Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Dirigió una mirada a Gulta, quien había abierto la boca para decir algo, pero, inteligentemente, se abstuvo.

Cuando se hubieron marchado, con el sonido de las protestas de los dos niños resonando entre los árboles, Yaya abrió la puerta, empujó a Esk hacia el interior y corrió el cerrojo. Cogió un par de velas del aparador y las encendió. Luego sacó de un antiguo arcón unas cuantas mantas de lana, viejas pero todavía utilizables aunque olieran a hierbas antipolillas, envolvió a Esk con ellas y la sentó en la mecedora.

Se puso de rodillas con un acompañamiento de crujidos y gruñidos, y empezó a encender el fuego. Era una cuestión complicada en la que intervenían yescas secas, virutas de madera, ramitas rotas, y muchos soplidos y sudores.

—No tienes que hacerlo así, Yaya —dijo Esk.

Yaya se tensó y observó la chimenea. Era muy bonita, Herrero se la había forjado hacía años decorándola con búhos y murciélagos. Pero, en aquel momento, el diseño era lo que menos le importaba.

—Ah, ¿no? —dijo con voz átona—. ¿Se te ocurre algún sistema mejor?

—Enciéndela con magia.

Yaya se concentró muchísimo en colocar trocitos de rama sobre las llamas desganadas.

—¿Y cómo sugieres que lo haga? —preguntó, al parecer hablando con la chimenea.

—En… —titubeó Esk—. No…, no me acuerdo. Pero seguro que tú lo sabes, ¿no? Todo el mundo dice que puedes hacer magia.

—Hay un tipo de magia —dijo Yaya—, y otro tipo de magia. Es muy importante que recuerdes para qué es y para qué no es la magia, niña. Y créeme, la magia no es para encender fuegos, de eso puedes estar bien segura. Si el Creador hubiera querido que encendiéramos el fuego con la magia, no nos habría dado… eh… cerillas.

—Pero ¿se puede encender el fuego con magia? —insistió Esk mientras Yaya colgaba una vieja tetera negra de su gancho—. O sea, si quisieras. Si estuviera permitido.

—Es posible —respondió Yaya, que no podía hacerlo porque el fuego no tenía mente, no estaba vivo, y ésas eran sólo dos de las tres razones.

—Te sería mucho más fácil.

—Si vale la pena hacer una cosa, vale la pena aunque sea difícil —replicó Yaya recurriendo a los aforismos, el último refugio del adulto acosado.

—Sí, pero…

—No me vengas con peros.

Buscó algo en el oscuro cajón de madera del aparador. Se enorgullecía de su conocimiento inigualable sobre las propiedades de todas las hierbas que se podían encontrar en las Montañas del Carnero —nadie sabía como ella de los múltiples usos del mosto orejero, el deseo de doncella y el cardo amoroso—, pero en ocasiones tenía que recurrir a su pequeña reserva de medicinas de Lejos (que, por lo que a ella respectaba, designaba a cualquier lugar situado a más de un día de viaje) para conseguir los resultados apetecidos.

Pulverizó unas cuantas hojas rojas bien secas sobre un tazón, las cubrió de miel y agua caliente procedente de la tetera, y lo colocó entre las manos de Esk. Luego puso una gran piedra redonda bajo la rejilla de la chimenea —más tarde, envuelta en un trozo de manta, serviría para calentar la cama— e, indicando seriamente a la niña que no se moviera de la mecedora, se dirigió a la cocina.

Esk tamborileó los talones contra las patas de la silla mientras bebía a sorbos. El contenido de la taza tenía un sabor extraño, picante. Se preguntó qué sería. No era la primera vez que probaba los brebajes de Yaya, por supuesto, con más o menos miel dependiendo de si la anciana creía o no que ibas a armar jaleo, y Esk sabía que la bruja era famosa en las montañas por sus pociones especiales para enfermedades que la madre de la niña —y también algunas jóvenes de vez en cuando— mencionaba sólo en voz baja y arqueando las cejas…

Cuando Yaya volvió, ya estaba dormida. No se dio cuenta de que la llevaba a la cama, ni de que cerraba las ventanas.

