Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Yaya se inclinó con solemnidad.

—Y veremos si podemos encontrar un buen fardo de ropa vieja para ti —añadió la mujer con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Ropa vieja? Oh. Sí. Gracias.

La encargada de la lavandería echó a andar como un viejo cortacésped durante una tempestad, e hizo un gesto a Yaya para que la siguiera.

—Haré que nos suban el té a mi piso. Té con muchas hojas.

Yaya caminó tras ella. ¿Ropa vieja? ¿Lo diría en serio aquella gorda? ¡Qué desfachatez! Aunque claro, si era de buena calidad…

Parecía haber todo un mundo bajo la Universidad. Era un laberinto de bodegas, despensas, cocinas y almacenes, y cada una de las personas con las que se cruzaron llevaba algo, o bombeaba algo, o empujaba algo, o simplemente gritaba algo. Yaya atisbo habitaciones llenas de hielo, y otras que irradiaban calor procedente de cocinas al rojo vivo que se extendían de pared a pared. Los hornos olían a pan reciente, y las bodegas a cerveza vieja. Y todo apestaba a sudor y a humo.

La encargada la había hecho subir por una antigua escalera de caracol, y abrió una puerta con una de las muchas llaves que colgaban de su cinturón.

La habitación en la que entraron era rosa y abarrotada de encajes. Había encajes en cosas que nadie en su sano juicio adornaría con encajes. Era como estar en el interior de un montón de azúcar hilado.

—Muy bonito —dijo Yaya. Advirtió que se esperaba algo más de ella—. Buen gusto —añadió.

Buscó algo sin encajes para sentarse, y se rindió.

—¿En qué estoy pensando? —preguntó la encargada—. Soy la señora Panadizo, pero doy por supuesto que eso ya lo sabe. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

—¿Eh? Oh, soy Yaya Ceravieja.

Yaya se estremeció. Los encajes empezaban a darle dolor de cabeza.

—Yo también tengo poderes psíquicos, por supuesto —añadió la señora Panadizo.

* * *

Yaya no tenía nada contra adivinar el futuro, siempre y cuando lo hicieran mal personas sin ningún talento para ello. Pero era muy diferente cuando lo hacía gente con cerebro. Ella consideraba que el futuro ya era bastante frágil en el mejor de los casos, y que si la gente lo miraba con demasiada atención, cambiaba. Yaya tenía algunas teorías bastante complicadas sobre el espacio, el tiempo y por qué no había que andar jugando con ellos, pero por fortuna los buenos adivinos escaseaban, y de todas formas la gente prefería a los malos, que aportaban la dosis adecuada de optimismo.

Yaya sabía perfectamente cómo adivinar mal el futuro. Era mucho más difícil que hacerlo bien. Hacía falta una gran imaginación.

No pudo evitar preguntarse si la señora Panadizo no sería una bruja nata que no llegó a recibir instrucción. Desde luego, aquella mujer estaba asediando al futuro con todas sus fuerzas. Había una bola de cristal bajo un mantelito de encaje rosa, varios juegos de cartas de adivinación, una bolsita de terciopelo rosa llena de piedras rúnicas, una de esas mesitas con ruedas que ninguna bruja prudente tocaría con una escoba de tres metros, y —aunque Yaya no estaba muy segura de esto— unos cuantos excrementos secos de monje, o quizá de lama, que se podían utilizar para adivinar la suma total de la sabiduría y el conocimiento existentes en el universo. Todo era muy triste.

—Y también están los posos de té, por supuesto —dijo la señora Panadizo, señalando la gran tetera marrón que había sobre la mesa, entre ellas—. Sé que muchas brujas los prefieren, aunque a mí me parecen un poco… vulgares. Sin ánimo de ofender.

No la había ofendido, desde luego, pensó Yaya. La mirada que le dirigía la señora Panadizo era muy semejante a la de un cachorrito de perro cuando no sabe qué esperar y empieza a preocuparse por si lo que se avecina es el periódico enrollado.

Cogió la taza de la señora Panadizo y empezó a escudriñar el interior, pero vio la expresión de desencanto que cruzaba el rostro de la encargada como una sombra por un campo cubierto de nieve. Entonces, recordó lo que estaba haciendo, sacudió la taza unas cuantas veces, hizo unos pases mágicos sobre ella y murmuró un hechizo (en realidad, era el que usaba para curar la mastitis en las cabras viejas, pero eso daba igual). Aquel despliegue de poderes mágicos pareció animar muchísimo a la señora Panadizo.

