Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Yaya sonrió.

—Exacto. Y eso es una forma de magia.

—¿Saber cosas?

—Saber cosas que otros no saben.

Con todo cuidado, volvió a dejar a la reina entre sus súbditos, y cerró la tapa de la colmena.

—Creo que ya es hora de que aprendas algunos secretos —añadió.

Por fin, pensó Esk.

—Pero, antes, tenemos que presentar nuestros respetos a la Colmena —dijo Yaya, arreglándoselas para que la C sonara mayúscula.

Sin pensar, Esk hizo un gesto de saludo. La mano de Yaya se aferró a su nuca.

—Inclínate —dijo sin resentimiento—. Las brujas se inclinan.

Le hizo una demostración.

—Pero ¿por qué? —se quejó Esk.

—Porque las brujas tienen que ser diferentes, eso es parte del secreto —dijo Yaya.

Se sentaron en un banco descolorido, junto al muro de la casa que daba a la periferia. Frente a ellas, las Hierbas habían alcanzado ya treinta centímetros de altura, eran una siniestra serie de hojas color verde claro.

—¿Has visto el sombrero que hay en el vestíbulo, detrás de la puerta? —dijo Yaya—. Ve a buscarlo.

Obediente, Esk entró en la casa y descolgó el sombrero de Yaya. Era alto, puntiagudo y, por supuesto, negro.

Yaya le dio vueltas entre sus manos y lo observó con atención.

—Dentro de este sombrero —dijo con solemnidad— hay uno de los secretos de la brujería. Si no me sabes decir en qué consiste, tanto da que deje de enseñarte. Pero, una vez descubras el secreto del sombrero, no hay vuelta atrás. Dime lo que sepas del sombrero.

—¿Puedo cogerlo?

—Como quieras.

Esk escudriñó en el interior. Había algunos alambres rígidos para darle forma, y un par de horquillas. Nada más.

No tenía nada de extraño, excepto el hecho de que nadie en el pueblo tenía uno semejante. Pero eso no lo hacía mágico. Esk se mordió el labio inferior. Se imaginó a sí misma devuelta a casa, avergonzada.

El tacto no tenía nada de raro, y tampoco había bolsillos ocultos. No era más que un típico sombrero de bruja. Yaya siempre lo llevaba cuando iba al pueblo, aunque para salir al bosque no se ponía más que una capucha de piel.

Trató de recordar los fragmentos de enseñanzas que a Yaya se le habían ido escapando contra su voluntad. No se trata de lo que sabes, sino de lo que los demás no saben. La magia puede ser algo adecuado en el lugar erróneo, o algo erróneo en el lugar adecuado. Puede ser…

Yaya siempre lo llevaba cuando iba al pueblo. Junto con la amplia capa negra, que desde luego no era mágica, porque la habían utilizado durante todo el invierno como manta para las cabras, y Yaya la lavó en cuanto llegó la primavera.

Esk comenzó a vislumbrar la posibilidad de una respuesta que no le gustó mucho. Era como la mayoría de las respuestas de Yaya. Un juego de palabras. No hacía más que decir cosas que ya sabías, pero de otra manera, para que parecieran importantes.

—Creo que lo sé —dijo al final.

—Pues venga.

—Es como en dos partes.

—¿Y?

—Es un sombrero de bruja porque tú lo llevas. Pero tú eres una bruja porque llevas el sombrero.

—Así que… —la animó Yaya.

—Así que la gente te ve llegar con el sombrero y la capa, y saben que eres una bruja, y por eso tu magia funciona, ¿no?

—Exacto —asintió Yaya—. Eso es cabezología. Se palmeó el cabello plateado, recogido en un moño tan tieso que serviría para romper una roca.

—¡Pero no es de verdad! —protestó Esk—. Eso no es magia, es…

—Escucha —la interrumpió Yaya—. Si le das a alguien una botella de vino tinto para la flatulencia, puede que funcione, sí. Pero, si quieres asegurarte de que funcionará, tienes que hacer que su mente lo crea y trabaje para ello. Diles que son rayos de luna disueltos en vino de hadas, o algo así. Habla entre dientes. Lo mismo vale para las maldiciones.

—¿Maldiciones? —dijo Esk débilmente.

—Sí, hijita, maldiciones, ¡y no pongas esa cara! Maldecirás cuando lo necesites. Cuando estés sola, y nadie pueda ayudarte, y…

Titubeó un instante, incómodamente consciente de la mirada interrogante de Esk, y terminó de manera poco convincente:

—…y cuando la gente no te muestre respeto. Que sea una maldición sonora, que sea complicada, que sea larga, que sea como te apetezca, el caso es que funcionará. Al día siguiente, cuando se den un martillazo en el pulgar, o cuando se caigan de la escalera, o cuando se les muera el perro, te recordarán. Y en la siguiente ocasión se comportarán mejor.

—Pues me sigue pareciendo que no es magia —dijo Esk, haciendo dibujos en la tierra con los pies.

—Una vez le salvé la vida a un hombre —siguió Yaya—. Una medicina especial dos veces al día. Agua hervida con un poquito de jugo de fresón. Le dije que se lo había comprado a los enanos. La verdad es que eso es lo más importante: la mayoría de la gente podría superar la mayoría de las cosas sólo si se lo propusieran, así que hay que darles un aliciente.

Palmeó la mano de Esk tan bondadosamente como le fue posible.

—Eres algo joven para esto —dijo—. Pero, cuando crezcas, te darás cuenta de que la mayoría de la gente no piensa demasiado. Como tú —añadió crípticamente.

—No lo entiendo.

—Me sorprendería que lo entendieses —zanjó Yaya con energía—. En cambio, puedes decirme cinco hierbas para la tos.

La primavera empezó a invadirlo todo. Yaya adoptó la costumbre de llevarse a Esk en largos paseos que duraban todo el día, hasta estanques ocultos o situados en lo alto de la montaña, para recoger plantas extrañas. Esk disfrutaba con aquellas caminatas, en las que el sol calentaba con fuerza pero la brisa seguía siendo gélida. Allí las plantas crecían por doquier. Desde algunos de los picos más altos se divisaba el Océano Periférico que cubría el Borde del mundo; en dirección contraria, las Montañas del Carnero se perdían en la distancia, envueltas en un invierno eterno. Llegaban hasta el Eje del mundo, donde, según la opinión popular, vivían los dioses en una montaña de hielo y roca de quince kilómetros de altura.

—Los dioses son buena cosa —le dijo Yaya mientras almorzaban y contemplaban el paisaje—. Tú no molestas a los dioses, y ellos no te molestan a ti.

—¿Conoces a muchos dioses?

—He visto unas cuantas veces a los del trueno —respondió Yaya—. Y a Hoki, claro.

—¿Hoki?

Yaya masticó un emparedado sin corteza.

—Oh, es un dios de la naturaleza —explicó—. A veces se manifiesta en forma de roble, o mitad hombre y mitad cabra, pero yo lo veo sobre todo como una condenada molestia. Sólo se encuentra en lo más profundo de los bosques, claro. Toca la flauta. Muy mal, por cierto.

Esk se tumbó sobre el vientre y contempló lo que la rodeaba, mientras unos cuantos abejorros ociosos patrullaban sobre los arbustos de tomillo. El sol le caldeaba la espalda, pero, a aquella altura, aún quedaban rastros de nieve en el lado Eje de las rocas.

—Cuéntame cosas sobre las tierras de allí abajo —dijo perezosamente.

Yaya observó desaprobadora el paisaje de quince mil kilómetros.

—Sólo son otros lugares —dijo—. Igual que aquí, pero diferentes.

—¿Hay ciudades y esas cosas?

—Supongo.

—¿Nunca has ido a ver?

Yaya se sentó, arreglándose rápidamente la falda para dejar al sol varios centímetros de respetable franela, y permitió que el calor le acariciara los viejos huesos.

—No —respondió—. Aquí ya hay suficientes problemas como para que vayamos a buscarlos lejos.

—Una vez soñé con una ciudad —contó Esk—. Había cientos de personas, y unas puertas muy grandes que eran mágicas…

Detrás de ella, oyó un sonido como de tela al desgarrarse. Yaya se había quedado dormida.

—¡Yaya!

—¿Mmm?

Esk meditó un instante.

—¿Crees que hace un tiempo como es debido?

—Mmm.

—Pues dijiste que me enseñarías magia de verdad a su debido tiempo. Ahora, por ejemplo.

—Mmm.

Yaya Ceravieja abrió los ojos y contempló el cielo. Allí arriba era más oscuro, purpúreo en vez de azul. «¿Por qué no? —pensó—. Aprende deprisa. Sabe más que yo sobre hierbas. Cuando yo tenía su edad, la vieja Gamatica Tumulto me hacía pasarme el día tomando Préstamos, Cambiando y Enviando. Quizá he sido demasiado cautelosa.»

