Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Esk miró atentamente a Yaya Ceravieja. El rostro de la anciana parecía demacrado y gris. ¿Qué aspecto tendría un muerto? Por cierto, ¿no debería respirar?

Gulta consiguió recuperarse.

—Deberíamos ir a buscar a alguien y deberíamos ir ya porque se va a hacer de noche en cualquier momento —dijo con voz átona—. Pero Cern se quedará aquí.

Su hermano le miró horrorizado.

—¿Para qué?

—Alguien tiene que quedarse con los muertos —dijo Gulta—. Acuérdate cuando se murió el Tío Derghart, y papá tuvo que quedarse sentado allí toda la noche, con velas y esas cosas. Si no lo haces, vienen cosas malas que te cogen el alma y se la llevan a…, a otro sitio —terminó con tono poco persuasivo—. Y luego, el muerto vuelve y te persigue.

Cern abrió la boca dispuesto a gritar de nuevo.

—Me quedaré yo —se apresuró a decir Esk—. No me importa. Sólo es Yaya.

Gulta la miró, aliviado.

—Enciende unas velas, o algo así —dijo—. Creo que eso es lo que hay que hacer. Y luego…

Algo rascó el alféizar de la ventana. Un cuervo se había posado allí, y los miraba con gesto de sospecha. Gulta gritó y le lanzó su sombrero. El pájaro se fue volando con un graznido de reproche, y el niño cerró la ventana.

—Lo he visto antes por aquí —explicó—. Creo que Yaya le da de comer. Le daba —se corrigió—. Bueno, volveremos con alguien enseguida. Vamos, Ce.

Bajaron por la oscura escalera. Esk los vio salir de la casa y cerrar la puerta tras ellos. El sol era una bola roja sobre las montañas, y ya habían aparecido algunas estrellas.

La niña vagó por la sombría cocina hasta encontrar un trocito de vela y un yesquero. Tras muchos esfuerzos, consiguió encender la vela y colocarla sobre la mesa, aunque la llamita no iluminó la habitación: se limitó a poblar de sombras la oscuridad. Luego, Esk encontró la mecedora de Yaya junto a la chimenea fría, y se sentó a esperar.

Pasó el tiempo. Nada sucedió.

Entonces, se oyó un golpecito en la ventana. Esk cogió el trozo de vela y miró a través de los gruesos cristales.

Un ojillo brillante y amarillento le devolvió la mirada.

La llama tembló y se apagó.

Esk se quedó quieta, rígida, casi sin respirar. Los golpecitos sonaron de nuevo, y luego cesaron. Hubo un breve silencio… antes de que el pestillo crujiera.

«Vienen cosas malas», habían dicho los chicos.

Recorrió la habitación a ciegas hasta volver a la mecedora, y la arrastró como pudo hasta apoyarla contra la puerta delantera. El pestillo dejó escapar un último crujido y quedó en silencio.

Esk aguardó, escuchando, hasta que el silencio le rugió en los oídos. En aquel momento, algo empezó a golpear el ventanuco de la despensa, suave pero insistentemente. Hizo una pausa, y luego volvió a empezar en el dormitorio del piso superior…, un ruido tenue, como el de una garra.

Esk sintió que aquello exigía valor, pero en ciertas noches el valor duraba sólo lo que la llama de una vela. Volvió a recorrer la cocina a ciegas, con los ojos bien cerrados, hasta que llegó a la puerta.

Hubo un golpe en el hogar cuando cayó una enorme bola de hollín, y entonces oyó los arañazos desesperados que bajaban por la chimenea. Abrió la puerta de golpe y salió corriendo hacia la noche.

El frío la golpeó como un cuchillo. Una costra de hielo cubría la nieve. No le importaba adónde iba, pero el terror silencioso le dio una ardiente decisión de llegar lo antes posible.

Dentro de la casa, el cuervo aterrizó pesadamente en el hogar, rodeado de hollín y refunfuñando irritado. Saltó hacia las sombras y, un momento más tarde, se oyó el chirrido del pestillo de la puerta que daba a la escalera.

* * *

Esk extendió los brazos todo lo que pudo y tanteó el árbol buscando la muesca. Esta vez tuvo suerte, pero el dibujo de puntos y rayas le indicó que estaba a más de kilómetro y medio del pueblo, y que había corrido en dirección contraria.

