Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Cortángulo chapoteó hacia ella.

—Esto es una tontería —dijo—. Sin ánimo de ofender, señora. Pero la corriente lo habrá arrastrado hasta el mar. Y yo me voy a morir de frío.

—No se puede mojar más de lo que está. Además, no sabe caminar con la lluvia.

—¿Cómo dice?

—Va como encorvado, pelea contra ella, y no se hace así. Debería…, bueno, moverse entre las ropas.

Y, en realidad, Yaya no parecía más que algo mojada.

—Lo tendré en cuenta. Vamos, señora, necesito una buena chimenea y una taza de algo caliente.

Yaya suspiró.

—No sé. En cierto modo, esperaba verlo salir del barro, o algo así. Pero con tanta agua…

Cortángulo le dio unas palmaditas amables en el hombro.

—Quizá podamos hacer otra cosa… —empezó.

Se vio interrumpido por otro relámpago, seguido por su correspondiente trueno.

—Decía que quizá podamos hacer algo… —empezó de nuevo.

—¿Qué es eso que he visto? —quiso saber Yaya.

—¿El qué? —preguntó Cortángulo, intrigado.

—¡Proporcióneme algo de luz!

El mago dejó escapar un suspiro húmedo, y extendió una mano. Un rayo de fuego dorado surcó las aguas hirvientes y siseó al apagarse.

—¡Eso! —exclamó Yaya, triunfal.

—No es más que un bote —explicó Cortángulo—. Los muchachos lo usan en verano…

Vadeó tras la figura decidida de Yaya tan deprisa como pudo.

—¡No estará pensando en sacarlo con una noche como ésta! ¡Es una locura!

Yaya avanzó por los empapados tablones del espigón, que estaba casi sumergido.

—¡No sabe manejar un bote! —protestó Cortángulo.

—En ese caso, tendré que aprender deprisa —replicó Yaya con tranquilidad.

—¡Pero si no he ido en bote desde que era un chiquillo!

—No le he pedido que venga. ¿El lado puntiagudo va delante?

Cortángulo gimió.

—Esto tiene mucho mérito, pero… ¿no sería mejor esperar a mañana?

Un relámpago iluminó el rostro de Yaya.

—Quizá no —concedió Cortángulo.

Avanzó por el espigón y atrajo el pequeño bote de remos hacia sí. Subirse a él era cuestión de suerte, pero al final lo consiguió, tanteando la boza en la oscuridad.

El bote salió al agua, que lo arrastró haciéndolo girar lentamente.

Yaya se aferró al asiento mientras el bote se mecía en las aguas turbulentas, y miró a Cortángulo expectante.

—¿Y?—dijo.

—¿Y qué?

—Dijo que sabía manejar un bote.

—No. Dije que usted no sabía.

—Oh.

Se agarraron como pudieron mientras el bote se escoraba peligrosamente, se enderezaba de milagro y la corriente lo seguía arrastrando.

—Cuando dijo que no había estado en un bote desde que era un chiquillo… —empezó Yaya.

—Creo que tenía dos años.

El bote quedó atrapado en un remolino, giró sobre sí mismo y siguió corriente abajo.

—Creí que había sido usted la clase de niño que se pasaba el día metido en un bote.

—Nací en las montañas. Por si le interesa, la hierba húmeda me mareaba —dijo Cortángulo.

El bote chocó contra un tronco sumergido, y una ola entró por la proa.

—Conozco un hechizo para no ahogarnos —añadió con tristeza.

—Me alegra oírlo.

—Pero hay que pronunciarlo cuando se está en tierra seca.

—Quítese las botas —ordenó Yaya.

—¿Qué?

—¡Que se quite las botas, hombre!

Cortángulo se removió inquieto en el banquito.

—¿Qué está pensando?

—¡No sé mucho sobre botes, pero sí que se supone que el agua debe estar fuera! —Yaya señaló la marea oscura que lamía los pantoques—. ¡Llene las botas de agua y tírela por la borda!

Cortángulo asintió. Tenía la sensación de que las dos últimas horas habían pasado sin que él tuviera nada que decir al respecto, y por un momento acarició la idea, extrañamente consoladora de que no tenía control sobre su propia vida y, por tanto, nadie podría echarle la culpa. Llenarse las botas de agua para achicarla del bote en un río crecido a medianoche y sentado frente a una mujer, era tan lógico como cualquier otra cosa, dadas las circunstancias.

Y una mujer que era toda una figura, dijo una voz olvidada en el fondo de su mente. Al verla barrer el agua con su escoba para sacarla del bote, algo en el descuidado subconsciente de Cortángulo empezó a agitarse.

