Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Y así fue como, una semana más tarde, Yaya cerró la puerta de la casa y colgó la llave de su clavo en el excusado. Había enviado a las cabras a vivir con una hermana bruja que vivía colina abajo, quien también había prometido echar un Ojo a la casa. Culo de Mal Asiento tendría que arreglárselas sin bruja durante una temporada.

Yaya era difusamente consciente de que uno no encontraba la Universidad Invisible a menos que la Universidad Invisible se dejase, y el único lugar por donde empezar a buscar era la ciudad de Ohulan Cutash, un núcleo de un centenar de casas a unos veinte kilómetros de distancia. Allí iban una o dos veces al año todos los Asientanos verdaderamente cosmopolitas: Yaya sólo había estado una vez en su vida, y le pareció un lugar reprobable. Olía mal, se había perdido y desconfiaba de la gente de la ciudad, con sus costumbres ostentosas.

Consiguieron que las llevaran en el carro que llegaba periódicamente con metal para la herrería. Era destartalado, pero más valía eso que andar, sobre todo teniendo en cuenta que Yaya había cargado sus escasas posesiones en un gran saco. Se sentó sobre él para que fuera más seguro.

Esk se acurrucó acariciando el cayado y contemplando el paso de los bosques.

—Me dijiste que, Lejos, las cosas eran diferentes —dijo cuando estuvieron a varios kilómetros del pueblo.

—Y lo son.

—A mí estos árboles me parecen iguales.

Yaya los miró, desdeñosa.

—Ni la mitad de buenos.

En realidad, el terror se estaba apoderando de ella. En un momento de inconsciencia, prometió acompañar a Esk a la Universidad Invisible, y Yaya, que había aprendido lo poco que sabía sobre el resto del Disco gracias a rumores y a las páginas del Almanaque, estaba convencida de que se dirigían hacia terremotos, maremotos, plagas y masacres, muchas de ellas diurersas, o quizá aún peores. Pero estaba decidida a salir de aquélla. Una bruja depende demasiado de sus palabras como para volverse atrás de ellas.

Iba vestida de un sufrido color negro, y llevaba montones de horquillas y un cuchillo del pan ocultos en diversas partes de su atuendo. En los misteriosos estratos de su vestimenta viajaba también la pequeña reserva de dinero, reluctantemente cedida por Herrero. Los bolsillos de su falda tintineaban bajo el peso de los amuletos, y una herradura recién forjada, poderoso preventivo contra los problemas, se escondía en su bolso de mano. Estaba preparada para enfrentarse con el mundo.

El sendero descendente serpenteaba entre las montañas. Por una vez, el cielo estaba claro, las altas Montañas del Carnero se divisaban nítidas y blancas como novias del cielo (con su ajuar lleno de nubes tormentosas), y los muchos arroyuelos que bordeaban o cruzaban el sendero fluían perezosamente entre la hierba y las raíces.

A la hora del almuerzo, llegaron al barrio residencial de Ohulan (era un lugar demasiado pequeño para tener más de uno), que consistía en una posada y un puñado de casas pertenecientes a personas que no soportaban las presiones de la vida urbana, y minutos más tarde el carro las dejó en la plaza principal (la única) de la ciudad.

Resultó que era día de mercado.

Yaya Ceravieja se quedó plantada sobre los guijarros, insegura, agarrando con fuerza a Esk por el hombro mientras la multitud pasaba junto a ellas. Había oído que a las mujeres del campo recién llegadas a ciudades grandes les podían pasar cosas indecentes, y se aferró a su bolso hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Si a algún varón se le ocurría siquiera saludarla, lo pagaría caro.

Los ojos de Esk brillaban. La plaza era un rompecabezas de ruidos, colores y olores. A un lado estaban los templos de las deidades más exigentes del Disco, y de ellos salían extraños perfumes que se mezclaban con los hedores del comercio en una compleja fusión de fragancias. Había tenderetes llenos de curiosidades tentadoras que se moría por investigar más a fondo.

Yaya dejó que la multitud las arrastrara. Los tenderetes también la intrigaban a ella. Los contempló, aunque ni por un momento bajó la guardia ante la posible presencia de rateros, terremotos y traficantes de sexo, hasta que vio algo vagamente familiar.

