Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Cortángulo se quedó en silencio, a excepción del castañeteo de sus dientes.

—Oh —dijo—. Oh, ya. Las envió usted, ¿eh?

—Exacto. Iban firmadas. Se supone que eso da una pista en cuanto al remitente, ¿no?

—Sí, sí. Pero pensé que eran una especie de broma —murmuró Cortángulo.

—¿Una broma?

—No recibimos muchas solicitudes de mujeres. No recibimos ninguna.

—No sé por qué no me respondió —insistió Yaya.

—Si quiere saber la verdad, las tiré.

—Al menos, podría haber… ¡Ahí está!

—¿Dónde? ¿Dónde? Oh, ahí.

La niebla se despejó y lo vieron con claridad…, un surtidor de nieve, una columna ornamental de aire helado. Y bajo ella…

El cayado no estaba encerrado en el hielo, sino que yacía tranquilamente en un charco de agua.

Uno de los aspectos más inusuales de un universo mágico es la existencia de opuestos. Ya se ha mencionado que la oscuridad no es el opuesto de la luz, sino una simple ausencia de luz. De la misma manera, el cero absoluto no es más que la ausencia de calor. Si queréis saber lo que es el auténtico frío, un frío tan intenso que el agua no puede helarse, sino antihervir, solo tenéis que mirar ese charco.

Lo miraron en silencio unos segundos, olvidando la discusión.

—Si mete la mano en eso, los dedos se le quebrarán como zanahorias —dijo pausadamente Cortángulo.

—¿No puede cogerlo usted con magia?

Cortángulo se palmeó los bolsillos y al final dio con la bolsita de tabaco. Con dedos experimentados, convirtió los restos de unas cuantas colillas y un papel de fumar en un pitillo nuevo, y lo lamió para darle forma sin apartar los ojos del cayado.

—No —dijo—. Pero lo intentaré.

Miró con añoranza el cigarrillo, y luego se lo colocó tras la oreja. Extendió las manos con los dedos entreabiertos, y sus labios se movieron sin emitir sonido alguno, formulando algunas palabras de poder.

El cayado giró en el charco y luego se elevó suavemente sobre el hielo. Al instante, se convirtió en el centro de un capullo de aire helado. Cortángulo gimió por el esfuerzo. La levitación directa era la parte más difícil de la magia aplicada, por el constante peligro de los conocidos principios de acción y reacción, que vienen a decir que si un mago intenta levantar algún objeto pesado sólo con el poder de su mente, se arriesga a acabar con el cerebro en las botas.

—¿Puede ponerlo de pie? —preguntó Yaya.

Con gran delicadeza, el cayado giró lentamente en el aire hasta quedar frente a Yaya, a pocos centímetros por encima del hielo. El hielo brillaba en sus tallas, pero a Cortángulo le pareció (a través de la neblina roja de la migraña que pendía ante sus ojos) que le estaba mirando. Resentido.

Yaya se ajustó el sombrero y se irguió con decisión.

—Bien —dijo.

Cortángulo dio un respingo. Su tono de voz cortaba como un filo de diamante. Recordaba vagamente las reprimendas de su madre cuando era niño; pues era la misma voz, sólo que refinada, concentrada, afilada, un tono imperativo capaz de poner en pie a un cadáver y hacerlo cruzar medio cementerio antes de que se acordara de que estaba muerto.

Yaya se cruzó de brazos ante el cayado flotante, casi fundiendo su cobertura de hielo con la ira de su mirada.

—¿Te parece que es manera de comportarse? ¿Quedarte ahí tendido en el mar mientras la gente muere? ¡Vaya, qué bonito!

Paseó trazando un semicírculo en torno al cayado. Para sorpresa de Cortángulo el bastón se volvió para seguirla.

—Bien, te tiraron al agua —le espetó Yaya—. ¿Y qué? No es más que una niña, y los niños acaban por tirarnos a todos tarde o temprano. ¿A esto lo llamas lealtad? ¿Es que no te da vergüenza, quedarte aquí haciendo el vago cuando por fin podías hacer algo útil?

Se inclinó hacia adelante, con la nariz ganchuda a pocos centímetros del cayado. Cortángulo estuvo casi seguro de que el cayado intentaba retroceder.

—¿Quieres que te diga lo que les pasa a los cayados malos? —siseó—. ¿Quieres saber lo que te haré si Esk no vuelve a este mundo? Una vez te salvaste del fuego porque ella sentía el dolor. La próxima vez, no será fuego.

Su voz se convirtió en un susurro como un látigo.

—Primero, un cepillo de carpintero. Luego, una lija, y un berbiquí, y un cuchillo de mondar…

—Ya basta, ya basta —dijo Cortángulo con los ojos llorosos.

