Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Las frases de Simón tenían algo de turbador. Parecía dar a entender que el mundo era tan real como una burbuja de jabón o un sueño.

La tiza chirrió por la pizarra tras él. A veces, Simón tenía que detenerse para explicar los símbolos a los magos, quienes, según le pareció a Esk, se emocionaban ante frases muy tontas. Luego la tiza se movía de nuevo, trazando estelas de cometa en la oscuridad y dejando su rastro de polvillo.

La luz empezaba a desaparecer en el cielo del exterior. A medida que las sombras invadían la habitación, las palabras escritas en tiza brillaron. De repente, a Esk le pareció que la pizarra no es que fuera oscura, sino que no estaba allí, como esas bolas de nada que la magia podía transformar en estrellas, mariposas o diamantes. Todo estaba hecho de vacío.

Lo raro era que a Simón le parecía fascinante.

Esk sólo era consciente de que las paredes de la habitación se habían vuelto tan finas e insustanciales como el humo, como si su vacío se hubiera extendido hasta engullir todo lo que las definía como paredes. Ahora sólo quedaba la conocida llanura fría, vacía, brillante, con sus lejanas colinas erosionadas y las criaturas inmóviles como estatuas que miraban desde arriba.

Ahora había muchas más. Parecían estar por todas partes, arremolinadas como polillas en torno a una luz.

Pero había una diferencia importante: la cara de una polilla, incluso vista desde cerca, sería tan simpática como la de un conejito comparada con las cosas que observaban a Simón.

En aquel momento entró un criado para encender las lámparas, y las criaturas desaparecieron, transformándose en las inofensivas sombras que poblaban los rincones de la sala.

* * *

En algún momento del pasado más reciente, alguien había decidido animar los antiguos pasillos de la Universidad con una mano de pintura, con la vaga noción de que Aprender Debe Ser Divertido. No había salido bien. En todos los universos, es un hecho que no importa el cuidado con que se elijan los colores, toda decoración institucional acaba siendo verde vómito, marrón inmencionable, amarillo nicotina o rosa vendaje usado. Por alguna ley de resonancia simpática apenas conocida, los pasillos pintados de estos colores siempre olían ligeramente a repollo hervido, aunque jamás se hubiera hervido un repollo en los alrededores.

En algún lugar de los pasillos, sonó una campana. Esk se dejó caer del alféizar, agarró el cayado y empezó a barrer industriosamente mientras las puertas se abrían de golpe para dejar salir a los estudiantes. Pasaron junto a ella a ambos lados, como corrientes de agua en torno a una roca. Durante unos minutos, todo fue confusión. Luego las puertas se cerraron, las pisadas se alejaron, y Esk se encontró sola de nuevo.

No por primera vez, la niña deseó que el cayado pudiera hablar. El resto de los criados y criadas eran simpáticos, sí, pero con ellos no se podía mantener una conversación. Al menos, sobre magia.

También empezaba a llegar a la conclusión de que debía aprender a leer. Ese asunto de la lectura parecía ser la clave de la magia de magos, que era todo cuestión de palabras. Los magos creían que los nombres eran lo mismo que las cosas, y que si cambias el nombre, cambias la cosa. O algo por el estilo…

Leer. O sea, la biblioteca. Simón había dicho que allí había miles de libros, y con tantas palabras seguro que existían un par de ellas que Esk pudiera leer. Se puso el cayado al hombro y echó a andar decididamente hacia el despacho de la señora Panadizo.

Casi había llegado cuando una pared le dijo:

—¡Psst!

Esk la miró, y ésta se transformó en Yaya. No era que Yaya pudiera hacerse invisible. Simplemente, tenía la capacidad de fundirse con el entorno, de manera que nadie la veía.

—¿Qué tal te va? —preguntó la anciana—. ¿Cómo va la magia?

—¿Qué haces aquí, Yaya? —preguntó Esk.

—He venido a adivinarle el futuro a la señora Panadizo —respondió Yaya, sujetando con cierta satisfacción un gran fardo de ropa vieja.

Su sonrisa se borró ante la mirada testaruda de Esk.

—Bueno, en la ciudad las cosas son diferentes —explicó—. La gente de la ciudad siempre está muy preocupada por el futuro, les pasa por comer tanta comida rara. Además —añadió al comprender que se estaba disculpando—, ¿por qué no debería adivinar el futuro?