No estaba muy seguro sobre lo de la figura, por supuesto, dado el viento, la lluvia y la costumbre de Yaya de ponerse todo su guardarropa a la vez. Cortángulo carraspeó, titubeante. Toda una figura, metafóricamente hablando, decidió.

—Mmm… mire —dijo—. Todo esto tiene mucho mérito, pero consideremos las circunstancias, la velocidad del agua y todo eso, ¿entiende? Puede que ahora ya esté en medio del océano. Quizá nunca vuelva a la orilla. ¡Incluso puede caer por la Catarata Periférica!

Yaya, que había estado escudriñando las aguas, se dio media vuelta.

—¿No se le ocurre decir nada que pueda servir de ayuda? —inquirió.

Cortángulo siguió achicando unos momentos.

—No —dijo.

—¿Ha oído hablar alguna vez de alguien que Volviera?

—No.

—Entonces vale la pena intentarlo, ¿no cree?

—Nunca me ha gustado el océano —suspiró—. Debería estar pavimentado. Hay cosas horribles en él, en las zonas profundas. Monstruos marinos. O eso dicen.

—Siga achicando, muchacho, o tendrá ocasión de comprobarlo.

La tormenta rugía sobre ellos. Allí, sobre las llanuras fluviales, se sentía perdida. Su lugar estaba en las Montañas del Carnero, donde la gente sabía apreciar una buena tormenta. Rondaba por allí, buscando aunque fuera una colina moderadamente alta para dejar caer un relámpago sobre ella.

La lluvia amainó hasta convertirse en esa llovizna suave capaz de caer insistente durante días. Una niebla marina se disponía a ayudarla.

—Si tuviéramos remos, podríamos remar, en el caso de que supiéramos adónde vamos —dijo Cortángulo.

Yaya no respondió.

El mago achicó unas cuantas botas de agua, y pensó que el bordado de oro de su túnica no volvería a ser el mismo. Era bonito pensar que, algún día, eso tendría importancia.

—Supongo que no sabrá usted por casualidad hacia dónde está el Eje —aventuró, sólo por preguntar algo.

—En dirección a donde crece el musgo en los árboles —replicó Yaya sin volver la cabeza.

—Ah —asintió.

Escudriñó las aguas aceitosas con gesto sombrío, y se preguntó de dónde vendrían. A juzgar por el olor a sal, ya debían de estar en la bahía.

Lo que realmente le aterraba del mar era que lo único que se interponía entre él y las cosas horribles que vivían en el fondo, era el agua. Por supuesto, la lógica le indicaba que lo único que se interponía entre él y, por ejemplo, los tigres devoradores de hombres de las selvas de Klatch era la distancia. Pero no era lo mismo. Los tigres no surgen de abismos espeluznantes, con bocas llenas de dientes como agujas…

Se estremeció.

—¿No lo nota? —preguntó Yaya—. ¿No lo saborea en el aire? ¡Magia! ¡Y tiene que salir de alguna parte!

—En realidad, no se disuelve en el agua —dijo Cortángulo.

Chasqueó los labios un par de veces. Desde luego, debía admitir que la niebla tenía un ligero sabor metálico, y que el aire era levemente aceitoso.

—Usted es un mago —gruñó Yaya—. ¿No puede llamarlo, o algo así?

—Nunca se habían dado las circunstancias —se excusó Cortángulo—. Hasta ahora, ningún mago había tirado su cayado al mar.

—Sé que está aquí, por alguna parte. ¡Ayúdeme a buscarlo, hombre!

Cortángulo gimió. Había sido una noche ajetreada, y antes de hacer más magia necesitaba urgentemente doce horas de sueño, varias comidas abundantes y una tarde tranquila ante una buena chimenea. Se estaba haciendo viejo, ése era el problema. Pero cerró los ojos y se concentró.

Allí alrededor había magia, desde luego. Hay lugares en los que la magia se acumula por naturaleza. Va creciendo en torno a trozos de metal octhierro, en la madera de ciertos árboles, en lagos aislados, y las personas que saben hacerlo pueden cogerla y almacenarla. En aquella zona había un buen depósito de magia.

—Es potente —dijo—. Muy potente. Se llevó las manos a las sienes.

—Hace un frío de muerte —gruñó Yaya.

La lluvia insistente se había transformado en nieve.

El mundo cambió de repente. El bote se detuvo, pero no bruscamente, sino como si el mar hubiera decidido de pronto volverse sólido. Yaya miró por la borda.

El mar se había vuelto sólido. El sonido de las olas venía de muy lejos, y parecía alejarse cada vez más.

Se inclinó por encima de la borda y tanteó el agua.

—Hielo —dijo.

El bote se había quedado inmóvil en un océano de hielo. Crujía ominosamente.