La luna brillaba como un enorme queso, y las estrellas resplandecían pequeñas, luminosas y despiadadas. El bosque que la rodeaba era un dibujo de sombras negras y nieve blanca… y Esk fue consciente de que no todas las sombras estaban quietas.

Todo el mundo sabía que había lobos en las montañas, porque algunas noches sus aullidos resonaban desde las altas cumbres. Pero no solían acercarse al pueblo…, los lobos modernos eran hijos de unos antepasados que sobrevivieron porque aprendieron que la carne humana resultaba peligrosa para la salud.

Pero el tiempo había sido espantoso, y aquella manada estaba lo suficientemente hambrienta como para olvidar todo lo relativo a la selección natural.

Esk recordó lo que se enseñaba a todos los niños. Sube a un árbol. Enciende un fuego. Si todo lo demás falla, busca un palo y al menos tú también les harás daño. Nunca intentes huir corriendo.

El árbol que tenía detrás era un haya de corteza lisa, imposible trepar.

Esk vio como una sombra alargada se separaba del pozo de oscuridad ante ella para acercarse un poco más. Se arrodilló, cansada, asustada, incapaz de pensar, y escarbó en la nieve hiriente en busca de un palo.

* * *

Yaya Ceravieja abrió los ojos y contempló el techo, que estaba lleno de fisuras y combado como una tienda de campaña.

Se concentró en recordar que tenía brazos, no alas, y que no necesitaba saltar. Siempre debía permanecer tendida un rato después de un préstamo, para dejar que la mente se acostumbrara al cuerpo, pero sabía que no disponía de tiempo.

—Maldita cría —murmuró, intentando posarse en la cabecera de la cama.

El cuervo, que había pasado por aquello docenas de veces, y consideraba, al menos hasta el punto en que los pájaros pueden considerar algo, que no es gran cosa, que una dieta regular de trocitos de panceta y sobras selectas, junto con un lugar cálido donde dormir por la noche, bien valía el inconveniente ocasional de permitir que Yaya compartiera su cabeza, la miró con cierto interés.

Yaya encontró sus botas y bajó la escalera tambaleándose, resistiendo con todas sus fuerzas el impulso de planear. La puerta estaba abierta de par en par, y la nieve ya había entrado.

—Oh, rayos —murmuró.

¿Valdría la pena intentar localizar la mente de Esk? No, las mentes humanas no eran tan claras y definidas como las de los animales, y en cualquier caso la mente del bosque convertía la búsqueda en algo tan difícil como tratar de identificar el sonido de una cascada durante una tormenta. Pero, hasta sin buscar, sentía la mente común de la manada de lobos, una sensación concreta y densa que le llenó la boca de sabor a sangre.

Distinguió a duras penas las pequeñas huellas en el hielo, ahora medio llenas de la nieve recién caída. Maldiciendo y refunfuñando, Yaya Ceravieja se abrigó con el chal y echó a andar.

* * *

El gato blanco despertó en su repisa particular en la herrería al oír los sonidos que venían del rincón más oscuro. Herrero había cerrado cuidadosamente las pesadas puertas cuando salió con los niños casi histéricos, y el gato observó interesado como una delgada sombra sondeaba la cerradura y las bisagras.

Las puertas eran de roble, endurecidas por el calor y el tiempo, pero eso no impidió que salieran despedidas al otro lado de la calle.

Herrero oyó un ruido en el cielo mientras corría por el sendero. Yaya también lo oyó. Era un zumbido claro, como el vuelo de una bandada de gansos, y las nubes de nieve hirvieron y se retorcieron a su paso.

Los lobos también lo oyeron cuando descendió sobre las copas de los árboles y se precipitó hacia el claro. Pero lo oyeron demasiado tarde.

Ahora, Yaya Ceravieja no tenía que seguir las huellas. Se dirigió hacia los lejanos relámpagos de luz extraña, hacia los escalofriantes silbidos y golpes, hacia los aullidos de terror y dolor. Un par de lobos pasaron como rayos junto a ella, con las orejas gachas, decididos a huir por patas se interpusiera lo que se interpusiera en su camino.