—Porque siempre dices que Hilta estaba jugando con la estupidez de las mujeres —señaló Esk—. Dijiste que los que adivinaban el futuro deberían avergonzarse, y además, no necesitas ropa vieja.

—No desperdicies nada, no desperdicies nada —la sermoneó Yaya. Se había pasado la vida llevando ropa vieja, y no pensaba permitir que una prosperidad temporal la hiciera cambiar—. ¿Te dan bien de comer?

—Sí —respondió Esk—. Yaya, la magia de magos es todo palabras…

—Ya te lo decía yo.

—No, quiero decir… —empezó Esk.

Pero Yaya sacudió una mano en gesto de irritación.

—En este momento no puedo ocuparme de eso —dijo—. Tengo unos encargos importantes para esta noche, si las cosas siguen así tendré que entrenar a alguien. ¿Por qué no vienes a verme cuando te den una tarde libre, o algo así?

—¿Entrenar a alguien? —se horrorizó Esk—. ¿Como bruja?

—No —respondió Yaya—. Bueno, quizá.

—¿Y yo, qué?

—Tú sigues tu propio camino —señaló Yaya—. Sea el que sea.

—Mpf —gruñó Esk.

Yaya la miró.

—Bien, me voy —dijo al final.

Se dio media vuelta y echó a andar hacia la entrada de la cocina. Al hacerlo, su capa revoloteó sobre sus hombros, y Esk advirtió que el forro interior era rojo. Rojo oscuro, rojo vino, pero rojo al fin y al cabo. En Yaya, cuya ropa visible siempre había sido de un sufrido negro, aquello era increíble.

* * *

—¿La biblioteca? —dijo la señora Panadizo—. ¡Pero si nadie limpia la biblioteca!

Parecía sinceramente asombrada.

—¿Por qué? —preguntó Esk—. ¿No entra polvo?

—Bueno… —titubeó la señora Panadizo. Meditó un momento—. Sí, supongo que sí, ahora que lo mencionas. La verdad es que nunca lo había pensado.

—Es que ya he limpiado por todas partes —dijo Esk dulcemente.

—Sí —asintió la señora Panadizo—. Es verdad, sí.

—Entonces, bien.

—La cosa es que… nunca lo habíamos hecho —se rindió la mujer—. Aunque la verdad, no sé por qué.

—Entonces, bien —repitió Esk.

* * *

—¿Ook? —dijo el bibliotecario jefe, alejándose de Esk.

Pero la niña había oído hablar de él, y venía preparada. Le ofreció un plátano.

El orangután extendió la mano lentamente, y agarró el plátano con una sonrisa triunfal.

Quizá haya universos en los que la profesión de bibliotecario se considere tranquila, en los que el único riesgo inherente es que caiga un libro grande de la estantería y te dé en la cabeza. Pero el puesto de bibliotecario mágico no es para gente descuidada. Los hechizos tienen poder, escribirlos y encerrarlos entre cubiertas no basta para reducirlo. Los libros tienen escapes. Los grimorios suelen reaccionar unos en presencia de otros, creando una magia aleatoria con mente propia. Los libros de magia suelen estar encadenados a los estantes, pero no es para impedir que los roben…

Uno de estos accidentes había transformado al bibliotecario en simio, y desde entonces se había resistido a todos los intentos de devolverle su forma, explicando en lenguaje de signos que la vida de un orangután era considerablemente mejor que la de un ser humano, ya que todas las grandes cuestiones filosóficas se reducían a preguntarse de dónde vendría el siguiente plátano. Además, los brazos largos y los pies prensiles eran ideales para los estantes altos.

Esk le dio todo un racimo de plátanos y se escabulló entre los libros antes de que el bibliotecario pusiera objeciones.

Esk jamás había visto más de un libro a la vez, así que, para ella, aquella biblioteca era igual que cualquier otra. Cierto, era un poco extraño que el suelo pareciera fundirse con la pared en la distancia, y las estanterías engañaban a la vista, parecían tener más dimensiones aparte de las tres habituales. También sorprendía un poco ver estanterías en el techo, con algún que otro estudiante vagando despreocupadamente entre ellas.

La verdad era que la presencia de tanta magia distorsionaba el espacio donde se encontraba. El terciopelo —o quizá la franela— del universo estaba retorcido allí para adoptar formas peculiares. Los millones de palabras atrapadas, incapaces de escapar, deformaban la realidad a su alrededor.