A Yaya no se le daban muy bien los posos de té, pero escudriñó la costra azucarada del fondo de la taza, y dejó vagar su mente. Lo que necesitaba en aquel momento era una rata, o como mínimo una cucaracha, que estuviera por casualidad cerca de Esk, para poder tomar Prestada su mente.

Y Yaya descubrió que la Universidad tenía una mente propia.

* * *

Es bien sabido que la piedra puede pensar, porque toda la electrónica se basa en ese hecho, pero en algunos universos los hombres se pasan siglos buscando otras inteligencias en el cielo, sin mirar ni una sola vez lo que tienen bajo los pies. Eso es porque no tienen ni idea de la duración del tiempo. Desde el punto de vista de la piedra, el universo está recién creado, las cordilleras saltan como cabras mientras los continentes se mueven con buen humor, chocando unos contra otros por el simple placer de darse impulso y sacudirse las rocas. Pasará mucho tiempo antes de que la piedra tenga alguna enfermedad de la piel que la obligue a rascarse. Menos mal.

Pero las piedras con las que estaba construida la Universidad Invisible llevaban muchos miles de años absorbiendo magia, y ese poder tenía que acumularse en alguna parte.

Así que la Universidad había desarrollado una personalidad propia.

Yaya la sentía como un animal grande y bondadoso, como si estuviera a punto de tumbarse sobre el tejado para que le rascaran el suelo. Pero la personalidad no le prestaba atención. Estaba observando a Esk.

Yaya encontró a la niña al final de las hebras de la atención de la Universidad, y observó fascinada las escenas que tenían lugar en la Sala Principal…

—…ahí?

La voz le llegó desde muy lejos.

—¿Mmm?

—He preguntado qué ves ahí.

—¿Eh?

—He preguntado…

—Oh.

Yaya recuperó su mente, un poco confusa. Lo malo de tomar Prestada otra mente era que siempre te sentías algo fuera de lugar cuando volvías a tu propio cuerpo, y Yaya era la primera persona del mundo en leer la mente de un edificio. Ahora se sentía grande, agrietada y llena de pasillos.

—¿Te encuentras bien?

Yaya asintió y abrió las ventanas. Extendió el ala este y la oeste, e intentó concentrarse en la tacita que sostenía entre sus pilares.

Por fortuna, la señora Panadizo atribuyó su palidez de yeso y su silencio pétreo a los poderes ocultos, y Yaya descubrió que la breve visión de la memoria silícea de la Universidad había estimulado su imaginación.

Con una voz que era como un pasillo cavernoso, cosa que impresionó mucho a la encargada, tejió un futuro lleno de jóvenes ansiosos peleando por los amplios favores de la señora Panadizo. Habló muy deprisa, porque lo que había visto en la Sala Principal la hacía desear volver lo antes posible a la puerta de entrada.

—Hay otra cosa —añadió.

—¿Sí? ¿Sí?

—Te veo contratando a una nueva criada… Tú eres quien contrata a las criadas, ¿no? Sí…, ésta es una niña, muy económica, buena trabajadora, sirve para todo.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó la señora Panadizo, saboreando las gráficas descripciones de Yaya sobre su futuro, ebria de curiosidad.

—Los espíritus no lo dicen muy claro —indicó Yaya—, pero es muy importante que la contrates.

—No hay problema —asintió la señora Panadizo—. Aquí las criadas no duran nada. Es por toda esa magia. Tiene escapes. Sobre todo en la biblioteca, donde guardan todos esos libros mágicos. En realidad, ayer se despidieron dos de las doncellas del piso superior, dijeron que estaban hartas de acostarse sin saber con qué forma se despertarían por la mañana. Los magos mayores las curaban, claro. Pero no es lo mismo.

—Sí, bueno, los espíritus dicen que esta niña no causará ningún problema en ese aspecto —señaló Yaya con tono sombrío.

—Si sabe barrer y fregar, bienvenida sea —asintió la señora Panadizo, asombrada.

