Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

El día rompió sobre ellas. Delante de la escoba, las rocas parecieron inflamarse cuando la luz las recorrió. Yaya sintió como el palo se rendía, y vio con horror y fascinación la sombra que se deslizaba más abajo. Se acercaba cada vez más.

—¿Qué pasará cuando choquemos contra el suelo?

—Depende de si encuentro algunas rocas blandas —dijo Yaya con tono preocupado.

—¡La escoba se va a estrellar! ¿No podemos hacer nada?

—Bueno, supongo que podríamos bajarnos.

—Yaya —dijo Esk con la voz exasperante y asombrosamente adulta que usan los niños para corregir a los mayores—, me parece que no lo entiendes bien. No quiero golpear el suelo. Nunca me ha hecho nada.

Yaya estaba tratando de recordar algún hechizo adecuado, al tiempo que lamentaba que la cabezología no funcionara con las rocas. Si hubiera detectado el tono cortante en la voz de Esk, quizá le habría dicho: «Cuéntaselo a la escoba».

Y entonces sí que se habrían estrellado. Pero se acordó a tiempo de agarrarse el sombrero y afianzarse bien. La escoba se estremeció, vaciló…

…y el paisaje desapareció.

En realidad, fue un viaje bastante breve, pero Yaya sabía que lo recordaría siempre, sobre todo algunas noches a las tres de la madrugada después de una cena pesada. Recordaría los colores irisados que zumbaban en el aire, la horrible sensación de densidad, la impresión de que algo muy grande y muy gordo acababa de sentarse encima del universo.

Recordaría la risa de Esk. Pese a todos sus esfuerzos, recordaría la manera en que la tierra se aceleró bajo ellas, cómo cordilleras enteras pasaron zumbando con un desagradable silbido.

Y, sobre todo, recordaría haber alcanzado a la noche.

Apareció ante ella, una línea quebrada de oscuridad que discurría por delante del despiadado amanecer. Vio con horror y fascinación como la línea se transformaba en un punto, en una mancha, en todo un continente de negrura que se precipitaba hacia ellas.

Por un instante, quedaron suspendidas en la cumbre del amanecer, que rompía sobre la tierra como un trueno silencioso. Ningún surfista había cabalgado jamás sobre una ola semejante, pero la escoba rompió la membrana de luz y se deslizó suavemente hacia la frialdad de delante.

Yaya se permitió volver a respirar.

La oscuridad hizo que el vuelo fuera un poco menos aterrador. También significaba que, si Esk perdía el interés, la escoba volvería a volar por sus propios medios de magia oxidada.

—… —dijo Yaya. Se aclaró la garganta, seca como un hueso, y lo intentó de nuevo—. ¿Esk?

—Es divertido, ¿eh? ¿Cómo lo habré hecho?

—Sí, muy divertido —asintió Yaya débilmente—. ¿Me dejas que lleve yo la escoba, por favor? No quiero que nos salgamos del Disco. Por favor.

—¿Es verdad que hay una catarata gigante alrededor del Borde del mundo, y que si miras hacia abajo se ven las estrellas? —preguntó Esk.

—Sí. ¿Podemos ir un poco más despacio?

—Me gustaría ir allí.

—¡No! Quiero decir, ahora no.

La escoba aminoró la marcha. La burbuja irisada que la rodeaba desapareció con un audible «pop». Sin un trompicón, sin un solo frenazo brusco, Yaya se encontró volando de nuevo a una velocidad respetable.

Yaya se había ganado una reputación sólida de conocer siempre la respuesta a todo. Conseguir que admitiera no saber algo, incluso para sus adentros, era un logro asombroso. Pero el gusano de la curiosidad roía ya la manzana de su mente.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó por fin.

Se hizo un silencio pensativo a su espalda.

—No lo sé —dijo Esk—. Simplemente, lo necesitaba, y lo tenía en la cabeza. Como cuando te acuerdas de algo que habías olvidado.

—Sí, pero… ¿cómo?

—No…, no lo sé. Sólo tenía una imagen de cómo quería que fueran las cosas, y bueno…, más o menos… entré en la imagen.

Yaya clavó los ojos en la noche. En su vida había oído hablar de magia como aquélla, pero parecía desagradablemente poderosa, y quizá letal. ¡Entrar en la imagen! Por supuesto, toda magia cambiaba el mundo en cierto modo, los magos no la querían para otra cosa (no comprendían el concepto de dejar el mundo tal como estaba y cambiar a la gente), pero aquello sonaba como más literal. Había que pensar al respecto. En tierra firme.