A Esk le parecía lógico que entre todos aquellos libros hubiera uno que te enseñara cómo leer los demás. No sabía muy bien cómo encontrarlo, pero en el interior de su corazón sentía que, probablemente, tendría dibujos de gatitos y conejitos alegres en la cubierta.

Desde luego, la biblioteca no era silenciosa. De cuando en cuando se oía el zumbido de alguna descarga mágica, y un chispazo octarino saltaba de estante en estante. Las cadenas tintineaban débilmente. Y, por supuesto, se escuchaba el crujido de miles de páginas en sus prisiones de encuadernación de cuero.

Esk se aseguró de que no había nadie cerca, y cogió el volumen más próximo. Se abrió de golpe en sus manos, y la niña advirtió con pesadumbre que las páginas estaban llenas de los mismos diagramas desagradables que había advertido en el libro de Simón. La escritura no significaba nada para ella, cosa de la que se alegraba…, sería horrible conocer todo lo que significaban de verdad aquellas letras, que parecían criaturas horripilantes haciéndose cosas complicadas unas a otras. Cerró el libro con esfuerzo, pese a la resistencia desesperada de las palabras. En la cubierta había un dibujo de una criatura. Se parecía sospechosamente a una de las cosas del desierto frío. Desde luego, no era un gatito alegre.

—¡V-vaya! ¿Esk, verdad? ¿C-cómo has llegado a-aquí?

Era Simón, que llevaba un libro bajo cada brazo.

Esk se sonrojó.

—Yaya no quiere decírmelo —respondió—. Creo que tiene algo que ver con los hombres y las mujeres.

Simón la miró sin comprender. Luego, sonrió. Esk volvió a pensar sobre la pregunta.

—Trabajo aquí. Barriendo.

Señaló el cayado en gesto de explicación.

—¿Aquí?

Esk le miró. Se sentía sola, perdida y muy traicionada. Todo el mundo parecía concentrado en vivir sus vidas, excepto ella. Se pasaría los años limpiando detrás de los magos. No era justo, estaba harta.

—La verdad es que no. Estoy aprendiendo a leer para poder ser mago.

El chico la contempló con sus ojos húmedos unos instantes. Luego, amablemente, cogió el libro de manos de Esk y leyó el título.

Demonoylogía Deformatorum de Expulsión de Espíritus Inmundos. ¿Cómo p-pretendes leer esto?

—Mmm —respondió Esk—. Bueno, hay que intentarlo hasta que lo consigues, ¿no? Es como ordeñar, o hacer punto o… Su voz se fue apagando.

—No estoy muy ssseguro. Estos libros s-son un ppppoco agresivos. Sssi no tienes cuidado, son ellos l-los que te l-leen a ti.

—¿Qué quieres decir?

—Hay quien dddddd…

—…dice… —aportó Esk automáticamente.

—…que había un mmmmm…

—…mago…

—…que empezó a l-leer el Necroteleconomicón, y se le escapó la mmmmm…

—…mente…

—…y al otro día e-encontraron sssus ropas en la sssilla, con el sssombrero encima, y el libro tenía…

Esk se metió los dedos en los oídos, pero no consiguió dejar de oír.

—Si es muy horrible, no quiero saberlo.

—…tenía mmmuchas mmmás páginas.

Esk se sacó los dedos de los oídos.

—¿Había algo en las páginas?

Simón asintió con solemnidad.

—Sí. En cada una de ellas ha-había ppp…

—No —le interrumpió Esk, aunque maldita la falta que hacía—. No quiero ni imaginarlo. Pensé que leer era una cosa más tranquila, o sea, Yaya leía su Almanaque todos los días y nunca le pasó nada.

—Yo d-diría que las palabras nnn…

—…normales…

—…son adecuadas —concedió Simón con magnanimidad.

—¿Estás completamente seguro?

—Lo que pasa es que las pppalabras tienen pppoder —dijo Simón, colocando el libro en su sitio con firmeza. El volumen hizo tintinear sus cadenas—. Y dicen que la pppluma es mmmás p-po-derosa que la esss…

—…espada —terminó Esk—. Es posible, pero… ¿con cuál de las dos cosas preferirías que te golpearan?

—Mmm, sssupongo que es inútil d-decirte que no dddeberías estar aquí, ¿verdad? —inquirió el joven mago.

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