Cortángulo asintió con lentitud.

—Tiene sentido —dijo—. Si están… donde creemos que están, allí hace mucho frío. Se dice que tanto como entre las estrellas durante la noche. Así que el cayado también lo siente.

—Bien —dijo Yaya, saliendo del bote—. Ahora, sólo tenemos que encontrar el centro del hielo, y allí estará el cayado, ¿verdad?

—Sabía que diría eso. ¿Puedo al menos ponerme las botas?

Caminaron entre las olas heladas. Cortángulo se detenía de vez en cuando para sentir la ubicación exacta del cayado. La túnica se le estaba congelando. Le castañeteaban los dientes.

—¿No tiene frío? —preguntó a Yaya, cuyo vestido apenas crujía.

—Tengo frío —concedió la mujer—. Sencillamente, no tirito.

—Cuando yo era niño, los inviernos eran así —suspiró Cortángulo, echándose aliento en los dedos—. En Ankh casi nunca nieva.

—¿De verdad? —dijo Yaya, escudriñando a través de la nieve helada.

—Recuerdo que, en la cima de las montañas, había nieve durante todo el año. Ah, las temperaturas ya no son como antes. Al menos, hasta ahora —añadió dando una patada al hielo.

Éste crujió amenazador, recordándole que sólo él se interponía entre su vida y el fondo del mar. El siguiente paso fue tan suave como le resultó posible.

—¿A qué montañas se refiere? —preguntó Yaya.

—Ah, las Montañas del Carnero. Más hacia el Eje. Nací en Cuello de Lata.

Yaya meditó un instante.

—Cortángulo, Cortángulo… —dijo suavemente—. ¿Tiene algo que ver con el viejo Acktur Cortángulo? Vivía en una gran casa vieja, al pie de la Montaña Saltarina, y tenía un montón de hijos.

—Era mi padre. ¿Cómo discos lo sabe, señora?

—Crecí allí —dijo Yaya, dominando la tentación de sonreír—. En el valle de al lado, en Culo de Mal Asiento. Recuerdo a su madre. Buena mujer, tenía gallinas morenas y blancas. Yo solía ir a comprar huevos para la mía. Antes de hacerme bruja, claro.

—No la recuerdo a usted —suspiró Cortángulo—. Pero claro, fue hace mucho tiempo. Siempre había muchos niños alrededor de nuestra casa. —Suspiró de nuevo—. Hasta es posible que le tirase a usted del pelo alguna vez. Solía hacer esas cosas.

—Quizá. Recuerdo a un niño gordo, muy antipático.

—Puede que fuera yo. Me parece recordar a una niña un tanto mandona, pero fue hace mucho tiempo.

—En aquellos tiempos, yo no tenía el pelo blanco.

—En aquellos tiempos, todo era diferente.

—Cierto.

—En verano no llovía tanto.

—Los ocasos eran más rojos.

—Había más ancianos. El mundo estaba lleno de ancianos —dijo el mago.

—Sí, lo sé. Y ahora está lleno de jóvenes. Es raro…, cualquiera habría dicho que sería al revés.

—Hasta el aire era mejor. Más fácil de respirar —dijo Cortángulo.

Siguieron caminando a través de los torbellinos de nieve, meditando sobre las ironías del clima y del tiempo.

—¿Ha vuelto alguna vez a casa? —preguntó Yaya.

Cortángulo se encogió de hombros.

—Cuando murió mi padre. Es extraño, nunca le he contado esto a nadie, pero…, bueno, allí están mis hermanos, porque soy octavo hijo, por supuesto. Todos tienen hijos, y hasta nietos, y casi ninguno sabe escribir su propio nombre. Yo podría haber comprado todo el pueblo. Y me trataron como a un rey, pero…, bueno, he estado en lugares y he visto cosas que los volverían locos, me he enfrentado con criaturas peores que sus pesadillas, conozco secretos que muy pocos comparten…

—Se sintió usted desplazado —dijo Yaya—. No tiene nada de raro. A todos nos pasa lo mismo. Nosotros lo elegimos.

—Los magos no deberían volver a casa.

—Yo no creo que tengan casa —asintió Yaya—. Como siempre digo yo, no se puede cruzar el mismo río dos veces.

Cortángulo pensó un instante sobre aquella afirmación.

—Creo que en eso se equivoca —señaló—. Yo he debido de cruzar el mismo río miles de veces.

—Oh, pero no era el mismo río.

—¿No?

—No.

Cortángulo se encogió de hombros.

—Pues el condenado río parecía el mismo.

—No tiene por qué hablar así —le reprochó—. ¡No sé por qué debo aguantar ese vocabulario de un mago que ni siquiera responde a las cartas!

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