Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Yaya se levantó. Pareció crecer hasta llenar la penumbra de la cocina de sombras cambiantes, desgarradas, amenazadoras. Sus ojos se clavaron en Esk.

—Demuéstramelo —repitió con la voz cargada de hielo.

—Pero… —dijo Esk aferrándose desesperadamente al cayado y derribando el taburete en su prisa por retroceder.

—Demuéstramelo.

Con un grito, Esk se dio media vuelta. El fuego brilló en las puntas de sus dedos y voló por la habitación. La llamarada estalló con una fuerza que volcó los muebles, y una bola de luz verde se estrelló contra la chimenea.

Dibujos cambiantes lo recorrieron zumbantes mientras se ensañaba con las piedras, que se resquebrajaron y luego se derritieron. La rejilla de hierro resistió valientemente unos segundos antes de fundirse como la cera. Hizo una última aparición en forma de charco rojo, y luego desapareció. Un momento más tarde, la tetera siguió el mismo camino.

Justo cuando parecía que la chimenea desaparecería de igual manera, las viejas losas cedieron y, con un último estallido, la bola de fuego quedó fuera de la vista.

Un crepitar ocasional o una nube de vapor de cuando en cuando fueron marcando su paso por la tierra. Aparte de eso, sólo hubo silencio, ese silencio sonoro y siseante que se hace tras un ruido ensordecedor. Y, después de aquel brillo actínico, la habitación pareció negra como la noche.

Al rato, Yaya se aventuró a arrastrarse desde detrás de la mesa y se acercó todo lo que le permitió la osadía hasta el agujero, que seguía rodeado por una costra de lava. Se echó hacia atrás bruscamente cuando otra nube de vapor ardiente brotó como una seta.

—Dicen que hay minas de enanos bajo las Montañas del Carnero —dijo, consciente de que no venía a cuento—. Los pobres se van a llevar una sorpresa.

Examinó cautelosa el charquito de hierro fundido que había sido la tetera.

—Lo siento por la rejilla —añadió—. Tenía tallas de búhos.

Acarició el pelo chamuscado de Esk.

—Creo que nos hará falta una buena taza de…, una buena taza de agua fría.

Esk se contempló la mano, asombrada.

—Eso ha sido magia de verdad —dijo al final—. Y la hice yo.

—Una clase de magia de verdad —la corrigió Yaya—. No lo olvides. Además, no querrás pasarte la vida haciendo eso. Si lo llevas dentro, debes aprender a controlarlo.

—¿Puedes enseñarme?

—¿Yo? ¡No!

—¿Cómo voy a aprender, si nadie me enseña?

—Tienes que ir a donde pueden enseñarte. A una escuela de magos.

—Pero si has dicho…

Yaya se detuvo mientras llenaba una jarra del cubo de agua.

—Sí, sí —le espetó—. No importa lo que he dicho, ni lo que diga el sentido común, ni nada. A veces hay que hacer lo que hay que hacer, y tú irás a la escuela de magos sea como sea.

Esk meditó sobre la idea.

—¿Quieres decir que es mi destino? —preguntó por fin. Yaya se encogió de hombros.

—Algo por el estilo. Probablemente. ¿Quién sabe?

Esa noche, mucho después de que Esk se acostara, Yaya se puso el sombrero, encendió una vela nueva, despejó la mesa y sacó de su escondrijo en el aparador una cajita de madera. Dentro había una botellita de tinta, una plumilla milenaria y unas cuantas hojas de papel.

A Yaya no le gustaba demasiado enfrentarse con el mundo de las letras. Los ojos se le saltaban de las órbitas, la lengua se le pegaba, pequeñas gotas de sudor se le formaban en la frente, pero la pluma se abrió camino a arañazos por el papel, acompañada por algún que otro «rayos» o «maldita sea».

La carta decía lo siguiente, aunque a esta versión le faltan las manchas de cera, los borrones de tinta, los tachones y las zonas húmedas del original:

Al gefe de los Magos, Unibersida Inbisible, ola, espero que este bien, le enbio a Escarina Errero, puede ser una buena maga y ademas trabaja mucho y sabe acer diurersas cosas de la casa, lleba dinero no se preocupe, que biba usted muchos años y acabe en paz, sulla señorita Esmerenciana Cerabieja, bruja.