—Hasta trae su propia escoba. Según los espíritus, claro.

—Qué amable. ¿Cuándo llegará esa jovencita?

—Oh, pronto, pronto…, eso dicen los espíritus.

Una tenue sombra de sospecha nubló el rostro de la encargada.

—No es el tipo de cosas que suelen decir los espíritus. ¿Dónde lo pone, exactamente?

—Aquí —señaló Yaya—. Mira, en ese montoncito de posos que hay entre el azúcar y la grieta. ¿Tengo razón o no?

Las dos mujeres se miraron. La señora Panadizo tendría sus debilidades, pero era suficientemente dura como para controlar el submundo de la Universidad. Pero Yaya podía hacer apartar la vista a una serpiente: tras unos segundos, a la encargada empezaron a llorarle los ojos.

—Sí, supongo que sí —respondió débilmente mientras pescaba un pañuelo de entre las profundidades de su seno.

—Entonces, perfecto —dijo Yaya incorporándose en la silla y dejando la taza de té en su platito.

—Aquí hay muchas oportunidades para cualquier jovencita que quiera trabajar duro —explicó la señora Panadizo—. Yo misma empecé como doncella.

—Igual que todas —señaló Yaya ambiguamente—. Ahora, tengo que irme.

Se levantó y cogió su sombrero.

—Pero…

—He de darme prisa. Una cita urgente —dijo Yaya por encima del hombro mientras bajaba apresuradamente la escalera.

—Hay un fardo de ropa vieja…

Yaya se detuvo, con sus instintos luchando por el dominio.

—¿Algo de terciopelo negro?

—Sí, y también de seda.

Yaya no estaba muy segura de que la seda fuera decente, había oído decir que la sacaban del capullo de los gusanos, pero el terciopelo negro siempre había ejercido una poderosa atracción sobre ella. Al final, la lealtad venció.

—Guárdamelo, puede que vuelva —gritó mientras corría pasillo abajo.

Las cocineras y criadas corrieron a refugiarse cuando la anciana pasó trotando sobre las losas resbaladizas, subió a saltos la escalera del patio y salió patinando al callejón, con el chal ondeando a su espalda y las botas arrancando chispas de los guijarros. Una vez al aire libre, se arremangó las faldas y echó a correr al galope, doblando la esquina que daba a la plaza principal con un chirrido de suelas que dejó un largo arañazo blanco sobre las piedras.

Llegó justo a tiempo de ver como Esk salía por la puerta, hecha un mar de lágrimas.

* * *

—¡La magia no funcionó! ¡La notaba, sabía que estaba ahí, pero no salió!

—Quizá lo intentaste demasiado —señaló Yaya—. La magia es como pescar. Si vas por ahí saltando y chapoteando, nunca pescarás un pez, tienes que quedarte quieta y dejar que suceda con naturalidad.

—¡Y luego todos se rieron de mí! ¡Hasta me dieron un caramelo!

—Entonces, al menos has salido ganando algo.

—¡Yaya! —exclamó Esk, acusadora.

—Bueno, ¿y qué esperabas? —preguntó la anciana—. Menos mal que sólo se rieron. La risa no duele. Vas al mago jefe, haces el tonto delante de todo el mundo, ¿y sólo se ríen de ti? Pues no te ha ido nada mal. ¿Te has comido ya el caramelo?

—Sí —refunfuñó Esk.

—¿De qué era?

—De café.

—No me gusta el café.

—Ya —dijo Esk—. Supongo que, la próxima vez, querrás que lo coja de menta.

—No se te ocurra ponerte antipática conmigo, señorita. La menta no tiene nada de malo. Pásame esa fuente.

Otra de las ventajas de la vida urbana, como había descubierto Yaya, eran los recipientes de cristal. Algunas de sus pócimas más complicadas requerían instrumental que, o bien tenía que comprar a los enanos a precios de estafa, o pedirlo al soplador de vidrio humano más próximo. De esta última manera, los recipientes llegaban en paja y, generalmente, en añicos. Yaya había tratado de aprender a soplar cristal, pero el esfuerzo la hacía toser, lo que producía resultados muy divertidos. Pero la próspera profesión alquímica de la ciudad implicaba que había tiendas enteras llenas de cristal, y a una bruja siempre se le hacía descuento.

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