Por primera vez en su vida, Yaya se preguntó si no habría algo importante en todos esos libros que la gente valoraba tanto. Su aversión a los libros tenía un fundamento moral, ya que había oído decir que muchos de ellos estaban escritos por gente muerta, y por tanto leerlos sería peor que la necromancia. Entre las muchas cosas de este universo con las que Yaya no estaba de acuerdo, una de ellas era hablar con los muertos, que ya tenían bastantes problemas sin que nadie los molestase.

Pero no tantos como ella, pensó ahora. Contempló el terreno oscuro, y se preguntó difusamente por qué las estrellas estaban bajo ella.

Durante un cardíaco momento, tuvo la sensación de que se habían salido del Borde, hasta que se dio cuenta de que los miles de puntitos eran demasiado amarillos, y además parpadeaban. ¿Y desde cuándo se encontraban las estrellas en pautas tan ordenadas?

—Qué bonito —dijo Esk—. ¿Es una ciudad?

Yaya escudriñó el espectáculo, nerviosa. Si era una ciudad, desde luego parecía demasiado grande. Pero, ahora que lo pensaba, olía a mucha gente junta.

En torno a ellas, el aire apestaba a incienso, grano, especias y cerveza, pero sobre todo a ese olor causado por un nivel hidrostático alto, miles de personas y un primitivo sistema de cloacas.

Se sacudió mentalmente. El día las seguía de cerca. Buscó una zona donde las antorchas fueran más pequeñas y estuvieran más espaciadas, razonando que aquello indicaría un barrio más pobre (la gente pobre no solía tener nada contra las brujas), y bajó suavemente el mango de la escoba.

Consiguió llegar a metro y medio del suelo antes de que amaneciera por segunda vez.

* * *

Las puertas eran muy grandes, muy negras, y parecían hechas de oscuridad sólida.

Yaya y Esk se sumaron a la multitud que abarrotaba la plaza junto a la Universidad Invisible, y las contemplaron desde abajo.

—No sé cómo puede entrar la gente —dijo al final Esk.

—Supongo que con magia —respondió Yaya—. Así son los magos. Cualquier otra persona habría puesto una aldaba. —Agitó la escoba en dirección a las altas puertas—. Seguro que hay que decir alguna palabreja rara para entrar, no me extrañaría —añadió.

Llevaban tres días en Ankh-Morpork y, para su propia sorpresa, Yaya estaba empezando a disfrutar. Habían encontrado alojamiento en Las Sombras, una zona antigua de la ciudad cuyos habitantes eran en su mayoría noctámbulos, y nunca se metían en los asuntos de los demás porque la curiosidad no sólo mató al gato, sino que también lo arrojó al río con pesos atados a los pies. Sus habitaciones estaban en un piso superior, junto a las bien vigiladas instalaciones de un respetable comerciante de artículos robados, porque Yaya se sentía subsidiariamente protegida.

En resumen, en Las Sombras moraban dioses desacreditados, ladrones sin licencia, damas de la noche, traficantes de productos exóticos, alquimistas de la mente, actores errantes y todo el aceite del motor de la civilización.

Aun así, pese al hecho de que estas personas solían agradecer los efectos de una magia moderada, había una gran escasez de brujas. En pocas horas, la noticia de la llegada de Yaya había corrido por todo el barrio, y un río de gente se arrastraba, cojeaba o se dirigía a hurtadillas hacia su puerta, buscando pócimas, amuletos o datos sobre el futuro, aparte de varios servicios personales especializados que las brujas proporcionan tradicionalmente a aquellos cuyas vidas son oscuras, o negras como el betún.

Primero se sintió molesta, luego abochornada, por último adulada: sus clientes tenían dinero, que siempre era útil, pero le pagaban sobre todo con respeto, una de las monedas más sólidas.

Así que Yaya había llegado a plantearse la posibilidad de buscar un alojamiento algo más grande, con un trocito de jardín, y hacerse traer a sus cabras. El olor sería un problema, desde luego, pero las cabras tendrían que acostumbrarse.