Yaya sostuvo su trabajo a la luz de la vela y lo examinó con ojo crítico. Era una buena carta. Había sacado la palabra «diurersas» del Almanaque, que leía todas las noches. Siempre estaba prediciendo «diurersas molestias» y «diurersas calamidades». Yaya no estaba muy segura de su significado, pero seguía pareciéndole una palabra condenadamente buena.

La selló con cera de la vela y la guardó en el aparador. La podría entregar al portador a la mañana siguiente, cuando bajara al pueblo a comprar una nueva tetera.

* * *

Por la mañana, Yaya se tomó ciertas molestias con su ropa, eligiendo un vestido negro con un estampado de murciélagos y ranas, una gran capa de terciopelo —o al menos una capa hecha de eso que parece el terciopelo tras treinta años de uso constante— y el sombrero puntiagudo, crucificado a horquillazos.

La primera visita fue al albañil, para encargar una chimenea nueva. Luego iría a casa del herrero.

Fue una reunión larga y tormentosa. Esk vagabundeó por el huerto y trepó a su antiguo lugar en el manzano mientras en la casa resonaban los gritos de su padre, los aullidos de su madre y las largas pausas silenciosas, que significaban que Yaya Ceravieja estaba hablando suavemente en lo que Esk denominaba su «esa» voz. A veces, la anciana tenía una manera de hablar clara, comedida. Seguramente era el mismo tono de voz que usó el Creador. No había datos para discutir si en él había magia o sencillamente cabezología. Dejaba bien claro que lo que estaba diciendo era tan cierto como se puede ser.

La brisa sacudía el árbol suavemente. Esk se sentó en la rama, balanceando las piernas.

Pensó en los magos. No solían ir muy a menudo a Culo de Mal Asiento, pero se contaban muchas historias sobre ellos. Recordó que eran sabios, generalmente muy viejos, hacían una magia muy poderosa, complicada y misteriosa, y casi todos llevaban barba. Y todos eran, sin excepción, hombres.

Sobre las brujas sabía mucho más, ya que había acompañado a Yaya en sus visitas a las brujas de un par de pueblos. Además, esas mujeres eran parte fundamental del folclore de las Montañas del Carnero. Las brujas eran astutas, y casi todas muy viejas, o al menos trataban de parecer viejas, practicaban una magia hogareña, orgánica, ligeramente sospechosa, y algunas de ellas tenían barba. También eran, sin excepción, mujeres.

Allí había algún problema básico que no conseguía resolver. ¿Por qué no era posible que…?

Cern y Gulta bajaron corriendo por el sendero y se detuvieron bajo el árbol. Miraron a su hermana con una mezcla de fascinación y desprecio. Las brujas y los magos eran objeto de admiración; las hermanas no. Por alguna razón, el hecho de saber que tu hermana estaba estudiando para bruja devaluaba a toda la profesión.

—No puedes lanzar hechizos —dijo Cern—. ¿A que no?

—Claro que no puede —afirmó Gulta—. ¿Qué es ese palo? Esk había dejado el cayado apoyado contra el árbol. Cern lo rozó con cautela.

—No quiero que lo toques —se apresuró a decir Esk—. Por favor. Es mío.

Por regla general, Cern tenía tanta sensibilidad como un cardo borriquero, pero, para su propia sorpresa, su mano se detuvo.

—¿Y quién quiere tocarlo? —replicó para ocultar su confusión—. No es más que un palo viejo.

—¿Es verdad que puedes hacer hechizos? —preguntó Gulta—. Hemos oído a Yaya decir que sí.

—Pues habéis dicho que no puedo —respondió Esk.

—Bueno, ¿puedes o no? —insistió Gulta, con el rostro colorado.

—A lo mejor.

—¡No puedes!

Esk miró a su hermano desde arriba. Quería mucho a sus hermanos, al menos cuando se acordaba, de una manera obediente, aunque generalmente los recordaba como una pandilla de molestias embutidas en pantalones. Pero había algo muy desagradable en la mirada de Gulta, algo similar a un cerdo, como si el chico se sintiera insultado por Esk.

Notó que su cuerpo empezaba a vibrar y, de repente, el mundo le pareció muy claro y nítido.