Resonó el crujido de ramas al romperse. Algo grande y pesado aterrizó en un abeto junto a Yaya, y cayó gimoteando a la nieve. Otro lobo pasó a su lado a la altura de su cabeza, y se estrelló contra el tronco de un árbol. Luego, se hizo el silencio.

Yaya se abrió camino por entre las ramas cubiertas de nieve.

Advirtió que la nieve estaba aplastada en un círculo blanco. Unos cuantos lobos yacían en los límites, o muertos o inteligentemente decididos a no moverse. En el centro estaba el cayado, junto a un bulto encogido hacia el que Yaya alargó el brazo con suavidad.

El cayado se movió. Fue apenas un estremecimiento, pero la mano de Yaya se detuvo justo antes de rozar el hombro de Esk. Yaya miró fijamente las tallas de la madera, y lo retó a moverse de nuevo.

El aire se espesó. Entonces el cayado pareció retroceder, aunque en realidad no se movió, mientras que al mismo tiempo algo indefinible dejó perfectamente claro para la anciana bruja que, por lo que al bastón respectaba, aquello no era una derrota, sino una sencilla reconsideración táctica, y que no creyera que había ganado, porque no había ganado.

Esk se estremeció. Yaya la acarició insegura.

—Soy yo, pequeña. No pasa nada.

El bulto no se desenroscó.

Yaya se mordió el labio. No se sentía a gusto con los niños. Pensaba sobre ellos —cuando pensaba sobre ellos— que eran algo intermedio entre animales y personas. A los bebés sí los comprendía. Se les ponía leche por un extremo y se mantenía el otro tan limpio como fuera posible. Los adultos eran aún más sencillos, porque se alimentaban y se limpiaban solos. Pero, entre ambos estadios, había todo un mundo de experiencias que jamás había investigado. Todo lo que sabía era que había que impedir que atraparan alguna enfermedad mortal y esperar que todo saliera bien.

La verdad era que Yaya estaba confundida, pero sabía que debía hacer algo.

—¿No nos ha mordido ese lobo malomalomalo? —aventuró.

Por razones que no tenían nada que ver con la lógica, aquello pareció funcionar.

—Tengo ocho años, ¿sabes? —dijo una voz ahogada desde las profundidades de la bola.

—La gente que tiene ocho años no se acurruca en la nieve —replicó Yaya, abriéndose camino a ciegas por las complicaciones de una conversación adulto-niño.

La bola no respondió.

—Debo de tener leche y bizcochos en casa —sugirió Yaya.

No consiguió ningún resultado perceptible.

—¡Eskarina Herrero, si no te comportas inmediatamente, te daré una buena tunda!

Esk asomó la cabeza cautelosamente.

—No hace falta que me grites —dijo.

Cuando Herrero llegó a la casa, Yaya acababa de llegar, llevando a Esk de la mano. Los niños asomaron la cabeza desde detrás de él.

—Mm —dijo Herrero, no muy seguro de cómo empezar una conversación con alguien que se suponía estaba muerto—. Mmm… me han dicho… mmm… que estabas… enferma.

Se volvió para mirar a sus hijos.

—Sólo me había tumbado para descansar, debí de quedarme dormida. Tengo un sueño muy profundo.

—Ya —asintió Herrero, inseguro—. Bueno, todo va bien. ¿Qué pasa con Esk?

—Se asustó un poco —replicó Yaya apretando la mano de la niña—. Las sombras, y todo eso. Sólo necesita calentarse. Iba a meterla en mi cama, está algo aturdida, si no te importa.

Herrero no estaba en absoluto seguro de que no le importara. De lo que sí estaba seguro era de que su esposa, como todas las demás mujeres del pueblo, sentía un respeto reverente por Yaya Ceravieja, y que si empezaba a poner objeciones lo lamentaría durante mucho tiempo.

—Claro, claro —respondió—. Si no es molestia… Haré que vengan a recogerla mañana por la mañana.

—Estupendo —asintió Yaya—. Os invitaría a pasar, pero se me ha apagado el fuego y…

—No te preocupes —se apresuró a tranquilizarla Herrero—. La cena me está esperando.

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