Habían visitado los lugares turísticos de Ankh-Morpork, sus abarrotados muelles, sus muchos puentes, sus mercadillos, sus calles llenas de templos y de nada más. Yaya había contado los templos con gesto pensativo. Los dioses siempre exigían a sus seguidores que actuaran de una manera diferente a la que les indicaba su naturaleza, cosa que siempre acababa por dar mucho trabajo a las brujas.

Los terrores de la civilización tampoco se habían presentado, aunque un ladrón intentó apropiarse del bolso de Yaya. Para sorpresa de los transeúntes, Yaya le ordenó que volviera, y el ladrón volvió, luchando contra unos pies que de pronto ya no le obedecían. Nadie vio qué pasaba con los ojos de Yaya cuando los clavó en su rostro, ni oyó lo que susurraba a su oído acobardado, pero el caso fue que el ladrón se lo devolvió todo, amén de una buena cantidad de dinero perteneciente a otras personas. Además, antes de que le soltara, le prometió afeitarse, caminar erguido y ser bueno el resto de su vida. Antes de que anocheciera, la descripción de Yaya ya había circulado por todo el Gremio de Ladrones, Rateros, Revientapisos y Profesiones Relacionadas[1], junto con estrictas instrucciones de esquivarla a toda costa. Los ladrones, que también solían ser criaturas de la noche, reconocían un problema en cuanto lo tenían delante.

Yaya había escrito dos cartas más a la Universidad. No recibió respuesta.

—Me gustaba más el bosque —dijo Esk.

—No sé —titubeó Yaya—. En el fondo, esto se parece al bosque. Y, además, aquí la gente aprecia a una bruja en todo su valor.

—Son muy simpáticos —concedió Esk—. ¿Te acuerdas de esa casa que hay al final de la calle, la de la señora gorda que vive con todas esas chicas jóvenes? Me dijiste que eran parientes suyas.

—La señora Palma —asintió Yaya con cautela—. Una mujer muy respetable.

—Pues la gente va a visitarlas durante toda la noche. Lo he visto. No sé cuándo duermen.

—Mmm.

—Pobre mujer, debe de pasarlo muy mal, y además tiene que alimentar a todas esas hijas. La gente debería tener más consideración.

—Pues, la verdad —dijo Yaya—, no estoy segura de que…

La salvó la llegada a las puertas de la Universidad de un gran carromato pintado con colores brillantes. El conductor tiró de las riendas de los bueyes a pocos metros de Yaya.

—Disculpa, buena mujer —la saludó—, ¿te importaría apartarte?

Yaya dio un paso atrás, insultada por aquel despliegue de sincera educación, muy molesta ante la idea de que alguien la considerase una buena mujer. Entonces, el conductor vio a Esk.

Era Treatle, que sonrió como una serpiente preocupada.

—Vaya, vaya. La jovencita que cree que las mujeres pueden ser magos, ¿eh?

—Sí —replicó Esk, sin hacer caso del puntapié de Yaya.

—Qué graciosa. Has venido a unirte a nosotros, ¿eh?

—Sí —asintió Esk. Como los modales de Treatle parecían exigirlo, añadió—: señor. Pero no podemos entrar.

—¿Podemos? —preguntó Treatle, intrigado. Volvió a fijarse en Yaya—. Ah, ya. Claro. Debe de ser tu tía, ¿no?

—Mi yaya. Aunque en realidad no es mi yaya, es como la yaya de todo el mundo.

Yaya asintió con gesto rígido.

—Esto no se puede consentir, claro que no —dijo Treatle con voz tan cordial como un budín de ciruelas—. Ni pensarlo. Nuestra primera mujer mago no se puede quedar en la puerta. Sería una vergüenza. ¿Puedo acompañaros?

Yaya agarró a Esk por el hombro con firmeza.

—Si no le importa… —empezó a decir.

Pero Esk se liberó de su mano, y echó a correr tras el carro.

—¿De verdad puedes llevarme adentro? —preguntó, con los ojos brillantes.

—Claro que sí. Los jefes de las Órdenes estarán encantados de conocerte. También se asombrarán un poco, claro —añadió con una carcajada.

—Eskarina Herrero… —dijo Yaya. Se detuvo y miró a Treatle—. No sé qué tienes en mente, señor Mago, pero no me gusta —empezó de nuevo—. Ya sabes dónde vivimos, Esk. Si quieres hacer tonterías, hazlas, pero hazlas sola.

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