—Sí puedo —dijo.

Gulta miró a su hermana y al cayado alternativamente, con los ojos entrecerrados. Dio una patada al bastón.

—¡Un palo viejo!

Esk pensó que parecía un cerdito furioso.

Los gritos de Cern hicieron que Yaya y sus padres salieran a la puerta trasera, y luego bajaran corriendo por el sendero.

Esk seguía entre las ramas del manzano, con una expresión soñadora en el rostro. Cern estaba escondido detrás del árbol, y su cara no era más que un círculo en torno a un aullido rojo, desgarrador.

Gulta estaba sentado, bastante asombrado, sobre un montón de ropa que ya no le iba bien, y arrugaba el morro, olisqueando.

Yaya trepó por el árbol hasta que su nariz ganchuda quedó a la altura de la de Esk.

—No está permitido convertir a las personas en cerdos —siseó—. Ni aunque sean tus hermanos.

—No lo he hecho yo, sencillamente… sucedió. Además, no me negarás que es la forma más apropiada para él —replicó Esk.

—¿Qué pasa? —preguntó Herrero—. ¿Dónde está Gulta? ¿Qué hace aquí este cerdo?

—Este cerdo es tu hijo —explicó Yaya Ceravieja.

La madre de Esk dejó escapar un suspiro antes de desplomarse suavemente de espaldas, pero a Herrero no le cogió tan desprevenido. Miró atentamente a Gulta, que había conseguido escapar del lío de ropas y devoraba con entusiasmo las primeras frutas caídas, y luego a su única hija.

—¿Ha sido ella?

—Sí. O ha sido a través de ella —respondió Yaya, contemplando el cayado con gesto de sospecha.

—Oh.

Herrero contempló a su quinto hijo. Se vio obligado a admitir que la forma le pegaba. Sin mirar, extendió la mano y dio un golpe en la nuca al vociferante Cern.

—¿Puedes devolverle su cuerpo? —preguntó.

Yaya se dio media vuelta y clavó los ojos en Esk, que se encogió de hombros.

—Dijo que no podía hacer magia —repuso con tranquilidad.

—Sí, bueno, creo que ya lo has dejado bien claro —asintió Yaya—. Y ahora, le devolverás su cuerpo, señorita. Ahora mismo, ¿me oyes?

—No quiero. Ha sido antipático.

—Ya veo.

Esk la miró desde arriba, desafiante. Yaya la miró desde abajo, testaruda. Sus voluntades chocaron como un par de platillos, y el aire se espesó entre ellas. Pero Yaya se había pasado toda una vida doblegando a criaturas recalcitrantes y, aunque Esk era una adversaria sorprendentemente fuerte, era obvio que se rendiría antes del final del párrafo.

—Oh, vale —suspiró—. No sé por qué nadie se molesta en convertirlo en cerdo, con lo bien que lo hacía él solo.

No sabía de dónde había venido la magia, pero miró mentalmente en esa dirección e hizo una sugerencia. Gulta reapareció, desnudo, con una manzana en la boca.

—¿Quuu puasa? —preguntó.

Yaya se enfrentó con Herrero.

—¿Me crees ahora? —le espetó—. ¿De verdad piensas que puede quedarse aquí y olvidarse de la magia? ¿Te imaginas a su pobre marido, si llega a casarse?

—Pero tú siempre has dicho que las mujeres no podían ser magos —dijo Herrero.

En realidad, estaba muy impresionado. Yaya Ceravieja nunca había podido transformar a nadie en nada.

—Eso ya no importa —replicó Yaya, calmándose un poco—. Necesita entrenamiento. Necesita aprender a controlarlo. Por lo que más queráis, ponerle algo de ropa a ese crío.

—Gulta, ve a vestirte. Y deja de lloriquear —le ordenó su padre antes de volverse hacia Yaya—. ¿Dijiste que había una especie de escuela? —aventuró.

—La Universidad Invisible, sí. Para entrenar a los magos.

—¿Y sabes dónde está?

—Sí —mintió Yaya, cuyos conocimientos de geografía eran algo inferiores a los de física subatómica.

Herrero miró a su hija, que estaba de morros.

—¿Y la convertirán en mago? —preguntó.

Yaya suspiró.

—No sé en qué la convertirán.

* * *

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