Había un tenderete cubierto, polvoriento, con toldo negro, encajonado en el estrecho espacio que separaba dos casas. Pese a su apariencia insignificante, parecía tener mucho público. Los clientes eran en su mayoría mujeres de todas las edades, aunque también vio a unos cuantos hombres. Pero todos tenían algo en común: ninguno entraba directamente. Parecían pasear junto a él hasta casi pasar de largo, y de pronto se metían bajo la sombra de su toldo. Un momento más tarde, salían apartando rápidamente la mano de la bolsa o el bolsillo, y competían por el título del Paseo Más Inocente del Mundo con tanta eficacia que cualquier observador dudaría sobre lo que había visto.

Era sorprendente que un tenderete desconocido para tanta gente resultara tan popular.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Esk—. ¿Qué compra todo el mundo?

—Medicinas —respondió Yaya con firmeza.

—Debe de haber muchos enfermos en las ciudades —repuso Esk con gravedad.

Por dentro, el tenderete era una masa de sombras aterciopeladas, y el olor a hierbas era tan espeso que se podría embotellar. Yaya tocó un montón de hojas con mano de experta. Esk se separó de ella y trató de leer los garabatos de las botellas que tenía delante. Conocía de maravilla la mayoría de los preparados de Yaya, pero no estaba familiarizada con ninguno de aquéllos. Los nombres eran muy graciosos: Aceite de Tigre, Plegaria de Doncella o Ayuda para el Marido, y un par de los tapones olían como la cocina de Yaya cuando había preparado alguno de sus destilados secretos.

Una forma se movió en los rincones sombríos del tenderete, y una mano oscura y arrugada se deslizó hacia la suya.

—¿En qué puedo servirte, señorita? —dijo una voz cascada, en tonos de jarabe de higos—. ¿Quieres que te cuente tu futuro, o prefieres cambiarlo?

—Viene conmigo —se apresuró a decir Yaya, dándose la vuelta—. Y los ojos te fallan si ya no puedes ver su edad, Hilta Fallacabras.

La sombra que Esk tenía delante se inclinó.

—¿Esme Ceravieja? —preguntó.

—La misma —replicó Yaya—. ¿Todavía vendes gotas de trueno y deseos a precio de ganga, Hilta? ¿Cómo te va?

—Mucho mejor ahora que te veo —dijo la forma—. ¿Qué te ha hecho bajar de las montañas, Esme? Y esta niña… ¿es tu ayudante?

—¿Qué vendes? —preguntó Esk.

La forma se echó a reír.

—Oh, cosas para impedir las cosas que no deben ser y para ayudar a las cosas que deben ser, cielo —dijo—. Esperad un momento a que cierre, enseguida estoy con vosotras.

La forma pasó junto a Esk envuelta en un calidoscopio nasal de fragancias, y abrochó las cortinas de la parte delantera del tenderete. Luego levantó las de atrás, dejando entrar el sol de la tarde.

—No soporto la oscuridad ni el aire viciado —dijo Hilta Fallacabras—, pero es lo que los clientes esperan. Ya sabes.

—Sí —asintió Esk—. Cabezología.

Hilta, una mujercita menuda y gruesa que llevaba un enorme sombrero decorado con frutas, miró a la niña, luego miró a Yaya, y sonrió.

—Exacto —asintió—. ¿Queréis tomar un té?

Se sentaron en los fardos de hierbas desconocidas, y bebieron algo fragante y verde en tazas sorprendentemente delicadas. A diferencia de Yaya, que vestía como un cuervo muy respetable, Hilta Fallacabras era todo encajes, chales, colores, pendientes y tantas pulseras que un simple movimiento de sus brazos sonaba como toda una sección de percusión cayendo por un acantilado. Pero Esk advirtió el parecido.

Era difícil de describir. No se las imaginaba haciendo reverencias ante nadie.

—Bueno —dijo Yaya—. ¿Cómo va la vida?

La otra bruja se encogió de hombros, haciendo que los músicos se tambaleraran de nuevo cuando ya casi habían conseguido volver a la cima.

—Como un amante con prisa, viene y va… —empezó.

Se detuvo al ver que Yaya le señalaba a Esk con los ojos.

—Bien, bien —se corrigió apresuradamente—. Los mandamases han intentado echarme un par de veces, ya sabes, pero todos tienen esposa, y al final siempre se vuelven atrás. Dicen que soy un mal bicho, pero habría más de una familia en esta ciudad más numerosa y más pobre si no fuera por los Profilácticos de Madame Fallacabras. Y sé quién entra en mi tienda, vaya si lo sé. Recuerdo quién compra gotas de potro y Ungüento Yabasta. La vida no está mal. ¿Y cómo te va a ti por ahí arriba, en ese pueblo de nombre raro?

