas», pero se tragó la palabra.

—¿Dónde está escrito eso? —preguntó Yaya triunfal—. ¿Dónde pone que las mujeres no pueden ser magos?

Los siguientes pensamientos cruzaron la mente de Cortángulo a toda velocidad:

«…No lo pone en ninguna parte, lo pone en todas partes.»

«… Pero el joven Simón pareció decir que todas partes se parece tanto a ninguna parte que a veces no hay diferencia.»

«… ¿Quiero que me recuerden como el primer archicanciller que permitió que entraran mujeres en la Universidad? Aunque… me recordarían, seguro.»

«…Cuando adopta esa postura, es una mujer realmente impresionante.»

«…Ese cayado tiene ideas propias.»

«…Esto tiene su lógica.»

«… Se reirán de mí.»

«…Puede que no funcione.»

«…Puede que sí funcione.»

* * *

No podía confiar en ellos. Pero no tenía elección.

Esk miró los terribles rostros que la contemplaban, los cuerpos enjutos, piadosamente ocultos por las capas.

Las manos le cosquillearon.

En el mundo de la sombra, las ideas eran reales. El pensamiento pareció viajar por sus brazos.

Era un pensamiento vigoroso, como lleno de burbujas. Se rió, separó las manos, y el cayado apareció entre ellas como un rayo de electricidad sólida.

Las Cosas empezaron a chirriar nerviosas, y una o dos retrocedieron tambaleantes. Simón cayó de bruces cuando las que le retenían le soltaron apresuradamente, y aterrizó en el suelo sobre las manos y las rodillas.

—¡Úsalo! —gritó—. ¡Eso es! ¡Tienen miedo!

Esk le dedicó una sonrisa, y siguió examinando el cayado. Por primera vez, podía ver cómo eran de verdad las tallas. Simón cogió la pirámide del mundo, y corrió hacia ella.

—¡Vamos! —le dijo—. ¡Eso no les gusta!

—¿Cómo dices?

—¡Usa el cayado! —la apremió Simón. Extendió una mano para cogerlo—. ¡Eh! ¡Me ha mordido!

—Lo siento —se disculpó Esk—. ¿De qué estábamos hablando? —Alzó la vista y miró a las Cosas como si las viera por primera vez—. Ah, de ésos. Sólo existen dentro de nuestras cabezas. Si no creyéramos en ellos, no existirían en absoluto.

Simón miró a su alrededor.

—Sinceramente, no puedo decirte que te creo.

—Me parece que deberíamos volver a casa —indicó Esk—. La gente estará preocupada.

Juntó las manos, y el cayado desapareció, aunque por un momento los dedos le brillaron como si ocultara una vela tras ellos.

Las Cosas aullaron. Unas cuantas se derrumbaron.

—Lo más importante de la magia es cómo no usarla —dijo Esk, agarrando a Simón por el brazo.

El chico miró fijamente las figuras despavoridas que los rodeaban, y en su rostro se dibujó una sonrisa estúpida.

—¿Cómo no usarla? —preguntó.

—Exacto —asintió Esk mientras caminaban hacia las Cosas—. Prueba tú.

Extendió las manos, y el cayado brotó del aire. Se lo tendió al chico. Simón hizo ademán de cogerlo, pero se detuvo.

—Eh… no —dijo—. Me parece que no le gusto.

—Creo que, si te lo doy yo, no pasa nada. No puede discutir.

—¿Adónde va cuando desaparece?

—Me parece que se convierte en una idea de sí mismo.

Simón volvió a extender la mano, y cerró los dedos en torno a la madera pulida.

—Bien —dijo, alzándolo en la clásica pose vengativa del mago—. ¡Ahora verán!

—No, mal hecho.

—¿Cómo que mal hecho? ¡Tengo el poder!

—Son como… reflejos de nosotros —explicó Esk—. No puedes golpear a tus reflejos, siempre serán tan fuertes como tú. Por eso se acercaron más a ti cuando empezaste a utilizar la magia. Y no se cansan. Se alimentan de magia, así que no puedes derrotarlos con ella. No, la cosa es…, bueno, no es no usar la magia porque no puedes, eso no sirve de nada. Pero no usar la magia porque puedes… eso sí que les molesta. No les gusta nada. Si la gente dejara de usar la magia, morirían.

Las Cosas que estaban ante ellos cayeron unas sobre otras en su prisa por retroceder.

Simón miró el cayado, luego a Esk, luego a las Cosas, luego otra vez al cayado.

—Habrá que pensar mucho sobre eso —dijo, inseguro—. Me gustaría analizar esa idea.

—Lo harás muy bien.

—Porque lo que estás diciendo es que el auténtico poder es atravesar la magia y salir por el otro lado.

—Pero funciona, ¿no?

Ahora estaban solos en la llanura. Las Cosas no eran más que palos a lo lejos.

—¿Será esto lo que llaman «superhechicería»? —se preguntó Simón.

—No sé. Puede.

—Me gustaría analizar esa idea —repitió el chico, dando vueltas al cayado entre sus manos—. Podríamos preparar algunos experimentos, ¿sabes?, cómo no usar magia deliberadamente. Cuidadosamente, podríamos no dibujar un octograma en el suelo, deliberadamente no invocar a ninguna cosa, y… ¡Sólo pensarlo me hace sudar!

—Yo preferiría pensar en cómo volver a casa —dijo Esk, mirando la pirámide.

—Bueno, se supone que ésta es mi idea del mundo. Debería ser capaz de encontrar un camino. ¿Cómo haces eso con las manos?

El chico las juntó. El cayado se deslizó entre ellas, y su luz le iluminó los dedos un momento, antes de desaparecer. Sonrió.

—Perfecto. Ahora sólo tenemos que buscar la Universidad…

* * *

Autore(a)s: