Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Los matorrales le arañaron las piernas cuando echó a correr por la llanura desierta, entre los precipicios anaranjados.

No se detuvo hasta que se sintió extraviada, pero la ira seguía ardiendo en su interior. Había estado furiosa en otras ocasiones, pero nunca de aquella manera. Por lo general, la furia era como la llama roja que aparece en la forja cuando la enciendes, todo brillo y chispas. En cambio, la que sentía ahora era diferente…, no provocaba chispas, era como la llamita azulada que corta el hierro.

Le cosquilleaba dentro del cuerpo. Si no hacía algo, reventaría.

¿Por qué sería que cuando Yaya parloteaba sobre la brujería ella anhelaba la magia de magos, pero cuando oía a Treatle hablar con aquella voz chillona habría luchado a muerte por la brujería? Ella sería ambas cosas, o ninguna. Y cuanto más intentaban impedírselo, más lo deseaba.

Sería bruja, y también sería mago. Y ya verían todos.

Esk se sentó al pie de un enebro de ramas bajas junto a un abrupto acantilado, con la mente rebosante de planes y de ira. Sentía puertas que se cerraban cuando apenas había empezado a abrirlas. Treatle tenía razón; no la dejarían entrar en la Universidad. No bastaba con tener un cayado para ser mago, también necesitaba aprender, y nadie iba a enseñarle.

El sol del mediodía caía de plano sobre el acantilado, y el aire empezaba a oler a abejas y a enebro. Esk se tendió de espaldas, contemplando la cúpula casi purpúrea del cielo a través de las hojas y, al poco tiempo, se quedó dormida.

Un efecto secundario de usar la magia es que se suelen tener sueños muy reales y turbadores. Esto tiene una explicación, aunque pensar en ella basta para causar pesadillas a cualquier mago.

La cosa es que las mentes de los magos pueden dar forma a los pensamientos. Las brujas suelen trabajar con lo que ya existe en el mundo, pero un mago, si es de los buenos, puede dar carne a su imaginación. Esto no causaría ningún problema si no fuera porque el pequeño círculo de luz llamado —bastante libremente— «universo espaciotemporal» va a la deriva en un medio mucho más desagradable e impredecible. Tras la frágil empalizada de la normalidad, hay Cosas Extrañas que merodean rugiendo; en las profundas grietas al borde del Tiempo resuenan aullidos escalofriantes. Hay cosas tan terribles que hasta la oscuridad les tiene miedo.

La mayor parte de la gente no sabe esto; mejor para ellos, porque el mundo no podría seguir adelante si todos se quedaran en la cama, tapándose la cabeza con las mantas…, que es exactamente lo que sucedería si la gente conociera los horrores que habitan a una distancia equivalente al espesor de una sombra.

Lo malo es que las personas interesadas en la magia y en el misticismo se pasan demasiado tiempo en los límites de la luz, así que las cosas de las Dimensiones Mazmorra las conocen muy bien, y luego tratan de usarlas en sus constantes esfuerzos por irrumpir en esta Realidad concreta.

La mayor parte de esas personas pueden resistirse, pero el ataque despiadado de las Cosas nunca es tan fuerte como cuando el sujeto duerme.

Bel-hamharoth, C’hulagan, el Enterado…, los repugnantes dioses oscuros del Necroteleconomicón, el libro conocido entre ciertos adeptos locos por su auténtico nombre, Liber Paginarum Fulvarum, siempre están dispuestos a entrar sigilosamente en cualquier mente somnolienta. Las pesadillas suelen ser muy vívidas, y siempre desagradables.

Esk se había acostumbrado a ellas después del sueño que tuviera tras el primer Préstamo, y la familiaridad casi había reemplazado al terror. Cuando se encontró sentada en la brillante llanura polvorienta, bajo estrellas inexplicables, supo que estaba metida en otra pesadilla.

—Rayos —masculló—. Muy bien, vamos allá. Que salgan los monstruos. Sólo espero que no venga el que guiña el ojo.

Pero, en esta ocasión, parecía que la pesadilla había cambiado. Esk volvió la vista y vio un gran castillo negro a su espalda. Sus torreones desaparecían entre las estrellas. Las luces, los fuegos artificiales y la música brotaban como una cascada desde la parte superior. El enorme portalón estaba invitadoramente abierto. Al parecer, dentro se estaba celebrando una fiesta bastante divertida.