—Culo de Mal Asiento —aportó Esk, servicial.

Cogió un botecito de arcilla del mostrador y olfateó su contenido.

—Bastante bien —concedió Yaya—. Siempre hay necesidad de doncellas de la naturaleza.

Esk volvió a olfatear el polvo, que parecía poleo con una base que no supo identificar, y lo tapó de nuevo cuidadosamente. Mientras las dos mujeres intercambiaban chismorreos en algún extraño idioma femenino, lleno de contactos visuales y adjetivos sin verbalizar, examinó muchas otras pócimas exóticas allí expuestas. O mejor dicho, no expuestas. Parecían hábilmente semiocultas de una manera extraña, como si Hilta no deseara venderlas.

—No reconozco ninguna —dijo, casi para sí misma—. ¿Qué dan a la gente?

—Libertad —respondió Hilta, que tenía buen oído. Se volvió hacia Yaya—. ¿Cuánto le has enseñado?

—No tanto —replicó la otra anciana—. Tiene poder, pero no sé de qué clase. Quizá sea poder de mago.

Hilta se volvió muy despacio, y miró atentamente a Esk.

—Ah —dijo—. Eso explica lo del cayado. No entendí lo que decían las abejas. Vaya, vaya. Deja que te vea la mano, niña.

Esk le tendió la mano. Los dedos de Hilta estaban tan llenos de anillos que fue como hundirla en un saco de avellanas.

Yaya se irguió en la silla, irradiando desaprobación, cuando Hilta empezó a inspeccionar la palma de la niña.

—No creo que esto sea necesario entre nosotras —dijo tercamente.

—Pues tú lo haces, Yaya —señaló Esk—. En el pueblo. Te he visto. Y posos de té. Y cartas.

Yaya se removió, inquieta.

—Sí, bueno —dijo—. Es muy fácil. Tú sólo tienes que mirar la mano a la gente, y ellos solos se predicen el futuro. Pero no hace falta que lo creamos. Si fuéramos por ahí creyéndolo todo, tendríamos muchos problemas.

—Los Poderes Futuros tienen muchas cualidades extrañas, y de variadas maneras dan a conocer sus deseos al círculo de luz que denominamos mundo físico —dijo Hilta con solemnidad.

Guiñó un ojo a Esk.

—¡Pero bueno! —se enfadó Yaya.

—No, de verdad —dijo Hilta—. Es cierto.

—Mpf.

—Veo que emprenderás un largo viaje.

—¿Conoceré a un hombre alto y moreno? —preguntó Esk, mirándose la mano—. Yaya siempre dice eso a las mujeres, les dice…

—No —replicó Hilta mientras Yaya lanzaba un bufido—. Pero será un viaje muy extraño. Irás muy lejos, aunque sin moverte. Y será en una extraña dirección. Será una exploración.

—¿Todo eso pone en mi mano?

—La verdad es que estoy adivinando la mayor parte —dijo Hilta, recostándose en la silla y alargando el brazo hacia la tetera (el tamborilero, que había conseguido trepar hasta la mitad del precipicio, cayó sobre el cimbalista). Miró atentamente a Esk y añadió—: Una mujer mago, ¿eh?

—Yaya me va a llevar a la Universidad Invisible.

Hilta arqueó las cejas.

—¿Sabes dónde está?

Yaya frunció el ceño.

—No exactamente —admitió—. Esperaba que pudieras darme alguna dirección concreta, ya que conoces mejor los ladrillos y esas cosas.

—Dicen que tiene muchas puertas, pero las que dan a este mundo se encuentran en Ankh-Morpork —dijo Hilta. Yaya la miró inexpresiva—. En el Mar Circular —añadió. La mirada educadamente interrogativa de Yaya persistió—. A setecientos cincuenta kilómetros.

—Oh —dijo Yaya.

Se levantó y se sacudió del vestido una imaginaria mota de polvo.

—En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha —añadió.

Hilta se echó a reír. A Esk le gustó bastante aquel sonido. Yaya nunca reía, se limitaba a permitir que las comisuras de sus labios girasen hacia arriba, pero la carcajada de Hilta era la de alguien que ha meditado mucho sobre la Vida y había entendido el chiste.

—Marchaos mañana —sugirió—. Tengo sitio en casa, podéis quedaros conmigo, y mañana tendréis luz.

—No querríamos molestarte —aseguró Yaya.

—Tonterías. ¿Por qué no dais una vuelta mientras recojo el puesto?

* * *

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