—Sólo un poquito —suplicó Esk.

Yaya le dio vueltas en la cabeza. No se le ocurrían más excusas. «Me arrepentiré de esto», se dijo con considerable visión de futuro.

—Muy bien —dijo secamente.

—¿Magia de verdad? —preguntó Esk—. ¿No más hierbas o cabezología?

—Magia de verdad, como la llamas tú, sí.

—¿Un hechizo?

—No. Un Préstamo.

El rostro de Esk era la imagen misma de la expectación. A Yaya le pareció que estaba más viva que nunca.

Yaya observó el valle que se extendía ante ellas, hasta encontrar lo que buscaba. Un águila gris trazaba círculos perezosos sobre una zona del bosque teñida de azul. En aquel momento, su mente estaba tranquila. Les vendría como anillo al dedo.

La llamó suavemente, y empezó a volar hacia ellas.

—Lo primero que debes aprender sobre los Préstamos es que hay que estar en un lugar cómodo y seguro —dijo—. El mejor es la cama.

—Pero ¿qué es un Préstamo?

—Túmbate y cógeme la mano. ¿Ves esa águila de ahí arriba?

Esk entrecerró los ojos para observar el cielo oscuro, ardiente.

Había… dos figuras como muñecos en la hierba de abajo, mientras giraba en el viento…

Sentía el latigazo del aire a través de sus plumas. Como el águila no estaba cazando, sino sencillamente disfrutando de la sensación del sol en las alas, el mundo no era más que una forma sin importancia. En cambio, el aire era una cosa compleja, tridimensional, un dibujo de espirales y curvas entrelazadas que se perdían en la distancia, una montaña rusa de corrientes cálidas y frías. Sintió…

…una presión suave que la contuvo.

—Lo segundo que debes aprender —dijo la voz de Yaya, muy cerca— es a no asustar al propietario. Si se entera de que estás aquí, te combatirá o se asustará, y en cualquiera de los dos casos saldrás perdiendo. Ella se ha pasado la vida siendo águila, y tú no.

Esk no dijo nada.

—No tienes miedo, ¿verdad? —dijo Yaya—. Puedo guiarte la primera vez y…

—No tengo miedo —respondió Esk—. ¿Cómo puedo controlarla?

—No puedes. Aún no. Además, no se aprende fácilmente a controlar a una criatura salvaje. Tienes que… como sugerirle que se sienta inclinada a hacer cosas. Con un animal domado es diferente, por supuesto. Pero nunca puedes obligar a una criatura a hacer algo que vaya completamente en contra de su naturaleza. Ahora, busca la mente del águila.

Esk percibía a Yaya en forma de difusa nube plateada al fondo de su propia mente. Tras una breve búsqueda, dio con el águila. Casi la pasó por alto. Su mente era pequeña, definida y púrpura, como una punta de flecha. Estaba concentrada en el vuelo, y no la sintió.

—Bien —dijo Yaya, aprobadora—. No vamos a ir lejos. Si quieres hacer que gire, debes…

—Sí, sí —la interrumpió Esk.

Flexionó los dedos, dondequiera que estuviesen, y el pájaro viró en el aire.

—Muy bien —se sorprendió Yaya—. ¿Cómo lo has hecho?

—No…, no lo sé. Me pareció obvio.

—Mpf.

Yaya examinó suavemente la pequeña mente del águila, que parecía ignorar por completo la presencia de sus pasajeras. Estaba sinceramente impresionada, cosa muy poco habitual.

Planearon sobre la montaña mientras una emocionada Esk exploraba los sentidos del águila. La voz de Yaya retumbó en su consciencia, dándole instrucciones y advertencias. La escuchó a medias. Lo que decía parecía demasiado complicado. ¿Por qué no podía controlar la mente del águila? No pasaría nada malo.

Veía cómo hacerlo, era como chasquear los dedos (cosa que en realidad nunca había logrado hacer), y entonces experimentaría el vuelo de verdad, no de segunda mano.

Entonces podría…

—No —dijo Yaya con calma—. No sería bueno.

—¿Qué?

—¿De verdad crees que eres la primera, hijita? ¿Piensas que a nadie más se le ha ocurrido lo bonito que sería apoderarse de un cuerpo y surcar el viento, o respirar el agua? ¿Y de verdad crees que sería así de fácil?

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