Se levantó, se sacudió la arena plateada del vestido y echó a andar hacia las puertas.

Casi había llegado junto a ellas cuando se cerraron de golpe. No parecieron moverse: sencillamente, en un momento estaban abiertas de par en par, y al siguiente cerradas a cal y canto con un ruido que retumbó en el horizonte.

Esk las tocó. Eran negras, y estaban tan frías que el hielo empezaba a formarse sobre ellas.

Algo se movió tras ella. Se dio media vuelta y vio el cayado, sin su disfraz de escoba, erguido sobre la arena. Unos gusanillos de luz blanca recorrían la madera pulida y reptaban entre las tallas de manera que nadie pudiera examinarlas.

Lo cogió y lo golpeó contra las puertas. Hubo una lluvia de chispas octarinas, pero el metal negro ni se inmutó.

Esk entrecerró los ojos. Sostuvo el cayado con el brazo extendido y se concentró hasta que una fina hebra de fuego brotó de la madera y ardió contra la puerta. El hielo se fundió y se evaporó, pero la oscuridad —ahora Esk ya no estaba segura de que fuera metal— absorbió la energía sin siquiera brillar. La niña redobló la potencia, y dejó que el cayado proyectara toda su magia acumulada en un solo rayo, tan brillante que se vio obligada a cerrar los ojos (y, aun así, siguió viendo la línea luminosa en su mente).

Entonces, desapareció.

Tras unos segundos, Esk corrió hacia adelante y tocó las puertas con ansiedad. La frialdad casi le congeló los dedos.

Y, desde la parte superior, le llegó el sonido de una risita disimulada. Una carcajada no habría sido tan horrible, sobre todo una impresionante carcajada con muchos ecos, pero aquello era sencillamente… una risita disimulada.

Duró largo rato. Era uno de los sonidos más desagradables que Esk había oído en su vida.

Despertó con un estremecimiento. Era más de medianoche, y las estrellas parecían húmedas y frías. El silencio ajetreado de la noche llenaba el aire, ese sonido causado por cientos de cositas peludas que se arrastran cautelosas con la esperanza de encontrar cena y evitar ser el plato principal.

La luna creciente empezaba a brillar con menos seguridad, y un tenue brillo grisáceo en el Borde del mundo sugería que, contra toda probabilidad, se preparaba otro día.

Alguien había envuelto a Esk en una manta.

—Sé que estás despierta —dijo la voz de Yaya Ceravieja—. Podrías hacer algo útil y encender fuego. Aquí hay madera de sobra.

Esk se sentó y se aferró al enebro. Se sentía tan ligera que podría flotar.

—¿Fuego? —murmuró.

—Sí. Ya sabes. Señalas con el dedo y chas —le dijo Yaya con impaciencia.

Estaba sentada sobre una roca, tratando de adoptar una postura en la que no le molestase la artritis.

—N-no creo que pueda.

—¿De verdad? —preguntó Yaya crípticamente.

La vieja bruja se inclinó hacia adelante y puso la mano en la frente de Esk. Era como ser acariciada por un calcetín lleno de dados cálidos.

—Te está subiendo la fiebre —añadió—. Demasiado sol caliente, demasiada tierra fría. Eso es lo que pasa cuando vas Lejos.

Esk se dejó caer hacia adelante hasta reposar la cabeza en el regazo de Yaya, con sus conocidos olores a alcanfor, hierbas y algo de cabra. Yaya la palmeó con un gesto que esperaba fuera tranquilizador.

—No me dejarán entrar en la Universidad —dijo Esk tras un rato, en voz baja—. Me lo ha dicho un mago, y lo he soñado, y era uno de esos sueños de verdad. Ya sabes, lo que me contaste, una metacosa de ésas.

—Una metefuera —le aclaró Yaya.

—Pues eso.

—¿Pensaste que sería fácil? —preguntó la anciana—. ¿Creíste que podrías cruzar sus puertas saludando con el cayado? Estoy aquí, quiero ser mago, muchas gracias.

—¡Me dijo que en la Universidad no dejaban entrar a las mujeres!

—Se equivoca.

—No, decía la verdad. Ya sabes, Yaya, yo siempre sé cuando…

—Niña tonta. Todo lo que pasa es que él creía decir la verdad. El mundo no es siempre como piensa la gente.

—No lo entiendo —dijo Esk.

—Ya aprenderás. Dime una cosa de ese sueño. No te querían dejar entrar en su universidad, ¿verdad?

—¡No, y encima se reían!

—¿Y tú intentaste quemar las puertas?

Esk giró la cabeza en el regazo de Yaya y abrió un ojo con gesto de sospecha.

—¿Cómo lo sabes?

Yaya sonrió, pero igual que habría sonreído un lagarto.

—Yo estaba a kilómetros de aquí —dijo—. Trataba de localizar tú mente, y de repente pareció que estabas en todas partes. Brillabas como un faro, y tanto que sí. En cuanto al fuego…, mira a tu alrededor.

A la escasa luz del amanecer, el lugar era una masa de arcilla cocida. Delante de Esk, el precipicio tenía un aspecto cristalino, debía de haberse derretido como el alquitrán. Presentaba grandes grietas, que se habían llenado de roca fundida y de cenizas. Al escuchar con atención, oyó los tenues chasquidos de la piedra al enfriarse.

—Oh —dijo—. ¿Yo he hecho eso?

—Parece que sí —asintió Yaya.

—¡Pero si estaba dormida! ¡Sólo fue un sueño!

—Es la magia. Trata de encontrar una salida. La magia de bruja y la magia de mago están…, no sé, como potenciándose la una a la otra. Creo.

Esk se mordisqueó el labio inferior.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó—. ¡Sueño montones de cosas!

—Para empezar, iremos directamente a la Universidad —decidió Yaya—. Deben de estar acostumbrados a que los aprendices no sepan controlar la magia y tengan sueños ardientes, si no el lugar se habría quemado hace años.

Miró en dirección al Borde, y luego clavó la vista en la escoba.

No relataremos las subidas y las bajadas, los topetazos de la escoba, las maldiciones masculladas contra los enanos, los breves momentos de esperanza en que la magia chispeaba fielmente, las horribles sensaciones cuando se apagaba, más topetazos, carreras, el hechizo que se para de golpe, los gritos, el despegue…

Esk se aferró a Yaya con una mano y agarro el cayado con la otra mientras, por decirlo francamente, se tambaleaban a cien metros por encima del suelo. Unos cuantos pájaros revolotearon junto a ellas, muy interesados en aquel nuevo tipo de árbol volador.

—¡Largo, malditos! —gritó Yaya, quitándose el sombrero y sacudiéndolo.

—No vamos muy deprisa, Yaya —señaló Esk.

—¡Para mí, de sobra!

Esk miró a su alrededor. Tras ellas, el Borde era un río de oro orlado de nubes.

—Creo que deberíamos bajar un poco, Yaya —se apresuró a decir—. Me contaste que la escoba no vuela a la luz del sol.

Echó un vistazo al paisaje que se extendía a sus pies. Parecía abrupto e inhóspito. También parecía expectante.

—Sé muy bien lo que hago, señorita —replicó Yaya, agarrándose fuerte a la escoba y tratando de hacerse más ligera.

Ya se ha mencionado que la luz del Mundodisco viaja despacio como consecuencia del campo mágico del Disco.

Así que el amanecer no es un acontecimiento repentino, como en otros mundos. El nuevo día no irrumpe, más bien se desliza suavemente por el paisaje dormido de la misma manera que la marea repta milímetro a milímetro por la playa, fundiendo durante la noche los castillos de arena. Fluye alrededor de las montañas y, si atraviesa un bosque muy denso, sale hecha jirones.

Un observador situado en algún lugar privilegiado, como un cirroestrato al borde del espacio, por ejemplo, señalaría lo hermoso que es ver desparramarse la luz sobre la tierra, cómo avanza por las llanuras y se demora cuando encuentra terrenos elevados, lo bello que…

En realidad, hay observadores que, al ver toda esa belleza, asegurarían que la luz no tiene peso, y que por lo tanto no puede caer. A lo que uno sólo puede responder: «Entonces, ¿qué haces tú subido en una nube?».

Bravo por el cinismo. Pero, en el Disco, la escoba entraba en barrena cada vez que se topaba con el amanecer, y se precipitaba hasta volver a dar con la sombra de la noche.

—¡Yaya!

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