—…y lo que quede de ti lo dejaré en el bosque para los hongos, los gusanos y los escarabajos. Tardarán años en acabar contigo.

Las tallas se estremecieron. La mayoría se habían trasladado a la parte trasera del cayado, huyendo de la mirada de Yaya.

—Ahora —insistió la bruja—, te diré lo que voy a hacer. Te cogeré y volveremos todos juntos a la Universidad, ¿de acuerdo? Si no, la sierra.

Se arremangó y extendió una mano.

—Mago —indicó—. Quiero que lo suelte.

Cortángulo asintió boquiabierto.

—Cuando diga ya. ¡Ya!

* * *

Cortángulo volvió a abrir los ojos.

Yaya estaba de pie, con el brazo estirado ante ella y la mano aferrada al cayado.

El hielo caía de él en gotas de vapor.

—Bien —terminó Yaya—, y si esto vuelve a suceder, me enfadaré mucho. ¿Ha quedado claro?

Cortángulo bajó las manos y corrió hacia ella.

—¿Está herida?

Ella sacudió la cabeza.

—Es como sostener un carámbano caliente —dijo—. Vamos, no podemos perder tiempo charlando.

—¿Cómo volveremos?

—Oh, vamos, hombre, piense un poco. Iremos volando. Yaya agitó su escoba. El archicanciller la miró, dubitativo.

—¿En eso?

—Por supuesto. ¿Es que los magos no vuelan en sus cayados?

—No es muy digno.

—Si yo puedo soportarlo, usted también.

—Sí, pero… ¿iremos seguros?

Yaya le dirigió una de sus miradas.

—¿Quiere decir en términos absolutos? —preguntó—. ¿O comparándolo con la posibilidad de quedarnos aquí, sobre un témpano de hielo que se está fundiendo?

* * *

—Es la primera vez que vuelo en una escoba —dijo Cortángulo.

—¿De veras?

—Pensé que sólo hacía falta montarse, y ellas volaban —siguió el mago—. No sabía que había que correr, y gritarles.

—Es un truco.

—Y pensé que iban más deprisa —insistió Cortángulo—. Y a más altura, para ser sinceros.

—¿Cómo que a más altura? —preguntó Yaya, tratando de compensar el peso del mago en la parte trasera mientras viraba hacia la parte superior del río.

Como todos los pasajeros desde el amanecer de los tiempos, insistía en inclinarse hacia el lugar erróneo.

—Bueno…, como por encima de los árboles —dijo el mago, agachándose para esquivar el latigazo de una rama.

—Esta escoba no tiene nada que no se arreglase si perdiera usted unos cuantos kilos —le espetó Yaya—. ¿O prefiere bajarse e ir andando?

—La verdad, mis pies van rozando el suelo la mitad del trayecto —señaló Cortángulo—. Pero no quiero avergonzarla. Si alguien me hubiera pedido una lista de los peligros inherentes al hecho de volar, nunca se me habría ocurrido anotar el riesgo de que los arbustos te destrozaran las piernas.

—¿Está fumando? —preguntó Yaya con la mirada clavada al frente—. Huelo a quemado.

—Sólo es para calmar los nervios, señora.

—Pues apáguelo ahora mismo. Y agárrese. La escoba ascendió un poco, y aceleró hasta alcanzar la velocidad de un corredor geriátrico.

—¿Señor mago?

—¿Sí?

—Cuando le dije que se agarrara…

—¿Sí?

—No me refería ahí.

Hubo una pausa.

—Oh. Sí. Ya. Lo siento muchísimo.

—No pasa nada.

—Mi memoria ya no es lo que era…, se lo aseguro…, no pretendía ofenderla.

—No me ha ofendido.

Volaron en silencio un momento más.

—De todos modos —siguió Yaya, pensativa—, creo que preferiría que apartara las manos.

La lluvia recorría las tejas de la Universidad Invisible y bajaba por las zanjas, en las que los nidos de los cuervos, abandonados desde el verano, flotaban como barquichuelos mal construidos. El agua gorgoteaba por cañerías viejísimas. Encontraba una manera de filtrarse entre las losas y saludar a las arañas que vivían bajo ellas.

Bajo los interminables tejados de la Universidad habitaban ecosistemas enteros: los pájaros cantaban en pequeñas selvas nacidas de pepitas de manzana y semillas de hierba, pequeñas ranas nadaban en las zanjas, y una colonia de hormigas se dedicaba a inventar una civilización tan compleja como interesante.

Una de las cosas que el agua no podía hacer era descender a través de las gárgolas ornamentales que recorrían los tejados. Eso era porque las gárgolas corrían a esconderse en los desvanes a la primera señal de lluvia: mantenían que, aunque fueran feas, no eran idiotas.