Yaya Ceravieja volvió a bajar, y acercó su mecedora al fuego.

Se dijo que había algo agazapado en la mente de la niña. No le gustaba pensar en lo que era, pero recordó lo que les sucediera a los lobos. Y todo aquello de encender fuego con magia. Los magos lo hacían, era una de las primeras cosas que les enseñaban.

Yaya suspiró. Sólo había una manera de asegurarse, y ella ya era vieja para aquellas cosas.

Cogió una vela y salió por la despensa al anexo donde estaban sus cabras. La miraron sin miedo, cada una sentada en su corral como una mancha lanosa, tres bocas dando cuenta rítmicamente del heno del día. El aire tenía un olor cálido y algo flatulento.

En las vigas había un pequeño búho, una de las muchas criaturas que consideraban que vivir con Yaya bien valía algún inconveniente ocasional. La anciana lo llamó y le acarició la cabeza en forma de bala cuando se posó en su mano, y empezó a buscar un lugar confortable en el que tenderse. Tendría que conformarse con un montón de heno.

Apagó la vela y se tumbó, con el búho aferrado a su dedo.

Las cabras masticaron, eructaron y no mostraron la menor intención de dejar de comer. Era lo único que se oía en la casa.

El cuerpo de Yaya se quedó inmóvil. El búho sintió como ella entraba en su mente, y le hizo sitio con toda amabilidad. Yaya sabía que lo lamentaría: dos Préstamos en un sólo día la dejarían hecha polvo a la mañana siguiente, por no mencionar que sentiría un irresistible deseo de comer ratones. Por supuesto, cuando era más joven, aquello no significaba nada para ella, corría con los ciervos, cazaba con los zorros, descubría los extraños caminos oscuros de los topos, sin apenas pasar una noche en su propio cuerpo. Pero ahora le resultaba cada vez más difícil, sobre todo el regreso. Quizá llegara un momento en que no podría regresar, quizá el cuerpo tendido no fuera más que un montón de carne muerta, y quizá no fuera una cosa tan terrible, al fin y al cabo.

Era la clase de cosas que los magos nunca conocerían. Si se les ocurría entrar en la mente de una criatura, lo harían como un ladrón, no por maldad, sino sencillamente porque no se les ocurriría hacerlo de otra manera, los muy idiotas. ¿Y de qué servía apoderarse de la mente de un búho? El mago no sabía volar, tendría que pasarse la vida aprendiendo. Pero el método suave era cabalgar sobre su mente, hacerla maniobrar con la delicadeza de la brisa agitando una hoja.

El búho se estremeció, aleteó hasta la pequeña ventana y planeó silenciosamente hacia la noche.

Las nubes se habían dispersado y la luna hacía brillar las montañas. Yaya escudriñó a través de los ojos del búho mientras volaba silencioso entre los árboles. ¡Era una manera única de viajar cuando el cuerpo se acostumbraba a ella! Le gustaba tomar en Préstamo a los pájaros más que a ninguna otra criatura, utilizarlos para explorar los altos valles recónditos adonde no llegaba nadie, los lagos secretos entre los negros precipicios, las pequeñas praderas amuralladas escondidas entre rocas abruptas, que eran propiedad de seres misteriosos. En cierta ocasión, había cabalgado con los gansos que pasaban sobre las montañas en primavera y otoño, y se llevó el peor susto de su vida cuando casi llegó más allá del punto sin retorno.

El búho salió del bosque y planeó sobre los tejados del pueblo, posándose con una lluvia de nieve en el manzano más alto del huerto del herrero. Estaba cubierto de muérdago.

Yaya supo que había acertado en cuanto sus garras rozaron la corteza. Al árbol le molestó su presencia, lo sintió tratando de expulsarla.

No pienso irme, pensó.

En el silencio de la noche, el árbol replicó:

Eso, métete conmigo sólo porque soy un árbol. Típico de las mujeres.

Al menos, ahora sirves de algo—pensó Yaya—. Más vale árbol que mago, ¿eh?