Llovía a cántaros. Llovía a ríos. Llovía a mares. Pero, sobre todo, llovía a través del techo de la Sala Principal, donde el duelo entre Yaya y Cortángulo había dejado un buen agujero. Treatle se sentía como si estuviera lloviendo personalmente sobre él.

Estaba de pie sobre una mesa, organizando a los equipos de estudiantes que retiraban los antiguos cuadros y tapices antes de que se empaparan por completo. Lo de la mesa era necesario, ya que el agua ya había subido algunos centímetros.

Por desgracia, no era agua de lluvia. Era agua con auténtica personalidad, ese carácter que obtiene el agua tras un largo viaje. Tenía la textura de la genuina agua del Ankh…, demasiado sólida como para beberla, demasiado líquida como para sembrar en ella.

El río se había liberado de sus orillas, y un millón de regueros corrían hacia las bodegas y las ranuras de las baldosas para meterse bajo ellas. De cuando en cuando, resonaba una explosión lejana cuando el agua entraba en alguna mazmorra y hacía reaccionar a alguna magia olvidada. A Treatle no le hacían la menor gracia los siseos y burbujas que salían a la superficie.

Volvió a pensar en lo bonito que sería convertirse en la clase de mago que vivía en una cueva oculta, recogía hierbas, se dedicaba a pensar cosas importantes y entendía lo que decían los búhos. Pero, seguramente, la cueva estaría húmeda, las hierbas serían venenosas, y Treatle no estaba demasiado seguro de qué pensamientos eran importantes a aquellas alturas.

Bajó trabajosamente y chapoteó por las oscuras aguas. Bueno, había hecho todo lo posible. Había tratado de organizar a los magos superiores para que arreglaran el techo con sus artes mágicas, pero se entabló una discusión generalizada sobre los hechizos concretos que debían usarse, y se llegó a la conclusión de que aquello era cosa de los albañiles.

«Así son los magos —pensó sombrío mientras vadeaba entre los arcos goteantes—: siempre sondeando el infinito, sin jamás advertir lo concreto, y menos en cuestiones del hogar. Antes de que llegara esa mujer, nunca habíamos tenido esta clase de problemas.»

Subió por la escalera, iluminada por un relámpago particularmente impresionante. Tenía la fría certeza de que, aunque nadie podía culparle por lo sucedido, todo el mundo lo haría. Se agarró el borde de la túnica y lo exprimió, antes de buscar su bolsa de tabaco.

Era una bonita bolsa, verde e impermeable. Así que la lluvia que había entrado en ella no había podido salir luego. Era indescriptible.

Encontró el rollito de papel de fumar. Las hojas estaban hechas un montón compacto, como el legendario billete encontrado en el bolsillo trasero de unos pantalones que acaban de ser lavados, secados y planchados.

—Mierda —masculló con ganas.

—¡Por favor! ¡Treatle!

Treatle miró a su alrededor. Había sido el último en salir de la sala, donde ahora sólo quedaban los bancos, que empezaban a flotar. Remolinos y burbujas marcaban los lugares en que la magia salía de las bodegas, pero no había nadie a la vista.

A menos, por supuesto, que hubiera hablado una de las estatuas. Eran demasiado pesadas para sacarlas de allí, y Treatle recordaba haber dicho a los estudiantes que un buen lavado no les sentaría mal.

Miró los rostros de piedra, y lo lamentó. Las estatuas de magos muertos muy poderosos tenían a veces más vida de la que corresponde a una estatua. Quizá debió haberlo dicho en voz baja.

—¿Sí? —aventuró, dolorosamente consciente de las miradas pétreas.

—¡Aquí arriba, idiota!

Alzó la vista. La escoba descendió pesadamente en medio de la lluvia con una serie de trompicones y movimientos bruscos. A cosa de metro y medio por encima del suelo, perdió las pocas pretensiones aéreas que le quedaban, y cayó con un sonoro chapuzón.

—¡No te quedes ahí, imbécil!

Treatle miró nervioso en la oscuridad.

—Tengo que quedarme en alguna parte —explicó.

—¡Quiero decir que nos eches una mano! —le gritó Cortángulo, surgiendo de entre las aguas como una Venus gorda y furiosa—. A la señora primero, por supuesto.

Se volvió hacia Yaya, que trataba de pescar algo en el agua.

—He perdido el sombrero —dijo.

Cortángulo suspiró.

—¿Cree que tiene mucha importancia, en un momento como éste?

—Una bruja tiene que llevar sombrero, si no nadie sabrá que lo es.

Consiguió atrapar un objeto oscuro y empapado, lo esgrimió triunfal y se lo puso en la cabeza. Ya no estaba rígido, y la punta le colgaba descuidadamente ante un ojo.

—Bien —dijo en un tono de voz que sugería que el universo haría bien en tener cuidado.

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