No es tan mala vida —pensó el árbol—. Sol. Aire fresco. Tiempo para pensar. Y también abejas, en primavera.

El tono del árbol al hablar de las abejas tenía algo de lascivo que casi quitó a Yaya, que tenía varias colmenas, el gusto por la miel. Era como si le recordaran que los huevos eran gallinas nonatas.

He venido por lo de la niña, Esk, siseó ella.

Una chiquilla prometedora—pensó el árbol—. La estoy observando con interés. Y le gustan las manzanas.

¡Bestia!, le espetó Yaya, horrorizada.

¿Qué he dicho? ¡Mira cómo se pone ésta!

Yaya se acercó un poco más al tronco.

Tienes que dejarla en paz—pensó—. La magia empieza a invadirla.

¿Ya? Impresionante, replicó el árbol.

¡No es magia adecuada para ella!—graznó Yaya—. ¡Es magia de mago, no magia de mujeres! ¡Ella aún no sabe lo que es, pero esta noche ha matado a una docena de lobos!

¡Genial!, exclamó el árbol.

Yaya ululó, furiosa.

¿Genial? Imagínate que hubiera estado discutiendo con sus hermanos y se hubiera enfadado de verdad, ¿eh?

El árbol se encogió de hombros. Una cascada de copos de nieve cayó de sus ramas.

Entonces, tendrás que entrenarla, sugirió.

¿Entrenarla? ¡No tengo la menor idea de cómo se entrena a un mago!

Pues envíala a la universidad.

¡Es una mujer!,ululó Yaya, saltando en su rama.

¿Y qué? ¿Quién dice que las mujeres no pueden ser magos?

Yaya titubeó. Tanto daría que el árbol hubiera preguntado por qué los peces no podían ser pájaros. Tomó aliento y empezó a hablar. Y se detuvo. Sabía que existía una respuesta cortante, incisiva, determinante y, sobre todo, evidente. Sólo que, por molesto que le resultase, no se le ocurría.

Las mujeres nunca han sido magas. Va contra la naturaleza. Es como si dijeras que los hombres pueden ser brujos.

Si tu definición de bruja es alguien que adora la necesidad pancreativa, es decir, que venera lo básicamente…, empezó el árbol.

Y siguió así durante varios minutos. Yaya Ceravieja escuchó impaciente y molesta expresiones como «Diosas Madre» y «Adoración primitiva de la luna», y se dijo que sabía muy bien lo que era ser una bruja, todo cuestión de hierbas, maldiciones, revoloteos nocturnos y, sobre todo, mantenerse del lado de la tradición. Desde luego, no tenía nada que ver con diosas, ni de las madres ni de las otras, que al parecer tenían costumbres muy reprochables. Y cuando el árbol empezó a hablar sobre «bailar desnudas», trató de no escuchar, porque aunque era consciente de que, bajo sus complicados estratos de combinaciones y faldas había algo de piel, eso no significaba que lo aprobara.

El árbol finalizó su monólogo.

Yaya aguardó hasta estar segura de que no iba a añadir nada.

Eso es la brujería, ¿no?, dijo.

En teoría, sí.

Los magos tenéis unas ideas bien raras.

Ya no soy un mago, sólo un árbol.

Yaya erizó las plumas.

Pues escucha bien, señor Árbol Teórico. Si las mujeres estuvieran destinadas a ser magas, podrían dejarse crecer la barba, y Esk no va a ser maga, eso te lo garantizo, ésa no es la magia adecuada, te enteras, no es más que luces y fuegos y trastear con un poder del que ella no tendría por qué saber nada, así que buenas noches.

El búho se alejó de la rama. Yaya no temblaba de ira, pero era sólo porque eso le impediría volar. ¡Magos! Hablaban demasiado, clavaban los hechizos en libros como si fueran mariposas y, lo peor de todo, creían que su magia era la única que merecía la pena.

Yaya estaba completamente segura de una cosa. Las mujeres nunca habían sido magas, y no iban a empezar ahora.

* * *

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